Me alejo del escritorio para buscar café. Camino hasta la cocina con una mal disimulada sonrisa de satisfacción por el progreso logrado. La mañana ha sido productiva: dos capítulos consecutivos con pocas tachaduras. Mis dedos se sienten encalambrados, pero felices. He alcanzado un buen ritmo y a este paso es probable que alcance el plot point final en poco tiempo. Me intereso ahora en dejar que la historia avance, que rebose la página, se amolde al resto casi con vida propia. El café no está muy caliente y eso me saca otra sonrisa, provoca una extraña necesidad por regresar a mi puesto y revisar lo que ya escribí; pero sé que no debo abusar de las musas, que debo tomar pausas necesarias para evaluar el trabajo.
Mientras me acomodo en la silla y le busco puesto a la taza tibia, mis ojos tropiezan con la caja de las pinturas y un par de lienzos; todo el material pictórico reposa en un rincón de la habitación, como esperando a que otras musas diferentes despierten de su letargo y me impulsen a motear mis dedos con tonalidades oleosas y brillantes. Los recuerdos de una época manchada llegan en suaves contrastes superpuestos: las sesiones con el artista que moderaba mis lecciones, las tardes suspendidas entre el lienzo a medio llenar y los objetos disímiles que ofrecían sus contornos para guiar mis pinceles; se trata de evocaciones tranquilas que llegan a través de música clásica y el estudio de las técnicas adecuadas para representar otra realidad alterna.
Mi vista va desde el estuche multicolor hasta las páginas llenas con una letra pausada y familiar; pienso que me he limitado a intercambiar las habilidades de un arte por el otro, que el bolígrafo sustituyó las acuarelas sin traumas ni sacrificios. Pero a medio camino descubro que la divergencia es sólo aparente, difuminada. La tarea del escritor no difiere tanto de la del pintor: ambos deben esforzarse por plasmar con fidelidad una imagen que se mueve inquieta entre los pliegues de la memoria; los dos necesitan echar mano a dosis excesivas de disciplina para cuidar el trazo de los personajes, el tono utilizado en las características, la composición adecuada para alcanzar un equilibrio cromático entre las líneas y las formas. En fin, ensuciarse mucho, borrar y volver a empezar, una y otra vez.
El resultado final nunca será satisfactorio; siempre se querrá cambiar un color, agregar otra escena, diluir una tonalidad, desaparecer un personaje, cambiar el punto de vista, rodar algún signo de puntuación, alcanzar un acabado diferente al que se tenía en un principio. Pero allí radica la belleza de la creación, en esa metamorfosis constante y pasajera que amenaza y auspicia el trabajo. Se trata de una labor sin comienzo ni punto decisivo que cierre el párrafo. Existen las variaciones, la sustitución de un fondo, la superposición de nuevos colores.
En la medida en que regreso a las páginas escritas pienso que es preciso agregar los nuevos capítulos con pinceladas sueltas, cuidando también la linealidad en la historia, pero entiendo que se asemeja a un trabajo en progreso. Intuyo que otros capítulos serán anexados con cuidado, incorporados a la labor creativa con atención a los detalles y las líneas hechas. Y de vez en cuando uno debe alejarse, dejar que la pintura fresca se seque sobre el lienzo, para regresar luego y comprobar si la mixtura resulta satisfactoria, si existe coherencia entre las partes; así, paso a paso, se podrá llegar a una posible conclusión que llene las expectativas. A lo largo del trayecto serán precisos unos retoques aquí y otros más allá, hasta que la visión entera casi se desborde del marco que hemos escogido, que adquiera esa vida propia que anhelamos transmitir y que en contadas ocasiones se logra.
Mientras me acomodo en la silla y le busco puesto a la taza tibia, mis ojos tropiezan con la caja de las pinturas y un par de lienzos; todo el material pictórico reposa en un rincón de la habitación, como esperando a que otras musas diferentes despierten de su letargo y me impulsen a motear mis dedos con tonalidades oleosas y brillantes. Los recuerdos de una época manchada llegan en suaves contrastes superpuestos: las sesiones con el artista que moderaba mis lecciones, las tardes suspendidas entre el lienzo a medio llenar y los objetos disímiles que ofrecían sus contornos para guiar mis pinceles; se trata de evocaciones tranquilas que llegan a través de música clásica y el estudio de las técnicas adecuadas para representar otra realidad alterna.
Mi vista va desde el estuche multicolor hasta las páginas llenas con una letra pausada y familiar; pienso que me he limitado a intercambiar las habilidades de un arte por el otro, que el bolígrafo sustituyó las acuarelas sin traumas ni sacrificios. Pero a medio camino descubro que la divergencia es sólo aparente, difuminada. La tarea del escritor no difiere tanto de la del pintor: ambos deben esforzarse por plasmar con fidelidad una imagen que se mueve inquieta entre los pliegues de la memoria; los dos necesitan echar mano a dosis excesivas de disciplina para cuidar el trazo de los personajes, el tono utilizado en las características, la composición adecuada para alcanzar un equilibrio cromático entre las líneas y las formas. En fin, ensuciarse mucho, borrar y volver a empezar, una y otra vez.
El resultado final nunca será satisfactorio; siempre se querrá cambiar un color, agregar otra escena, diluir una tonalidad, desaparecer un personaje, cambiar el punto de vista, rodar algún signo de puntuación, alcanzar un acabado diferente al que se tenía en un principio. Pero allí radica la belleza de la creación, en esa metamorfosis constante y pasajera que amenaza y auspicia el trabajo. Se trata de una labor sin comienzo ni punto decisivo que cierre el párrafo. Existen las variaciones, la sustitución de un fondo, la superposición de nuevos colores.
En la medida en que regreso a las páginas escritas pienso que es preciso agregar los nuevos capítulos con pinceladas sueltas, cuidando también la linealidad en la historia, pero entiendo que se asemeja a un trabajo en progreso. Intuyo que otros capítulos serán anexados con cuidado, incorporados a la labor creativa con atención a los detalles y las líneas hechas. Y de vez en cuando uno debe alejarse, dejar que la pintura fresca se seque sobre el lienzo, para regresar luego y comprobar si la mixtura resulta satisfactoria, si existe coherencia entre las partes; así, paso a paso, se podrá llegar a una posible conclusión que llene las expectativas. A lo largo del trayecto serán precisos unos retoques aquí y otros más allá, hasta que la visión entera casi se desborde del marco que hemos escogido, que adquiera esa vida propia que anhelamos transmitir y que en contadas ocasiones se logra.
Mis palabras de colores manchan el papel con imágenes maravillosas; esto es muy subjetivo, por supuesto. Por ahora apenas me contento en descifrar matices nuevos, experimentar con otras gradaciones, distintas tonalidades narrativas. Total, siempre se puede echar mano a la trementina y empezar otra vez. Nada es definitivo, ni siquiera sobre una tela tan rugosa.
2 comentarios:
Encantador el texto, amigo.
En cualquier caso, la cosa sería estar a la altura de los dones recibidos. Pintando, escribiendo, pero a la altura.
Ud, son su dedicación, lo está y me alegra. Me alegra que la novela avance y que la pintura espere.
me pierdo en tu texto que me llega gracias a la curiosidad de una amiga. Mientras tomo mi propio café y no dejo de sorprenderme, puesto que tu texto lleva el nombre de mi blog.
Seguiré el tuyo.
Publicar un comentario