—Si su casa se incendiase, ¿qué se llevaría?
—Me llevaría el fuego.
Jean Cocteau.
"Me olvido de gozar de lo que poseo, de mis increíbles tesoros. Vuelvo a viajar, emocionalmente, incansable, mientras quede terreno por descubrir, vidas por vivir, hombres por conocer. Qué locura. Quiero hallar la dicha. Quiero detenerme y gozar de la vida. Este será el diario de mi goce". Anaïs Nin
Mi amiga insistió. Era la tercera vez.
—El muchacho te sigue mirando —dijo ella—. Es muy
atractivo.
Simulé que volteaba para comentarle algo y lo vi por
encima de su hombro. Era alto, rubio, delgado y usaba unos lentes con montura
metálica. De vez en cuando miraba hacia nosotros.
—Capaz y te esté viendo a ti —dije con una sonrisa—. No
creo que yo tenga tanta suerte.
—Deberías saludarlo.
—¿Estás loca? Primero muerta que…
—Muerta no vas a conseguir nada, amorcito —me
interrumpió ella.
—Nah… Déjalo así. No inventes.
Seguimos apoyados contra el carro, en la larga fila de
vehículos para reponer combustible. Se suponía que uno de los efectivos de la
Guardia Nacional nos quitaría las cédulas de identidad en algún momento de la
madrugada. La avenida estaba vacía, a excepción de nuestros carros orillados
junto a la acera. De vez en cuando alguien pasaba y nos saludaba en voz baja. Saqué
el termo para servirnos más café.
—Deberías ofrecerle un poco —dijo ella.
—¿Vas a seguir con eso? Ese tipo ni siquiera me está
mirando.
Mi amiga se arrimó hasta la parte delantera del carro
y se sentó allí, de frente al muchacho. Reconocí su juego, pero me negué a participar.
Ella me lanzó una mirada rápida y alcancé a vislumbrar parte de una sonrisa. El
muchacho miró de nuevo en nuestra dirección. Nos separaba una distancia de dos
carros.
—¡Chamo! —gritó mi amiga. Yo abrí mucho los ojos
cuando él respondió—. ¿Tú bebes café? ¿Quieres café?
—¿Te volviste loca? —susurré con rapidez, antes de que
él se acercara, pero mi amiga me ignoró.
—Hola —dijo él cuando estuvo frente a nosotros.
Nosotros saludamos de vuelta y ella repitió su
pregunta sobre el café. El muchacho sonrió y dijo que sí. Ambos me miraron
mientras llenaba otro vaso de plástico con cierto nerviosismo.
—¿Cómo te llamas? —preguntó ella.
Cerré los ojos y quise que la tierra me tragara.
—Juan Carlos —dijo él—. ¿Y ustedes?
Le dijimos nuestros nombres.
—¿Siempre haces la cola aquí? —siguió mi amiga.
Él asintió.
—Sí. Prefiero hacerlo aquí. Antes iba a la estación de
servicio que está entrando al pueblo, pero me dijeron que aquí es más rápido.
Mi amiga se lo confirmó. Ellos intercambiaron más
comentarios y yo me concentré en beberme el café.
—Supuse que querías café —dijo mi amiga—. Vi que nos
mirabas a cada momento.
—¡Elisa! —dije con pasmo.
El muchacho se sonrojó un poco y sonrió.
—¿A quién no le puede gustar el café? Y más a esta
hora, para quitar el sueño.
—¿Y andas solo?
Él asintió de nuevo mientras daba sorbos a su café.
—Si —dijo—. Es mejor. Hay que trasnochar y a muy poca
gente le divierte eso. ¿Ustedes andan solos también?
Me tocó el turno de asentir y Elisa le explicó que
estábamos allí porque yo vivía cerca.
—¿Ves ese edificio? —señaló ella—. Luis vive allí. ¿Tú
vives lejos?
Juan Carlos nos explicó dónde vivía.
—Eso es muy lejos —dijo Elisa—. Deberías quedarte con
nosotros y duermes aquí. A Luis no le importaría.
—¡Elisa! —repetí con más vergüenza.
—¿Qué pasa? El chamo aquí no es homofóbico. ¿O sí?
Lo miramos con atención.
—No, no —dijo él—. Para nada. No tengo nada en contra.
Mi mejor amigo es gay.
—¿Lo ves? Deja el escándalo.
