13 de mayo de 2012

A propósito del día de las madres...


Todos nos hemos enamorado alguna vez. Quien diga que nunca se ha sentido debilitado por una pasión desmedida es un soberano embustero. Pienso ahora en la sudoración en las manos, el ritmo cardíaco acelerado antes de un encuentro, el vacío en la boca del estómago frente a un tropiezo callejero inesperado con esa otra persona. Todo suma, nada resta. Y enamorarse en la juventud es mucho más arriesgado porque se carece de la experiencia que brindan los años. El punto es que yo andaba descocado, allá en la mitad de mis 20’s, por una piel lechosa y unos ojos aguarapados. Todo giraba en torno a esa mirada larga, los gestos ambivalentes frente a mi rostro y la inminente posibilidad de un beso postergado. Mañana, tarde y noche se amalgamaban en el mismo deseo por sumergirme bajo esa carne sonrosada y tibia. Vainas de muchacho, pues.

Después de varios meses de ambiguo acercamiento y alejamiento, disfrutando del juego de una seducción progresiva, choqué de frente con una realidad incómoda: estaba enamorado solo. Hice lo indecible por llamar su atención de nuevo, por mostrarme interesante, decir frases luminosas y lisonjeras, pero nada. Nada. Me consumía bajo el peso de la frustración sentimental. ¿Hay algo más punzante que un corazón caprichoso? Y los sucesivos y lentos encuentros tampoco ayudaron. Seguimos siendo amigos, amigos igual que en las canciones donde te cuentan incluso las penas por otro amor no correspondido, y yo ahí, como un pendejo, escuchando sus quejas, queriendo creer que en cualquier momento se voltearía la tortilla y los párpados se alzarían para mirarme de frente y reconocer eso que yo tenía y quería ofrecer. Pero nada. Nada. Meses muertos de un año indeterminado.

Una noche, después de salir en grupo, intenté acercarme de nuevo, envalentonado por unos tragos de vodka sin jugo de naranja. La declaración fue torpe, arriesgada, ingenua, porque ya mi cuerpo no aguantaba más dilaciones y silencios. Tener que vernos casi todas las noches y saber que había un muro entre nosotros se hizo insoportable. Todavía me gustaba creer en el poder del verbo honesto, del corazón desnudo y los benditos finales felices. Y lo juro que hasta el último momento creí que podía salirme con la mía. El amor todo lo vence, me decía en susurros antes de lanzarme de cabeza por aquel barranco emocional. Por supuesto, salí con las tablas en la cabeza, ¿para qué negarlo? Todo lo que obtuve fue un ceño fruncido y unas palabras altaneras que se suponía eran para ubicarme en el espacio. Eso me pasaba por pendejo, me dije casi enseguida, cabizbajo, mientras recogía lo poco que quedaba de mi dignidad maltrecha. Santo remedio.

Esa misma noche, mucho después, me conseguí con una buena amiga, una de ésas que te pone la vida en el camino para ayudarte a ordenar los estropicios y sacudirte el polvo de la caída. Ella me escuchó en silencio, asintiendo una que otra vez, sin apartar los ojos de mis lloriqueos. Porque lloré, no me avergüenza decirlo; lloré con amargura, con desesperación, como si la existencia se me acabara al romper el alba, sin medir la calidad del melodrama que desplegaba infantilmente frente a ella. Me sentía muy mal, muy cansado, muy abatido para creer que al día siguiente podía ver todo bajo otra perspectiva diferente. Lo único que importaba era el dolor agudo que me cortaba la respiración, el mismo que se transformaba en oleadas de malestar físico que rebotaban por todo mi cuerpo. Entonces, ella habló.

Preguntó si yo recordaba que su madre había muerto pocos meses atrás, y dije que sí, entre sorbos de moco mal disimulados. Sin dejar de verme, dijo que tener a mi madre viva era un privilegio muy grande, porque podía abrazarla y besarla y hablar con ella al regresar a mi casa, pero que en su caso ya eso no era posible. Recordó lo mucho que esa pérdida la había afectado, y que aún lo hacía, de vez en cuando; pero enfatizó de nuevo que mi madre seguía viva y era la única que, si nos poníamos a ver, se merecía mis infatigables lágrimas. Luego mi llanto cesó como si hubiesen cerrado la llave del grifo. Nos vimos en silencio; supongo que mi amiga esperaba a que la luz se abriera entre tantas nubes oscuras. Y lo hizo, claro que sí.

Me sentí tan estúpido, tan trivial, tan despojado de todas mis seguridades. Ella tenía razón: mi madre estaba viva, la mujer que me había dado la vida, la misma que me aceptaba sin reservas ni recelos, que tan poco pedía a cambio por abrazarme en medio de refunfuños y músculos tensos de mi parte, y que creía en mí ciegamente. Mi madre. Pensé en la ternura de sus brazos, en la mirada serena de sus ojos, en la absoluta certeza de saber que ella intuía mis pensamientos incluso antes de que yo los pronunciara. Ella estaba viva, en mi casa, tal vez preparando el café tan sabroso que hacía al amanecer. Y sentí vergüenza, también, porque mi amiga ya no podía disfrutar de la suya con tanta facilidad. De pronto mis lágrimas se volvieron fatuas, incluso innecesarias, porque el mazazo me había devuelto la cordura perdida ante una pasión que no era correspondida.

Tienes razón, le dije. Nos abrazamos muy fuerte. Y antes de despedirnos le hice una promesa: jamás volvería a llorar así mientras mi madre estuviera viva, la única que se merecía un despliegue tan abrumador de llanto y desespero. Eso nunca lo olvidé, hasta el sol de hoy. Creo que en el fondo, mi amiga no sabe cuánto me ayudó. Y desde entonces, nadie, nadie, ninguna belleza pasajera, ninguna beldad divina, ningún parpadeo nervioso, ni siquiera otras pasiones similares y memorables, me ha hecho romper esa férrea promesa. Tampoco creo que lo haga a estas alturas. Hay prioridades que quedan marcadas para siempre encima de los lagrimales. 

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