29 de enero de 2012

Después del funeral.


El sol de la mañana acaricia con disimulo la grama del cementerio. Aquí y allá arranca destellos de las placas conmemorativas dispuestas sobre las tumbas. El camposanto se ha llenado rápido, según la cantidad de espacio libre que se va reduciendo desde la última vez que vine. Soy renuente para acudir a funerales, pero esta vez era necesario. Permanezco en el límite de los congregados, ni muy cerca ni muy lejos, lo suficiente para escuchar lo que dice el sacerdote sobre la vida eterna y al mismo tiempo distraer la vista con lo que me rodea: el movimiento cadencioso de los árboles, el ruido de las flores, algunos pájaros en las ramas que insisten en sus chillidos, la imagen de mis amigos cabizbajos y tristes por la muerte del padre con la voz de hierro y las pupilas acuciosas. Es una mañana de sábado bastante agridulce. Aquí estamos, reunidos de nuevo, después de 20 años, con los hombros caídos y los recuerdos a flor de piel. Y es un sábado, como antes.

Lo recuerdo llegando tarde, en la madrugada, cuando estábamos a mitad del juego de dominó, alegre, con ganas de conversar y reacio a irse a la cama. Se sentaba con confianza (era su casa, además), preguntando cómo estábamos, cómo iba el juego, viéndonos con cariño paternal: sus hijos y los muchachos, así éramos siempre, el mismo grupo de chicos heterogéneos que ocupaba el porche con una mesa y una cava llena de cervezas al lado, entre risas y chistes de mal gusto. Él nos hablaba entonces de política, de otros juegos de dominó, sus propias reminiscencias juveniles superpuestas sobre las nuestras. Se quedaba un rato, quizás se tomara una cerveza, algunas veces esperaba hasta el final de la partida y jugaba contra el equipo vencedor cuando yo le cedía mi puesto. Y reíamos, reíamos con ganas, sin apuro, irresponsablemente.

Antes, ese mismo sábado, solíamos ir hasta el río después del mediodía. Era una práctica corriente para salir de la rutina estudiantil de cada semana. Entre todos reuníamos para comprar una botella de ron y paliar el frío de cada inmersión. Roberto, Gonzalo, Ernesto, Simonote, Augusto… todos, sin falta, sin excusas. Recuerdo bien el frío a pesar del sol vespertino, el sabor áspero del ron bebido a pico de botella, los colores de la ropa interior de cada uno, el placer de esos primeros cigarrillos fumados con resabios de culpabilidad adolescente, la libertad que nos brindaba el entorno tan silvestre y solitario, lejos del pueblo. Éramos tan felices y no lo sabíamos. Alguna vez quise escribir sobre esos días, encapsular en una página la esencia de lo vivido, pero me pareció que en cada intento siempre quedaba algo importante por fuera, como si fuera un pintor que se esfuerza por lograr el pigmento ideal de una visión y no lo logra, y después ya no lo intenta más. Pero los recuerdos permanecen allí, las risas, los cuerpos temblorosos sobre las piedras, el rumor del agua bajando por la cascada, la botella medio vacía a un lado y el paquete de cigarrillos con la boca abierta en una invitación clandestina. Nos quedábamos en el río hasta el final de la tarde, cuando el hambre atacaba porque ninguno se acordaba de llevar bastimentos; lo que no podía faltar era el ron y la nicotina.

Regresábamos apretujados en el carro de turno: algunas veces en el de mi madre y otras en el de la mamá de los Murillo; dando codazos, preguntando por la botella, pidiendo un último cigarrillo, escuchando la misma mezcla ecléctica de cada fin de semana: Skid Row, Bon Jovi, Desorden Público, Sentimiento Muerto, Queen, R. E. O. Speedwagon, Journey, Bad English, La Polla Records y otros grupos. Nos separábamos en la casa de los Murillo para que cada quien fuera hasta su casa, se bañara, comiera algo, desestimara los alegatos familiares sobre salir de nuevo y regresara al porche conocido que nos recibía cada sábado en la noche para jugar hasta la madrugada, hasta que el progenitor llegara chispeante y se incorporara al partido de piezas blanquinegras. Hay quien pudiera definirlo como una rutina aburrida, pero nosotros nunca nos cansamos de eso. Corría el año 1990… ¿o era el 91?

Lo que no recuerdo es el comienzo del fin de esos gloriosos asuetos sabatinos. ¿Quién fue el primero que faltó? ¿Quién fue el segundo que dejó de asistir? ¿Cuándo se hizo costumbre que ya no nos reuniéramos para ir al río en las tardes y jugar dominó en las noches? Creo que tuvo que ver con el paso hacia la universidad, con que cada uno saliera del pueblo para irse a estudiar en otra parte, y después todo lo que quedó fue una llamada telefónica de vez en cuando, un saludo retardado, una promesa dilatada de volvernos a ver; siempre sucede igual, y nosotros no fuimos la excepción. Después, cada uno siguió su propio camino. Hasta ahora, hasta el pasado viernes, cuando los viejos números repicaron de nuevo con una noticia inesperada. Lo curioso es que todos vamos a morir, pero la muerte siempre resulta una sorpresa mal recibida.

Mientras bajan el féretro hasta la fosa miro los rostros de mis amigos. Es sábado por la mañana. Me pregunto si alguno piensa en los antiguos paseos hasta el río o en los juegos de dominó, pero supongo que el duelo aparta todo eso. Luego, conforme juntan las flores sobre la tumba, noto que Augusto conversa en voz baja con Roberto y Gonzalo, supongo que se trata de un pésame tardío, una despedida repetida antes de que cada quien tome su rumbo de vuelta al presente. Es lógico. Es natural. Y es lamentable que nos toque este reencuentro en un sitio tan fúnebre. Hubiese preferido que sucediera en otra parte, bajo otras circunstancias. Entonces Roberto se acerca y pregunta si debo irme al terminar el funeral, si tengo que partir; le explico que vivo allí, que no pienso irme, que lo lamento por los Murillo. Él dice que Augusto le ha pedido reunirnos en su casa, que nos invita a todos, que pasemos la tarde allí y juguemos dominó un rato, que lo hagamos por su padre, que a él le hubiese gustado. Lo miro y sonrío. Gonzalo aparece junto a nosotros y pasa su brazo por encima de mis hombros. Dice que se unirá al juego, que tal vez podamos comprar una botella de ron para trasegar la mala noticia. Pienso en silencio que los funerales en la provincia no son tan sofisticados como en Caracas o en Valencia y que cada familia lleva el duelo a su manera. Miro sus rostros, descubro que el tiempo deja sus huellas, pero tal vez, en el fondo, algo de lo vivido permanece intacto, inalterable, y digo que sí, que yo también iré a jugar unas partidas de dominó en memoria del despedido. Y el sol de la mañana nos empuja hacia delante y también hacia atrás, fuera del cementerio.

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