Me sentía apenado, pero me llamaba mucho la atención
lo atractivo que era. Sus ojos tenían una tonalidad oscura de verde que parecía
rozar el gris. Y su sonrisa era luminosa, impoluta. Más adelante nos explicó
que era dentista, aunque el trabajo escaseaba. Había que reinventarse, buscar
otras fuentes de ingreso.
—En este país —dijo Elisa—, es la constante. El que no
se reinventa, se muere de hambre.
Me separé del carro y le dije a Elisa que iría hasta
el apartamento para buscar agua.
—Ay, sí —dijo ella—. Juan Carlos, ¿por qué no lo
acompañas?
—No, no —me apresuré a interrumpir—. Tranquila. No importa.
Deja a Juan Carlos quieto, chica. Voy y vengo.
—¿Y cuál es el problema? —insistió Elisa—. ¿Tienes
algún problema, chamo?
—No, para nada. Puedo acompañarte, si quieres.
—Es que… Claro. Pero pensé que…
—Ponle hielo al agua —interrumpió Elisa—. Una garrafa
grande. Y haz las vainas con calma, mira que la última vez la jarra estaba rota.
Busca bien, ¿sí?
Me miró fijamente y sin parpadear. Respiré profundo y
le pedí a Juan Carlos que me siguiera.
—Sin estrés, mano; yo voy a aprovechar para cerrar los
ojos un ratico. Voy a estar en el asiento de atrás.
Simulé que no había escuchado esa última parte. Juan Carlos
y yo cruzamos la calle y entramos al edificio. Subimos al ascensor en silencio.
Me sentía muy incómodo con él, sin saber qué decirle o cómo decírselo. Creo que
él lo notó.
—¿Te sientes bien? —preguntó cuando entrábamos al
apartamento.
—sí, sí. Disculpa. Es que me dio mucha pena contigo. Elisa
es muy… Lo siento.
—No vale, no te preocupes. Estuvo bien. ¿O te molesta
que haya venido?
Noté que un ligero estremecimiento recorrió la piel de
mis brazos. Le dije que no. Fui hasta la cocina para buscar una jarra grande. Juan
Carlos apareció allí un par de minutos después.
—¿Te ayudo?
—Estoy buscando una jarra grande.
Él se acercó a mí y buscamos juntos en el mismo
anaquel. Me inquietaba mucho su cercanía. Me habló en un tono de voz muy bajo
cuando al fin abrió la boca.
—Parece que estás nervioso… ¿Te pongo nervioso?
Se me escapó una risa leve, infantil, reveladora.
—No —mentí—. Claro que no. ¿Por qué?
Pero él no se separó de mí. Se mantuvo cerca, firme y
erguido.
—No voy a robarte, si es eso lo que te asusta —dijo—. No
soy un malandro.
—No. Claro que no. Disculpa.
Puso su mano en mi hombro.
—Relájate. No pasa nada.
Asentí.
—A menos que tú quieras que pase algo.
Me atraganté con saliva y abrí mucho los ojos. Creí que
podía haber escuchado mal.
—¿Qué?
—¿Vives solo? —quiso saber—. ¿Estás solo aquí?
—Ajá…
—Es bonito tu apartamento. ¿Es grande?
—Ajá… O sea, normal.
—¿Me lo muestras?
—¿Por qué?
—Quiero conocerlo. Ver dónde vives.
Los dos reímos un momento.
—Lo sé —dijo él—. Eso sonó muy feo. Pero lo dije en
serio. Sin mala intención.
—Okey…
Regresé a la sala y tomé una decisión precipitada. Estaba
allí con un muchacho extremadamente atractivo. Un tipo rubio y de sonrisa
deslumbrante. Y él parecía mucho más cómodo que yo con lo que podía pasar. Me sentí
bastante tonto y fuera de práctica, pero me recuperaba con rapidez. Me detuve
un instante y lo miré por encima del hombro. Le pedí que me siguiera. Fuimos hasta
mi habitación en silencio.
—Este es mi cuarto —dije mientras abría un poco los
brazos.
—Me gusta. Me gusta mucho.
