Como siempre, como antes, su llamada telefónica me toma por sorpresa. El tono de su voz, inconfundible, me inunda completamente, llenándome de un pueril nerviosismo y provocando algunos balbuceos incontrolables. Deseo preguntarle tantas cosas, a un mismo tiempo, que no puedo evitar que las palabras tropiecen contra mis labios en su loca carrera por ser expresadas. Puedo imaginar su disimulada sonrisa, ya seguro del efecto que provoca. Siempre ha sido así. Antes ha sido así.
Me cuenta que ha estado en Río Verde, que todo ha salido bien; disfrutó de unas agradables vacaciones, como los demás. Le pregunto si recibió mi mensaje de texto. Al principio duda, confundido, luego logra recordar y comparte un escueto “sí”. Intuyo, más allá de lo que me dice; alcanzo a leer entre el claroscuro, en lo que no menciona, en el sobreentendido. Ésta ha sido desde el inicio nuestra particular forma de expresarnos. Hacemos uso de silencios, de evasivas, de tonalidades y timbres de voz. Creo que lo disfruta tanto como yo. Me gusta pensar que es así. Y al igual que otras tantas oportunidades, la curiosidad de conocer la causa de su llamada desaparece entre las frases; mientras dura nuestra charla, eso no es relevante, carece de importancia. Así, entonces, voy armando el nuevo rompecabezas con los fragmentos ofrecidos: recibió mi mensaje de texto, pero la ausencia de respuesta se debió a que viajaba en plan familiar. Estaba con su esposa, su hija; incluso con su padre y su tía. También un par de amigos de cacería. Quizás demasiadas personas alrededor. ¿Cómo apartarse para poder llamar? Pero todo queda explicado hoy. Y ni siquiera está en Caracas, es desde Higuerote donde me está llamando. Asuntos de trabajo, dice. Pareciera como si necesitara alejarse de la cotidianidad para poder comunicarse, relajarse en escenarios anónimos y seguros.
Aún así, me tranquiliza estar en su pensamiento. Tuvo que pensar en mí antes de tomar su teléfono. ¿Qué pensaba? ¿Qué imágenes logró convocar mi nombre? ¿Por qué se siente motivado a querer saber de mí frecuentemente? Son preguntas recurrentes que sobrevienen después de cada conversación. La mayoría de las veces decido que ninguna tiene verdadera importancia. Lo que permanece es el sonido de su voz, el eco vibrante y profundo de su voz. Pareciera que lo demás es circunstancial. Irrelevante. ¿En qué me ayudaría conocer las respuestas? ¿Qué cambiaría en nuestra ambivalente dinámica?
A pesar de todo, sé que le cuesta hacerlo. Un hombre como él, tan parco, tan directo, carente de artificios, seguro encuentra difícil hacer una llamada por cortesía, por mero convencionalismo social. Me lo ha dicho. Es un individuo acostumbrado a no andarse por las ramas, a llamar las cosas por su nombre, a no perder el tiempo con nimiedades y frases hechas. Yo no soy un cliente al que debe convencer con un discurso ya casi de memoria; tampoco le brindo la seguridad que encuentra entre sus amigos, esos con quienes disfruta discutiendo temas comunes. No. Soy un simple conocido. Un misterio. Un enigma que parece acosarlo y tentarlo a un mismo tiempo. Lo irónico es que el asunto funciona en ambos sentidos. ¿Qué puede, entonces, decir de mí? “Tengo un amigo homosexual al que llamo por teléfono una o dos veces al mes”. ¿Qué tal suena eso? O “mi esposa no lo sabe, mis amigos lo ignoran y no me gusta (no me siento cómodo) hablar de ello”. Si sabe de mi atracción (porque tiene que saberlo), ¿por qué insiste? ¿No sería más prudente tomar distancia, alejarse? Pero no, se mantiene allí, como volando en círculos, esperando por algo indescifrable.
