El acto de escribir, desde un punto de
vista creativo, suele ser una experiencia solitaria y silenciosa. El autor (o
autora, no nos enredemos en pronombres) utiliza la ausencia de distracciones
visuales y sonoras para concentrarse en el texto que va surgiendo, no sin
esfuerzo, para ser plasmado en el papel o en la pantalla de la computadora. Lo
importante en este caso es la concentración que surge en ese momento ideal y
la batalla que se realiza consigo mismo. Por lo general, el autor avanza con
pequeños pasos y muchos tropiezos; tropiezos que son necesarios para que el
escrito adquiera la pátina idónea que asienta los colores imaginativos que
agrega, o pretende agregar a lo que se escribe. Se trata de un proceso lento y
quisquilloso, donde lograr dos párrafos satisfactorios es motivo de sosegado
júbilo. A ese mismo texto o página se vuelve más tarde, con la posibilidad
amarga de descubrir que lo avanzado es superfluo o innecesario, entonces hay
que borrar y comenzar de nuevo. En la escritura no hay certezas definitivas; si
acaso, líneas ganadas a la página en blanco.
Cuando Noelia Depaoli me escribió para
invitarme a participar en el Jam de Escritura del Festival de Lectura de
Chacao, volví a pensar en todo esto. La actividad en sí misma era como una
contradicción al proceso creativo al que estoy acostumbrado. Escribir en
público y con una banda musical amenizando mis letras, sin contar con la
presencia y la mirada inmediata de los asistentes al festival, casi equivalían
a una tajante negativa. Uno tiene sus manías y caprichos escriturales; por
ejemplo, yo prefiero escribir en silencio o acompañado con la voz de Maria
Callas en cualquiera de sus exquisitas arias, a solas, en mi estudio, rodeado
de los libros que tanto me inspiran y susurran. Suelo hacerlo temprano en la
mañana o tarde en la noche, incluso hasta la madrugada. Me detengo a fumar un
cigarrillo, beber una taza de café frío u hojear algún volumen a mano que me
ayude a separar la atención del texto que tengo entre ceja y ceja. Voy y vengo,
sin apresuramientos, sin miradas acuciosas, sin presiones. Es mi rutina, y la
disfruto mucho. Soy un hombre de costumbres establecidas, si se quiere. No lo
niego.
Pero la bella Noelia insistió. Y una
parte de mí se sintió tentada a experimentar con algo diferente, distinto a lo
acostumbrado. Lo hablamos, lo hablamos mucho, por teléfono, y ella entre risas
le restó importancia a mis temores e inseguridades. Ciertamente, es una mujer
decidida y emprendedora. Luego, tras dos semanas de dormir sobre el asunto,
dije que sí; no porque quisiera darme importancia, sino debido al pánico que
resulta de sentarse frente a un público con expectativas y parir un texto improvisado. Sucede también que mi proceso es lento,
madurativo, y una vez que la idea principal está definida suelo construir a su
alrededor con bastante calma, como si armara un rompecabezas o me entretuviera
en hilar una telaraña, cuidando muy bien las puntadas de la red para que sea
invisible al ojo del lector. Bueno, digamos que lo intento. ¿Pero qué sucede
cuando una descarga de adrenalina empuja las palabras sobre la pantalla en
blanco? Muy pronto iba a descubrirlo.
Mi compañero de jamming iba a ser Ricardo Ramírez Requena, un hombre al que respeto
mucho por la calidad de sus letras y planteamientos, por la seriedad de sus
notas literarias, y me satisfizo compartir espacio con él porque es un autor
venezolano que no se atraganta con su propio nombre, porque no es un divo
amante de las fotografías ni de las lisonjas ajenas; pero al mismo tiempo, sin
mencionarlo, empujaba la balanza de mis inseguridades porque significaba también
hacer el esfuerzo de estar a la altura de su compañía y del evento en sí. Proyectándome
en el futuro, podía sentir el peso de los ojos de Noelia, de Ricardo, de los
muchachos de la banda, de todos los asistentes, y eso me sacaba temblores
involuntarios, lo confieso; no obstante, sabía que ya no era posible decir que
no.