Juan Carlos se acercó y aminoró la velocidad justo
antes de que su boca tropezara con la mía. Me beso sin apresuramientos,
deteniéndose en mis labios, saboreándolos con lentitud, respirando profundo. Me
relajé entre sus brazos. Pensé que todo aquello era increíble. Acababa de
conocerlo, en una cola para reponer la gasolina, ni siquiera sabía si volvería
a verlo, pero se sentía tan bien la tibieza de su cuerpo y la dureza de su
erección contra mi muslo. Luego se separó de mi boca y buscó mi cuello, el
lóbulo de la oreja. Cerré los ojos y suspiré.
—¿Tienes protección?
—¿Qué? —dije.
—Preservativos…
—Ah… No. Creo que no.
Una ligera ráfaga de aire frío atravesó mi cuerpo, un
parpadeo, algo casi imperceptible; pero él siguió.
—Tranquilo. Yo tengo. —Hizo una pequeña pausa—.
¿Quieres?
Asentí en silencio y me empujó hasta la cama. Me desnudó
con mucha calma, evitándome cualquier reacción de incomodidad. Me desnudó sin
dejar de besarme. Me desnudó como si estuviese acostumbrado a hacerlo. Nos tendimos
en la cama y sus besos se transformaron en ágiles dedos que exploraban mi piel con
una destreza inusitada. Después se concentró en mi propia erección y se mantuvo
allí durante un buen rato, hasta que susurré que necesitaba sentirlo dentro de
mí. No reconocí mi propia voz.
—Qué rico hueles —dijo él al tiempo que se colocaba el
condón—. Me encanta cómo hueles.
La destreza de sus dedos también alcanzó para
acompasar el movimiento de nuestras caderas y los tenues mordiscos en mis
hombros. Luego me volteó, diciendo que quería verme mientras eyaculaba. Exploté
con un grito ahogado que apenas pude contener mientras él me masturbaba. Después
sonrió y dijo que estaba listo para alcanzarme. Sus temblores sacudieron mis
piernas encima de su pecho y sus manos se aferraron a mis rodillas mientras el
rostro se le contorsionaba en una mueca de placer. Abrí las piernas y dejé que
su cuerpo sudado cayera sobre mí.
—Uff —dijo—. Qué rico… ¿Te gustó?
—Sí… Mucho. ¿Y a ti?
—También, bebé —dijo él mientras se apartaba de mí y
se acostaba a un lado en mi cama. Respiraba con dificultad. Jadeaba un poco. Iba
perdiendo la erección poco a poco y preguntó dónde estaba el baño para
deshacerse del preservativo. Se lo dije y me asombró la elasticidad y la
firmeza de sus músculos al pasar por encima de mi cuerpo. Me relajé en silencio
y suspiré. Juan Carlos volvió para sentarse en el borde de la cama.
—¿No deberíamos regresar con tu amiga?
—Sí, claro —dije—. Debe haberse dormido.
—Esperando el agua.
Reímos.
—Oye —dijo él—. ¿De verdad te gustó?
Me senté en la cama y abracé mis rodillas. Sonreí como
un niño entusiasmado.
—Sí. Mucho. ¿Y a ti?
—Estuvo bien. Me interesa que te gustara.
—Sí, sí me gustó. Claro… ¿Por qué lo dices en ese
tono?
Observé la línea de su espalda curvada y la cabeza un
poco caída sobre el pecho. El cabello le tapaba los ojos. Hizo un movimiento
rápido con la mano para apartarse el cabello de la cara y mirarme.
—Esto era como una muestra, ¿sabes? De lo que puedo
hacer.
—No entiendo. ¿A qué te refieres?
Él respiró profundo y casi dejó caer la cabeza de
nuevo, pero alzó la vista hacia mí.
—Tú eres un tipo de pinga —dijo—. Pareces de pinga. Seguro
que tienes otros amigos como tú. Esto fue para que supieras cómo es y… Bueno,
para publicidad, pues. ¿Entiendes?
—No.
Apreté más las rodillas contra mi pecho.
—Tengo que resolver. El dinero no alcanza, tú lo
sabes. Casi no hay pacientes… Un pana me dijo que a él le estaba yendo bien con
esta vaina. Y yo lo quiero intentar.
—Juan Carlos…
—Sin estrés, papi. Si te gustó, podemos hacerlo de
nuevo en otra oportunidad, pero hay un costo. Cada vez que tú quieras. Y si
puedes hacerme publicidad con algunos amigos tuyos, coño, te lo agradecería que
jode… ¿Okey?
—Ajá —balbuceé—. Okey…