—Hola, Luis —dice Tibisay al
otro lado del teléfono— Bonito día.
—Hola, Tiby. Buen día.
—Luis, dime algo: ¿estarás muy
ocupado esta tarde?
—Hmmm… Debo verme con alguien a
media tarde, pero puedo jugar con el tiempo. ¿Por qué?
—Porque preparé pan dulce. Es una
prueba, y quiero compartirlo contigo. Y café con leche. ¿Te animas? Además,
quiero que veamos un capítulo de una serie que me tiene enganchada, para que la
comentemos luego. ¿Qué me dices?
—Te digo que casi te quedas
hablando sola. El auricular iba a quedar colgando en el aire por la carrera
hasta tu casa. ¡Claro, querida! ¿Cómo decirte que no? ¿A qué hora te viene
bien?
—Pues, no sé; ¿te parece bien
entre 3 y 4 pm? Así tendrás tiempo de regresarte temprano.
—Excelente. Nos vemos entonces a
las 3:30 pm.
Lo curioso es que luego,
mientras iba llegando a la entrada del edificio donde vive mi amiga, el sol de
la tarde me daba sobre la cara, pero no se sentía tan caliente; y una brisa
bastante fuerte aminoró mis pisadas. De pronto me provocó cerrar los ojos e
imaginar que caminaba por alguna playa de Margarita. Y los cerré, seguro de que
no tropezaría con algo en los siguientes cuatro o cinco pasos hasta la verja
exterior del edificio. Tibisay me esperaba en la puerta interna, con su sonrisa
habitual, su mirada atenta, y antes de abrazarme dijo:
—Qué brisa tan rica, ¿verdad? Parece
de playa.
Sonreí. Sus palabras eran una
muestra más de la complicidad que parece fluir entre nosotros sin
proponérnoslo. Después, de camino hacia el ascensor, comentamos el tiempo que
tenemos sin poder ir a una playa por el problema con el dinero o la enfermedad
de su esposo; pero de nuevo, en silencio, hubo un tácito acuerdo de
concentrarnos solo en la brisa de la tarde y la alegría de compartir otra
merienda íntima. Todo lo demás tendría que esperar. En su apartamento, me senté
con confianza en el sofá y ella me ofreció un pan pequeño, cuadrado, fragante a
anís estrellado, aún tibio.
—Es una muestra —dijo—. Todavía estoy
probando. Quiero que me digas qué te parece.
Jeroh apareció al poco rato, con
un libro en las manos, me saludó con afecto y casi de inmediato se lanzó a
comentar algunas impresiones que tenía sobre la lectura en curso. Sonreí de nuevo
porque disfrutaba mucho con ese momento: el aroma del café recién colado que
nos alcanzaba desde la cocina, la charla literaria con Jeroh, los colores
terrosos de la decoración del apartamento, la brisa vespertina que entraba sin
pedir permiso a través de los ventanales abiertos, el pan tibio entre mis
manos, la inmediatez de un paréntesis nutritivo que enriquecería mi tarde mucho
más de lo que podría describirlo aquí, ahora, ya diluido ese presente en pretérito.
Hablamos sobre una multiplicidad de temas que no nos asombraba, ni siquiera
cuando la parte femenina de mi mente daba saltos inesperados en la conversación
con Tibisay. Y se lo dije:
—Me maravilla esta facilidad que
tenemos para unir las ideas o para concatenarlas sin que tengan que ver unas
con otras y sin hacer pausas.
Ella me sonreía de vuelta y
Jeroh fruncía el ceño.
—No entiendo —se quejaba—. ¿De
qué hablan ustedes? ¿No estábamos hablando sobre el texto de…?
Y la mano serena y afectuosa de
Tibisay posándose en el antebrazo de su marido.
—No, Jeroh; eso era hace un
minuto. Luego recordamos algo más. Pero ya volvemos al cuento.
—Ustedes me confunden.
Tibisay y yo reíamos.
—Es que la mente femenina —dije—
está acostumbrada a los saltos cuánticos, inesperados; en cambio la mente masculina
es lineal, de un punto fijo al otro. Los varones prefieren ir en línea recta. Las
hembras adoran los circunloquios. Y yo avanzo entre tropiezos. Pero, ahí vamos.
Y reímos los tres de nuevo. Entonces
supe que mientras durara ese paréntesis vespertino, con el café con leche espumoso
y caliente, los pedazos de una torta que Tibisay había preparado también, la
charla literaria que unía y separaba nuestros puntos de vista alternativamente,
la brisa de la tarde y los libros que nos rodeaban, todo estaría bien. Estábamos
conscientes de lo que ocurría (y ocurre) afuera. No lo negábamos. No lo
minimizábamos. No intentábamos restarle importancia. Pero de común acuerdo
habíamos decidido presionar el botón de pausa para hablar sobre algo más, para
dar brazadas lentas dentro de aquella piscina llena de lecturas en curso, para
degustar los sabores de la cocina de Tibisay, para disfrutar con plenitud de
una amistad que nos resulta (que me resulta) tan nutritiva, tan especial, tan
fuera de lo común. Y pensé también que en la medida en que pueda seguir gozando
de estas pequeñas burbujas de oxígeno, de estas bocanadas de aire limpio, siempre
podré volver a sumergirme en la mediocridad cotidiana que fluye a mi alrededor.
Sé que puede parecer una tontería, una nimiedad; pero cada uno tiene sus
fórmulas y sus herramientas para enfrentarse a la dolorosa realidad. Esta es la
mía. La nuestra.
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