A pesar de todas mis reservas, decidí
entregarme a la energía reinante esa tarde, ya estando en Caracas. Me concentré
en la gente que deambulaba por la plaza mientras me fumaba un cigarrillo. Mis pupilas
pasaron del heladero anclado en una esquina, con sus ceñidos zapatos de cuero
marrón a la señora de postura erguida que miraba desde afuera a los
concurrentes; me fijé en los niños que corrían felices con libros mientras sus
padres intentaban llevarles el paso, y las parejas que iban tomadas de las
manos, enamoradas del amor y de la literatura que los convocaba; también sonreí
ante la visión de un anciano que se quejaba del peso de sus compras, pero eso
no evitaba cierto regocijo en su mirada ante la perspectiva de las lecturas por disfrutar. Todo estaba allí, ante mis ojos, al alcance de mis dedos. La vida
misma, la plaza, la gente, la pulsión de la ciudad, el paréntesis que
significaba el festival de lectura al que nos habían invitado a participar.
Respiré profundo, con la última calada del
cigarrillo, cuando decidí que podía valerme de eso para escribir mi nota, la
improvisación que le prometiera a Noelia. Antes estaba en blanco, temeroso,
inseguro; pero el crepúsculo me regalaba una inspiración con la que no contaba.
Agradecí en silencio por ese inesperado detalle, esa visualización que me
alcanzaba en el mejor momento. Y entonces me desconecté. Quise fijarme en la
gente, el bullicio, el ruido del tráfico, en el sonido que serviría como banda
sonora a mi escrito. Dejé que la ciudad me sedujera con sus murmullos
entrecortados. Porque supe que la ciudad quería ser contada, narrada, descrita,
a través de todas las personas que se cruzaban justo en ese preciso momento. Todo
lo que tenía que hacer era levantar la vista y tomar con pinzas determinados
detalles, aquí y allá, y fluir con el ritmo que dictaba la urbe a nuestro
alrededor. No sabía sobre qué escribiría Ricardo, tampoco estaba seguro sobre
la forma en que Noelia recibiría mi improvisación, pero decidí seguir el
instinto que me susurraba con letras cruzadas.
Lo importante, en todo caso, según pude
descubrir después, fue la entrega a la que todos estuvimos dispuestos. Los ciudadanos
convertidos en lectores, la banda musical en acompañantes, el escritor en un
artífice de frases encadenadas al rojo vivo; una permutación que nos arrastró
sin pedir permiso. La interacción directa entre unos y otros, donde el público
accedió al artificio del que se vale el autor para crear y el autor se llenó de
la energía que salpicaba los movimientos sobre el teclado. La pared silenciosa
estaba rota, en el piso, derribada. Luego vinieron los aplausos, las sonrisas,
la ausencia de negatividad paupérrima de la que tanto se quejan algunos; al
menos, yo lo viví así. Porque lo relevante no era que el público aplaudiera,
sino la comprobación de un paréntesis alegre en medio de tanto caos e
incertidumbre. Creo que todos salimos con las manos llenas, de una u otra forma.
Ricardo, en una nota aparte, se ha
concentrado más en la experiencia del jamming.
Yo lo hago desde mi punto de vista, señalando las emociones y sensaciones
que rodearon el evento y que todavía permanecen suspendidas en el aire. Cada uno
en su propio estilo, como debe ser, disfrutando de una diversidad que permite
enriquecer las vivencias unísonas. Y la ciudad sigue allí, contando sus
pequeñas historias anónimas, sus relatos urbanos modestos y grandiosos,
palpitando con los estridentes colores del semáforo y el canto de los loros
sobre la autopista, siempre ávida, siempre dispuesta a ser contada de nuevo,
eternamente transformándose para no repetir los párrafos de su ficción.
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