Me deja saber que han ido de cacería, contándome qué y cómo ha ocurrido todo; en determinado momento recuerda nuestra propia aventura nocturna en El Barrial y ambos reímos. También dice que su hija disfrutó mucho, saltando de un lado al otro y siendo el centro de atención: era la única niña del grupo. Habla de su amigo, ése que alguna vez me presentó en la finca. Menciona que nunca salió de la propiedad, evitando exponerse al bullicio y el aglomeramiento existente en el conocido balneario. Pero a su mujer sólo la nombra una vez, al comienzo, cuando aclara con quién andaba y sus circunstancias. No me impresiona; he descubierto que no hay empeño de su parte por traerla a colación. Si puede, elude hablar de ella; nunca lo ha hecho. Él no hace ningún esfuerzo, y yo no insisto. Es un acuerdo natural, cómodo y tácito entre nosotros. Presumo que sonaría terriblemente hipócrita si me ocupara por saber de ella. Además, no sería cierto. Lo único que me importa es él; ¿por qué gastar tiempo tocando un tema sobre el cual ninguno de los dos desea tratar? Ella está allí, siempre va a estar allí; sabiendo eso, podemos dejarlo atrás y ocuparnos en asuntos más interesantes.
- ¿Qué hiciste? –indaga.
- Me quedé en casa, escribiendo.
Existe un dejo de confianza, de extraña intimidad. Nuestra relación funciona bien así; aunque ignoramos hacia dónde puede conducirnos nuestra ambivalencia, la disfrutamos. Probablemente, si no existieran los matices, las sombras, me sentiría pronto aburrido, perdería el estímulo. Lo más lógico sería definir nuestros criterios, aclarar qué es lo que queremos… Pero perderíamos la magia, el misterio; ya no sentiríamos que nos envuelve este deleite particular, esta seducción que se comporta como el flujo y el reflujo del mar. Va y viene. Va y vuelve a venir. Es sincrónica y recurrente. Mi neurosis me impele a dejar todo como está, a no intentar fracturar nuestra peculiar simbiosis. Si descubro su significado, perderá todo su atractivo.
No. Me siento, escribo, y sé que, entre página y página, otra llamada volverá a sorprenderme. Como antes. Como siempre.
Me cuenta que ha estado en Río Verde, que todo ha salido bien; disfrutó de unas agradables vacaciones, como los demás. Le pregunto si recibió mi mensaje de texto. Al principio duda, confundido, luego logra recordar y comparte un escueto “sí”. Intuyo, más allá de lo que me dice; alcanzo a leer entre el claroscuro, en lo que no menciona, en el sobreentendido. Ésta ha sido desde el inicio nuestra particular forma de expresarnos. Hacemos uso de silencios, de evasivas, de tonalidades y timbres de voz. Creo que lo disfruta tanto como yo. Me gusta pensar que es así. Y al igual que otras tantas oportunidades, la curiosidad de conocer la causa de su llamada desaparece entre las frases; mientras dura nuestra charla, eso no es relevante, carece de importancia. Así, entonces, voy armando el nuevo rompecabezas con los fragmentos ofrecidos: recibió mi mensaje de texto, pero la ausencia de respuesta se debió a que viajaba en plan familiar. Estaba con su esposa, su hija; incluso con su padre y su tía. También un par de amigos de cacería. Quizás demasiadas personas alrededor. ¿Cómo apartarse para poder llamar? Pero todo queda explicado hoy. Y ni siquiera está en Caracas, es desde Higuerote donde me está llamando. Asuntos de trabajo, dice. Pareciera como si necesitara alejarse de la cotidianidad para poder comunicarse, relajarse en escenarios anónimos y seguros.
