El sol de la mañana acaricia con disimulo
la grama del cementerio. Aquí y allá arranca destellos de las placas
conmemorativas dispuestas sobre las tumbas. El camposanto se ha llenado rápido,
según la cantidad de espacio libre que se va reduciendo desde la última vez que
vine. Soy renuente para acudir a funerales, pero esta vez era necesario. Permanezco
en el límite de los congregados, ni muy cerca ni muy lejos, lo suficiente para
escuchar lo que dice el sacerdote sobre la vida eterna y al mismo tiempo distraer
la vista con lo que me rodea: el movimiento cadencioso de los árboles, el ruido
de las flores, algunos pájaros en las ramas que insisten en sus chillidos, la
imagen de mis amigos cabizbajos y tristes por la muerte del padre con la voz de
hierro y las pupilas acuciosas. Es una mañana de sábado bastante agridulce. Aquí
estamos, reunidos de nuevo, después de 20 años, con los hombros caídos y los
recuerdos a flor de piel. Y es un sábado, como antes.
Lo recuerdo llegando tarde, en la
madrugada, cuando estábamos a mitad del juego de dominó, alegre, con ganas de
conversar y reacio a irse a la cama. Se sentaba con confianza (era su casa,
además), preguntando cómo estábamos, cómo iba el juego, viéndonos con cariño
paternal: sus hijos y los muchachos, así éramos siempre, el mismo grupo de
chicos heterogéneos que ocupaba el porche con una mesa y una cava llena de
cervezas al lado, entre risas y chistes de mal gusto. Él nos hablaba entonces
de política, de otros juegos de dominó, sus propias reminiscencias juveniles
superpuestas sobre las nuestras. Se quedaba un rato, quizás se tomara una
cerveza, algunas veces esperaba hasta el final de la partida y jugaba contra el
equipo vencedor cuando yo le cedía mi puesto. Y reíamos, reíamos con ganas, sin
apuro, irresponsablemente.
Antes, ese mismo sábado, solíamos ir
hasta el río después del mediodía. Era una práctica corriente para salir de la
rutina estudiantil de cada semana. Entre todos reuníamos para comprar una
botella de ron y paliar el frío de cada inmersión. Roberto, Gonzalo, Ernesto,
Simonote, Augusto… todos, sin falta, sin excusas. Recuerdo bien el frío a pesar
del sol vespertino, el sabor áspero del ron bebido a pico de botella, los
colores de la ropa interior de cada uno, el placer de esos primeros cigarrillos
fumados con resabios de culpabilidad adolescente, la libertad que nos brindaba
el entorno tan silvestre y solitario, lejos del pueblo. Éramos tan felices y no
lo sabíamos. Alguna vez quise escribir sobre esos días, encapsular en una
página la esencia de lo vivido, pero me pareció que en cada intento siempre
quedaba algo importante por fuera, como si fuera un pintor que se esfuerza por
lograr el pigmento ideal de una visión y no lo logra, y después ya no lo
intenta más. Pero los recuerdos permanecen allí, las risas, los cuerpos
temblorosos sobre las piedras, el rumor del agua bajando por la cascada, la
botella medio vacía a un lado y el paquete de cigarrillos con la boca abierta
en una invitación clandestina. Nos quedábamos en el río hasta el final de la
tarde, cuando el hambre atacaba porque ninguno se acordaba de llevar
bastimentos; lo que no podía faltar era el ron y la nicotina.
Regresábamos apretujados en el carro de
turno: algunas veces en el de mi madre y otras en el de la mamá de los Murillo;
dando codazos, preguntando por la botella, pidiendo un último cigarrillo,
escuchando la misma mezcla ecléctica de cada fin de semana: Skid Row, Bon Jovi,
Desorden Público, Sentimiento Muerto, Queen, R. E. O. Speedwagon, Journey, Bad
English, La Polla Records y otros grupos. Nos separábamos en la casa de los
Murillo para que cada quien fuera hasta su casa, se bañara, comiera algo,
desestimara los alegatos familiares sobre salir de nuevo y regresara al porche
conocido que nos recibía cada sábado en la noche para jugar hasta la madrugada,
hasta que el progenitor llegara chispeante y se incorporara al partido de
piezas blanquinegras. Hay quien pudiera definirlo como una rutina aburrida,
pero nosotros nunca nos cansamos de eso. Corría el año 1990… ¿o era el 91?
Lo que no recuerdo es el comienzo del fin
de esos gloriosos asuetos sabatinos. ¿Quién fue el primero que faltó? ¿Quién
fue el segundo que dejó de asistir? ¿Cuándo se hizo costumbre que ya no nos
reuniéramos para ir al río en las tardes y jugar dominó en las noches? Creo que
tuvo que ver con el paso hacia la universidad, con que cada uno saliera del
pueblo para irse a estudiar en otra parte, y después todo lo que quedó fue una
llamada telefónica de vez en cuando, un saludo retardado, una promesa dilatada
de volvernos a ver; siempre sucede igual, y nosotros no fuimos la excepción. Después,
cada uno siguió su propio camino. Hasta ahora, hasta el pasado viernes, cuando
los viejos números repicaron de nuevo con una noticia inesperada. Lo curioso es
que todos vamos a morir, pero la muerte siempre resulta una sorpresa mal
recibida.
Mientras bajan el féretro hasta la fosa
miro los rostros de mis amigos. Es sábado por la mañana. Me pregunto si alguno
piensa en los antiguos paseos hasta el río o en los juegos de dominó, pero
supongo que el duelo aparta todo eso. Luego, conforme juntan las flores sobre
la tumba, noto que Augusto conversa en voz baja con Roberto y Gonzalo, supongo
que se trata de un pésame tardío, una despedida repetida antes de que cada
quien tome su rumbo de vuelta al presente. Es lógico. Es natural. Y es
lamentable que nos toque este reencuentro en un sitio tan fúnebre. Hubiese preferido
que sucediera en otra parte, bajo otras circunstancias. Entonces Roberto se
acerca y pregunta si debo irme al terminar el funeral, si tengo que partir; le
explico que vivo allí, que no pienso irme, que lo lamento por los Murillo. Él dice
que Augusto le ha pedido reunirnos en su casa, que nos invita a todos, que
pasemos la tarde allí y juguemos dominó un rato, que lo hagamos por su padre,
que a él le hubiese gustado. Lo miro y sonrío. Gonzalo aparece junto a nosotros
y pasa su brazo por encima de mis hombros. Dice que se unirá al juego, que tal
vez podamos comprar una botella de ron para trasegar la mala noticia. Pienso en
silencio que los funerales en la provincia no son tan sofisticados como en
Caracas o en Valencia y que cada familia lleva el duelo a su manera. Miro sus
rostros, descubro que el tiempo deja sus huellas, pero tal vez, en el fondo,
algo de lo vivido permanece intacto, inalterable, y digo que sí, que yo también
iré a jugar unas partidas de dominó en memoria del despedido. Y el sol de la
mañana nos empuja hacia delante y también hacia atrás, fuera del cementerio.