Las primeras cajas salen con renuencia. Hay que quitar los sellos, leer las etiquetas, organizar su contenido para no confundirse. El árbol viene después. Es un trabajo lento porque el que tenemos en casa mide más de dos metros. Eso significa mucha paciencia, mucha coordinación, pero me conformo con el ánimo reinante. Luego de las experiencias desagradables de este año, es un gesto positivo que mi familia vea con buenos ojos las intenciones de sacudirse los últimos meses y prepararse para la llegada de
Toda la sala se inunda de papel multicolor, cascanueces, campanas doradas, cestas con bolas de distintos tamaños; es como si un aire festivo se colara por las ventanas que antes permanecían herméticamente cerradas, o un rayo de luz después de una tormenta quejumbrosa. Los aguinaldos que suenan en el reproductor ayudan en la faena. Veo que mamá sonríe, se entusiasma, define la tonalidad de la decoración. Eso es suficiente para mí. Mamá piensa en los regalos que debe comprar, los enumera en voz alta, dice que debemos ir un día hasta Valencia para visitar una tienda especializada en objetos de Navidad. Yo digo que sí.
Papá fluye detrás de ella. Asiente. Sonríe. Me gusta esta sensación de renovar el ambiente, despejar las telarañas del suspenso, abandonar por un día el luto y los recuerdos desagradables. Escribo sobre ello porque es la forma que he escogido para enfrentar mis vivencias. Celebro que mamá no rememore el asalto. Es bueno que papá asimile mejor la muerte del abuelo. La decoración y los villancicos y la presencia formal del árbol gigante nos empujan hacia delante, porque la vida sigue su curso, otras escenas, otras sensaciones, otros momentos de equilibrio precario.
Mis amigas de Valencia han definido este año como un annus horribilis. Coincido con ellas. Todas ansían despedir estos doce meses con fanfarrias y canciones. Ellas esperan que el año próximo sea diferente, con menos sobresaltos, menos robos, más armonía y sosiego. De una u otra forma, cada uno de nosotros entiende que el vaivén político está allí, agazapado detrás de la puerta; que la economía no mejora; que el clima se ensaña con algunas regiones sin conmiseración; no hay que evadirlo. Pero, hoy, me limito a contemplar el bazar navideño en que se ha transformado mi casa, escuchar las gaitas, sonreír por encima de todo, esperar que el año entrante sea distinto, gozar con esta pequeña burbuja de intemporalidad que nos contiene. Me aferro a eso. Todo lo demás tendrá que esperar hasta mañana.
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