Todos nos hemos enamorado alguna vez. Quien
diga que nunca se ha sentido debilitado por una pasión desmedida es un soberano
embustero. Pienso ahora en la sudoración en las manos, el ritmo cardíaco
acelerado antes de un encuentro, el vacío en la boca del estómago frente a un
tropiezo callejero inesperado con esa otra persona. Todo suma, nada resta. Y enamorarse
en la juventud es mucho más arriesgado porque se carece de la experiencia que
brindan los años. El punto es que yo andaba descocado, allá en la mitad de mis
20’s, por una piel lechosa y unos ojos aguarapados. Todo giraba en torno a esa
mirada larga, los gestos ambivalentes frente a mi rostro y la inminente
posibilidad de un beso postergado. Mañana, tarde y noche se amalgamaban en el
mismo deseo por sumergirme bajo esa carne sonrosada y tibia. Vainas de
muchacho, pues.
Después de varios meses de ambiguo
acercamiento y alejamiento, disfrutando del juego de una seducción progresiva,
choqué de frente con una realidad incómoda: estaba enamorado solo. Hice lo
indecible por llamar su atención de nuevo, por mostrarme interesante, decir
frases luminosas y lisonjeras, pero nada. Nada. Me consumía bajo el peso de la
frustración sentimental. ¿Hay algo más punzante que un corazón caprichoso? Y los
sucesivos y lentos encuentros tampoco ayudaron. Seguimos siendo amigos, amigos
igual que en las canciones donde te cuentan incluso las penas por otro amor no
correspondido, y yo ahí, como un pendejo, escuchando sus quejas, queriendo
creer que en cualquier momento se voltearía la tortilla y los párpados se
alzarían para mirarme de frente y reconocer eso que yo tenía y quería ofrecer. Pero
nada. Nada. Meses muertos de un año indeterminado.
Una noche, después de salir en grupo,
intenté acercarme de nuevo, envalentonado por unos tragos de vodka sin jugo de
naranja. La declaración fue torpe, arriesgada, ingenua, porque ya mi cuerpo no
aguantaba más dilaciones y silencios. Tener que vernos casi todas las noches y
saber que había un muro entre nosotros se hizo insoportable. Todavía me gustaba
creer en el poder del verbo honesto, del corazón desnudo y los benditos finales
felices. Y lo juro que hasta el último momento creí que podía salirme con la
mía. El amor todo lo vence, me decía en susurros antes de lanzarme de cabeza
por aquel barranco emocional. Por supuesto, salí con las tablas en la cabeza,
¿para qué negarlo? Todo lo que obtuve fue un ceño fruncido y unas palabras
altaneras que se suponía eran para ubicarme en el espacio. Eso me pasaba por
pendejo, me dije casi enseguida, cabizbajo, mientras recogía lo poco que
quedaba de mi dignidad maltrecha. Santo remedio.
Esa misma noche, mucho después, me
conseguí con una buena amiga, una de ésas que te pone la vida en el camino para
ayudarte a ordenar los estropicios y sacudirte el polvo de la caída. Ella me
escuchó en silencio, asintiendo una que otra vez, sin apartar los ojos de mis
lloriqueos. Porque lloré, no me avergüenza decirlo; lloré con amargura, con
desesperación, como si la existencia se me acabara al romper el alba, sin medir
la calidad del melodrama que desplegaba infantilmente frente a ella. Me sentía
muy mal, muy cansado, muy abatido para creer que al día siguiente podía ver
todo bajo otra perspectiva diferente. Lo único que importaba era el dolor agudo
que me cortaba la respiración, el mismo que se transformaba en oleadas de
malestar físico que rebotaban por todo mi cuerpo. Entonces, ella habló.
Preguntó si yo recordaba que su madre
había muerto pocos meses atrás, y dije que sí, entre sorbos de moco mal disimulados.
Sin dejar de verme, dijo que tener a mi madre viva era un privilegio muy grande,
porque podía abrazarla y besarla y hablar con ella al regresar a mi casa, pero
que en su caso ya eso no era posible. Recordó lo mucho que esa pérdida la había
afectado, y que aún lo hacía, de vez en cuando; pero enfatizó de nuevo que mi
madre seguía viva y era la única que, si nos poníamos a ver, se merecía mis
infatigables lágrimas. Luego mi llanto cesó como si hubiesen cerrado la llave
del grifo. Nos vimos en silencio; supongo que mi amiga esperaba a que la luz se
abriera entre tantas nubes oscuras. Y lo hizo, claro que sí.
Me sentí tan estúpido, tan trivial, tan
despojado de todas mis seguridades. Ella tenía razón: mi madre estaba viva, la
mujer que me había dado la vida, la misma que me aceptaba sin reservas ni
recelos, que tan poco pedía a cambio por abrazarme en medio de refunfuños y
músculos tensos de mi parte, y que creía en mí ciegamente. Mi madre. Pensé en
la ternura de sus brazos, en la mirada serena de sus ojos, en la absoluta
certeza de saber que ella intuía mis pensamientos incluso antes de que yo los
pronunciara. Ella estaba viva, en mi casa, tal vez preparando el café tan
sabroso que hacía al amanecer. Y sentí vergüenza, también, porque mi amiga ya
no podía disfrutar de la suya con tanta facilidad. De pronto mis lágrimas se
volvieron fatuas, incluso innecesarias, porque el mazazo me había devuelto la
cordura perdida ante una pasión que no era correspondida.
Tienes razón, le dije. Nos abrazamos muy
fuerte. Y antes de despedirnos le hice una promesa: jamás volvería a llorar así
mientras mi madre estuviera viva, la única que se merecía un despliegue tan
abrumador de llanto y desespero. Eso nunca lo olvidé, hasta el sol de hoy. Creo
que en el fondo, mi amiga no sabe cuánto me ayudó. Y desde entonces, nadie,
nadie, ninguna belleza pasajera, ninguna beldad divina, ningún parpadeo
nervioso, ni siquiera otras pasiones similares y memorables, me ha hecho romper
esa férrea promesa. Tampoco creo que lo haga a estas alturas. Hay prioridades
que quedan marcadas para siempre encima de los lagrimales.