Es sábado. Para muchos, un día de
merecido descanso, un día para relajarse en casa y olvidarse de la febril
semana que queda detrás, un día para vegetar en la cama hasta tarde; no tengo
nada en contra de esas actividades, aclaro, pero mi mañana comenzó temprano sin
pedirme permiso. La luminosidad de la habitación me empujó hacia fuera, al café
tibio en la cocina, al desayuno frugal sin sentarme, quisquilloso, como si mi
cuerpo anticipara el súbito deseo de salir, de estirar los músculos, recibir el
viento en la cara y caminar bajo el compás de un animado soundtrack callejero. Hay mañanas donde los minutos corren y te
arrastran con atrevimiento. Mientras me bebía el café mi mente evocó las líneas
iniciales de La señora Dalloway,
donde Clarissa se enfrenta a un Londres matutino y dinámico, y las busqué en mi
biblioteca:
«En los ojos de la gente, en el ir y
venir y el ajetreo; en el griterío y el zumbido; los carruajes, los
automóviles, los autobuses, los camiones, los hombres anuncio que arrastran los
pies y se balancean; las bandas de viento; los órganos; en el triunfo, en el
campanilleo y en el alto y extraño canto de un avión en lo alto, estaba lo que
ella amaba: la vida. Londres, este instante de junio».
Sí, eso era: el murmullo de la gente, la
ebullición de las calles y avenidas, la cacofonía de cornetas, sirenas y pitos
de los fiscales del tránsito, los gritos de los vendedores ambulantes, todo
mezclado, unificado y vuelto a separar en sonidos amontonados. La vida. La explosión
humana. La serpiente que nunca se detiene. La ola que jamás cesa de romper con
frenesí. Una melodía urbana atractiva y sugerente, aunque de vez en cuando uno
se queje por el barullo y las estridencias. Pero el café se acaba y mientras me
visto planifico lo que haré y dónde iré: un par de horas en la oficina para
adelantar el proyecto que tengo entre las manos, una vuelta por la librería
para saber si llegaron títulos nuevos, tal vez un almuerzo ligero en un sitio
diferente, una sonrisa que se escapa aquí, un “buenos días” por allá, la espera
ante el semáforo para cruzar con la luz adecuada, la batería cargada del
BlackBerry, notas apresuradas en un papel para escribir esta nota con calma,
una ducha de agua fría para espantar la flojera remanente, las llaves del
apartamento dentro del bolso.
Pasar la mañana del sábado en la cama
tiene su atractivo, no lo niego; pero la vida allá afuera es como un amigo del
liceo que te incita a hacer cosas que no harías por cuenta propia, ese amigo
que todas las madres catalogan de “malaconducta” y “rebelde”, y que no puedes
dejar de tratar a pesar de todas las prohibiciones maternas. En la calle se
oculta la sorpresa de un encuentro fortuito, un rostro atractivo, una forma de
caminar, una charla oída subrepticiamente, un aroma al cruzar una esquina, la
cascada de una risa ajena, una visión fugaz a través de la acera, el color del
pavimento caliente, el azul del cielo que se escurre por los costados, las
ideas interesantes que surgen en medio de la caminata, justo cuando menos las
esperas y tienes que arrimarte a un costado para escribirlas con rapidez, antes
de que el flujo vehicular se las lleve en su corriente incesante. Todo explota.
Es probable que antes del final de la
tarde quiera regresar a la comodidad del apartamento, añorando un descanso que
pasé por alto al despertarme, pero lo que reciba, lo que descubra, lo que huela
y saboree compensará cualquier queja vespertina. Además, ¿qué puede ser mejor
que la sorpresa de lo desconocido, eso que ignoramos y espera en la otra
esquina? Hoy no quiero pensar en la delincuencia, en los desmanes presidenciales,
en la economía, en elecciones o en las llamaradas solares que nos alcanzarán en
la tarde; hoy prefiero concentrarme en el segundo exacto de mi respiración, en
la textura del piso bajo mis pies… en este pueblo, en la vida, en este instante
de enero.
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