Aún así, me tranquiliza estar en su pensamiento. Tuvo que pensar en mí antes de tomar su teléfono. ¿Qué pensaba? ¿Qué imágenes logró convocar mi nombre? ¿Por qué se siente motivado a querer saber de mí frecuentemente? Son preguntas recurrentes que sobrevienen después de cada conversación. La mayoría de las veces decido que ninguna tiene verdadera importancia. Lo que permanece es el sonido de su voz, el eco vibrante y profundo de su voz. Pareciera que lo demás es circunstancial. Irrelevante. ¿En qué me ayudaría conocer las respuestas? ¿Qué cambiaría en nuestra ambivalente dinámica?
A pesar de todo, sé que le cuesta hacerlo. Un hombre como él, tan parco, tan directo, carente de artificios, seguro encuentra difícil hacer una llamada por cortesía, por mero convencionalismo social. Me lo ha dicho. Es un individuo acostumbrado a no andarse por las ramas, a llamar las cosas por su nombre, a no perder el tiempo con nimiedades y frases hechas. Yo no soy un cliente al que debe convencer con un discurso ya casi de memoria; tampoco le brindo la seguridad que encuentra entre sus amigos, esos con quienes disfruta discutiendo temas comunes. No. Soy un simple conocido. Un misterio. Un enigma que parece acosarlo y tentarlo a un mismo tiempo. Lo irónico es que el asunto funciona en ambos sentidos. ¿Qué puede, entonces, decir de mí? “Tengo un amigo homosexual al que llamo por teléfono una o dos veces al mes”. ¿Qué tal suena eso? O “mi esposa no lo sabe, mis amigos lo ignoran y no me gusta (no me siento cómodo) hablar de ello”. Si sabe de mi atracción (porque tiene que saberlo), ¿por qué insiste? ¿No sería más prudente tomar distancia, alejarse? Pero no, se mantiene allí, como volando en círculos, esperando por algo indescifrable.
Me deja saber que han ido de cacería, contándome qué y cómo ha ocurrido todo; en determinado momento recuerda nuestra propia aventura nocturna en El Barrial y ambos reímos. También dice que su hija disfrutó mucho, saltando de un lado al otro y siendo el centro de atención: era la única niña del grupo. Habla de su amigo, ése que alguna vez me presentó en la finca. Menciona que nunca salió de la propiedad, evitando exponerse al bullicio y el aglomeramiento existente en el conocido balneario. Pero a su mujer sólo la nombra una vez, al comienzo, cuando aclara con quién andaba y sus circunstancias. No me impresiona; he descubierto que no hay empeño de su parte por traerla a colación. Si puede, elude hablar de ella; nunca lo ha hecho. Él no hace ningún esfuerzo, y yo no insisto. Es un acuerdo natural, cómodo y tácito entre nosotros. Presumo que sonaría terriblemente hipócrita si me ocupara por saber de ella. Además, no sería cierto. Lo único que me importa es él; ¿por qué gastar tiempo tocando un tema sobre el cual ninguno de los dos desea tratar? Ella está allí, siempre va a estar allí; sabiendo eso, podemos dejarlo atrás y ocuparnos en asuntos más interesantes.
- ¿Qué hiciste? –indaga.
- Me quedé en casa, escribiendo.
Existe un dejo de confianza, de extraña intimidad. Nuestra relación funciona bien así; aunque ignoramos hacia dónde puede conducirnos nuestra ambivalencia, la disfrutamos. Probablemente, si no existieran los matices, las sombras, me sentiría pronto aburrido, perdería el estímulo. Lo más lógico sería definir nuestros criterios, aclarar qué es lo que queremos… Pero perderíamos la magia, el misterio; ya no sentiríamos que nos envuelve este deleite particular, esta seducción que se comporta como el flujo y el reflujo del mar. Va y viene. Va y vuelve a venir. Es sincrónica y recurrente. Mi neurosis me impele a dejar todo como está, a no intentar fracturar nuestra peculiar simbiosis. Si descubro su significado, perderá todo su atractivo.
No. Me siento, escribo, y sé que, entre página y página, otra llamada volverá a sorprenderme. Como antes. Como siempre.