21 de enero de 2012

Entropía de un sábado.


Es sábado. Para muchos, un día de merecido descanso, un día para relajarse en casa y olvidarse de la febril semana que queda detrás, un día para vegetar en la cama hasta tarde; no tengo nada en contra de esas actividades, aclaro, pero mi mañana comenzó temprano sin pedirme permiso. La luminosidad de la habitación me empujó hacia fuera, al café tibio en la cocina, al desayuno frugal sin sentarme, quisquilloso, como si mi cuerpo anticipara el súbito deseo de salir, de estirar los músculos, recibir el viento en la cara y caminar bajo el compás de un animado soundtrack callejero. Hay mañanas donde los minutos corren y te arrastran con atrevimiento. Mientras me bebía el café mi mente evocó las líneas iniciales de La señora Dalloway, donde Clarissa se enfrenta a un Londres matutino y dinámico, y las busqué en mi biblioteca:

«En los ojos de la gente, en el ir y venir y el ajetreo; en el griterío y el zumbido; los carruajes, los automóviles, los autobuses, los camiones, los hombres anuncio que arrastran los pies y se balancean; las bandas de viento; los órganos; en el triunfo, en el campanilleo y en el alto y extraño canto de un avión en lo alto, estaba lo que ella amaba: la vida. Londres, este instante de junio».

Sí, eso era: el murmullo de la gente, la ebullición de las calles y avenidas, la cacofonía de cornetas, sirenas y pitos de los fiscales del tránsito, los gritos de los vendedores ambulantes, todo mezclado, unificado y vuelto a separar en sonidos amontonados. La vida. La explosión humana. La serpiente que nunca se detiene. La ola que jamás cesa de romper con frenesí. Una melodía urbana atractiva y sugerente, aunque de vez en cuando uno se queje por el barullo y las estridencias. Pero el café se acaba y mientras me visto planifico lo que haré y dónde iré: un par de horas en la oficina para adelantar el proyecto que tengo entre las manos, una vuelta por la librería para saber si llegaron títulos nuevos, tal vez un almuerzo ligero en un sitio diferente, una sonrisa que se escapa aquí, un “buenos días” por allá, la espera ante el semáforo para cruzar con la luz adecuada, la batería cargada del BlackBerry, notas apresuradas en un papel para escribir esta nota con calma, una ducha de agua fría para espantar la flojera remanente, las llaves del apartamento dentro del bolso.

Pasar la mañana del sábado en la cama tiene su atractivo, no lo niego; pero la vida allá afuera es como un amigo del liceo que te incita a hacer cosas que no harías por cuenta propia, ese amigo que todas las madres catalogan de “malaconducta” y “rebelde”, y que no puedes dejar de tratar a pesar de todas las prohibiciones maternas. En la calle se oculta la sorpresa de un encuentro fortuito, un rostro atractivo, una forma de caminar, una charla oída subrepticiamente, un aroma al cruzar una esquina, la cascada de una risa ajena, una visión fugaz a través de la acera, el color del pavimento caliente, el azul del cielo que se escurre por los costados, las ideas interesantes que surgen en medio de la caminata, justo cuando menos las esperas y tienes que arrimarte a un costado para escribirlas con rapidez, antes de que el flujo vehicular se las lleve en su corriente incesante. Todo explota.

Es probable que antes del final de la tarde quiera regresar a la comodidad del apartamento, añorando un descanso que pasé por alto al despertarme, pero lo que reciba, lo que descubra, lo que huela y saboree compensará cualquier queja vespertina. Además, ¿qué puede ser mejor que la sorpresa de lo desconocido, eso que ignoramos y espera en la otra esquina? Hoy no quiero pensar en la delincuencia, en los desmanes presidenciales, en la economía, en elecciones o en las llamaradas solares que nos alcanzarán en la tarde; hoy prefiero concentrarme en el segundo exacto de mi respiración, en la textura del piso bajo mis pies… en este pueblo, en la vida, en este instante de enero.

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