La luz pasa a través de los seres desgarrados.
Jacques Audiard.
Mis ojos tropiezan con los suyos en medio de títulos y autores. Ninguno de los dos dice nada, apenas un parpadeo, con la certeza de reconocernos colgada entre las pestañas. Ella sonríe primero. Yo igualo su gesto sin dificultad. Nos abrazamos. Por primera vez descubro que todo su cuerpo puede transformarse en una mirada intensa, atenta, una visión que arropa por completo. Pocas veces antes tropecé con una sensación similar: saberse escuchado por completo, intuirse el centro de un universo particular, momentáneo. Imagino que estoy junto a una mujer especial, particular. Antes de que finalice nuestro encuentro lograré confirmar mis sospechas a través de una sonrisa secreta.
Ella escribe poemas cortos. Me gusta leer sus versos. Ella se ha convertido en la puerta que conduce hacia otras dimensiones literarias. Allí están Pavese, Bukowski y Eliot; Pizarnik no, porque ambos creemos que es muy densa, muy trágica. También está el espejo de nuestros escritos; ella quiere amplificar, lograr un eco de las primeras líneas, mientras a mí me toca jugar con la contención, suprimir para alcanzar la esencia, el golpe certero de una sola frase. Nos reflejamos sin distorsión, reconociéndonos, alargando las sombras de las palabras.
Más adelante, esta mujer singular se escapa para atender una llamada. Fuma un cigarrillo mientras suelta comentarios rápidos, ligeros. Lleva colores tostados, tonalidades terrosas, pinceladas cálidas que envuelven un cuerpo flexible y vigoroso. Me uno a su placer taciturno, intercambiamos otras ideas, un vicio dual de nicotina y literatura. A medida que la charla avanza queda la sensación de que hay mucho todavía por descubrir, similitudes, paralelismos, vivencias tangenciales en estos destinos cruzados. Presiento que existe la posibilidad de un laberinto, una isla en medio del desierto, un oasis de arena y versos espontáneos.
La presentación a la que hemos asistido se acerca a su fin. Las tazas vacías del café reposan sobre la mesa, con palabras sin pronunciar, con el borde manchado de algunas certezas inexploradas, y los ojos siempre fijos, escrutadores, mirando más allá, reconociendo un encuentro fortuito que no lo es tanto como creíamos. De vez en cuando sucede así, el tropiezo con otra alma intuitiva, una puerta que se abre hacia otras dimensiones, hojas escritas que se comparten sin tinta ni papel. Al final, ella parte rápido, escabulléndose entre otros asistentes y otras miradas esquivas. Me deja un sabor agridulce en la boca.
Hubiese querido seguir conversando. Habría preferido que la mañana se transformara en tarde detrás de sus párpados. Pero la misma seguridad que me atrajo hacia ella se encarga de susurrar sobre otros tropiezos inesperados, traspasar las páginas iniciales para alcanzar el meollo del asunto, el nudo de la trama. Sólo queda esperar por el momento oportuno. Mientras tanto, nos queda la poesía y las lecturas sugeridas. Es un buen comienzo.
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