11 de mayo de 2012

Sobre el Jamming de Escritura


El acto de escribir, desde un punto de vista creativo, suele ser una experiencia solitaria y silenciosa. El autor (o autora, no nos enredemos en pronombres) utiliza la ausencia de distracciones visuales y sonoras para concentrarse en el texto que va surgiendo, no sin esfuerzo, para ser plasmado en el papel o en la pantalla de la computadora. Lo importante en este caso es la concentración que surge en ese momento ideal y la batalla que se realiza consigo mismo. Por lo general, el autor avanza con pequeños pasos y muchos tropiezos; tropiezos que son necesarios para que el escrito adquiera la pátina idónea que asienta los colores imaginativos que agrega, o pretende agregar a lo que se escribe. Se trata de un proceso lento y quisquilloso, donde lograr dos párrafos satisfactorios es motivo de sosegado júbilo. A ese mismo texto o página se vuelve más tarde, con la posibilidad amarga de descubrir que lo avanzado es superfluo o innecesario, entonces hay que borrar y comenzar de nuevo. En la escritura no hay certezas definitivas; si acaso, líneas ganadas a la página en blanco.

Cuando Noelia Depaoli me escribió para invitarme a participar en el Jam de Escritura del Festival de Lectura de Chacao, volví a pensar en todo esto. La actividad en sí misma era como una contradicción al proceso creativo al que estoy acostumbrado. Escribir en público y con una banda musical amenizando mis letras, sin contar con la presencia y la mirada inmediata de los asistentes al festival, casi equivalían a una tajante negativa. Uno tiene sus manías y caprichos escriturales; por ejemplo, yo prefiero escribir en silencio o acompañado con la voz de Maria Callas en cualquiera de sus exquisitas arias, a solas, en mi estudio, rodeado de los libros que tanto me inspiran y susurran. Suelo hacerlo temprano en la mañana o tarde en la noche, incluso hasta la madrugada. Me detengo a fumar un cigarrillo, beber una taza de café frío u hojear algún volumen a mano que me ayude a separar la atención del texto que tengo entre ceja y ceja. Voy y vengo, sin apresuramientos, sin miradas acuciosas, sin presiones. Es mi rutina, y la disfruto mucho. Soy un hombre de costumbres establecidas, si se quiere. No lo niego.

Pero la bella Noelia insistió. Y una parte de mí se sintió tentada a experimentar con algo diferente, distinto a lo acostumbrado. Lo hablamos, lo hablamos mucho, por teléfono, y ella entre risas le restó importancia a mis temores e inseguridades. Ciertamente, es una mujer decidida y emprendedora. Luego, tras dos semanas de dormir sobre el asunto, dije que sí; no porque quisiera darme importancia, sino debido al pánico que resulta de sentarse frente a un público con expectativas y parir un texto improvisado. Sucede también que mi proceso es lento, madurativo, y una vez que la idea principal está definida suelo construir a su alrededor con bastante calma, como si armara un rompecabezas o me entretuviera en hilar una telaraña, cuidando muy bien las puntadas de la red para que sea invisible al ojo del lector. Bueno, digamos que lo intento. ¿Pero qué sucede cuando una descarga de adrenalina empuja las palabras sobre la pantalla en blanco? Muy pronto iba a descubrirlo.

Mi compañero de jamming iba a ser Ricardo Ramírez Requena, un hombre al que respeto mucho por la calidad de sus letras y planteamientos, por la seriedad de sus notas literarias, y me satisfizo compartir espacio con él porque es un autor venezolano que no se atraganta con su propio nombre, porque no es un divo amante de las fotografías ni de las lisonjas ajenas; pero al mismo tiempo, sin mencionarlo, empujaba la balanza de mis inseguridades porque significaba también hacer el esfuerzo de estar a la altura de su compañía y del evento en sí. Proyectándome en el futuro, podía sentir el peso de los ojos de Noelia, de Ricardo, de los muchachos de la banda, de todos los asistentes, y eso me sacaba temblores involuntarios, lo confieso; no obstante, sabía que ya no era posible decir que no.

A pesar de todas mis reservas, decidí entregarme a la energía reinante esa tarde, ya estando en Caracas. Me concentré en la gente que deambulaba por la plaza mientras me fumaba un cigarrillo. Mis pupilas pasaron del heladero anclado en una esquina, con sus ceñidos zapatos de cuero marrón a la señora de postura erguida que miraba desde afuera a los concurrentes; me fijé en los niños que corrían felices con libros mientras sus padres intentaban llevarles el paso, y las parejas que iban tomadas de las manos, enamoradas del amor y de la literatura que los convocaba; también sonreí ante la visión de un anciano que se quejaba del peso de sus compras, pero eso no evitaba cierto regocijo en su mirada ante la perspectiva de las lecturas por disfrutar. Todo estaba allí, ante mis ojos, al alcance de mis dedos. La vida misma, la plaza, la gente, la pulsión de la ciudad, el paréntesis que significaba el festival de lectura al que nos habían invitado a participar.

Respiré profundo, con la última calada del cigarrillo, cuando decidí que podía valerme de eso para escribir mi nota, la improvisación que le prometiera a Noelia. Antes estaba en blanco, temeroso, inseguro; pero el crepúsculo me regalaba una inspiración con la que no contaba. Agradecí en silencio por ese inesperado detalle, esa visualización que me alcanzaba en el mejor momento. Y entonces me desconecté. Quise fijarme en la gente, el bullicio, el ruido del tráfico, en el sonido que serviría como banda sonora a mi escrito. Dejé que la ciudad me sedujera con sus murmullos entrecortados. Porque supe que la ciudad quería ser contada, narrada, descrita, a través de todas las personas que se cruzaban justo en ese preciso momento. Todo lo que tenía que hacer era levantar la vista y tomar con pinzas determinados detalles, aquí y allá, y fluir con el ritmo que dictaba la urbe a nuestro alrededor. No sabía sobre qué escribiría Ricardo, tampoco estaba seguro sobre la forma en que Noelia recibiría mi improvisación, pero decidí seguir el instinto que me susurraba con letras cruzadas.

Lo importante, en todo caso, según pude descubrir después, fue la entrega a la que todos estuvimos dispuestos. Los ciudadanos convertidos en lectores, la banda musical en acompañantes, el escritor en un artífice de frases encadenadas al rojo vivo; una permutación que nos arrastró sin pedir permiso. La interacción directa entre unos y otros, donde el público accedió al artificio del que se vale el autor para crear y el autor se llenó de la energía que salpicaba los movimientos sobre el teclado. La pared silenciosa estaba rota, en el piso, derribada. Luego vinieron los aplausos, las sonrisas, la ausencia de negatividad paupérrima de la que tanto se quejan algunos; al menos, yo lo viví así. Porque lo relevante no era que el público aplaudiera, sino la comprobación de un paréntesis alegre en medio de tanto caos e incertidumbre. Creo que todos salimos con las manos llenas, de una u otra forma.

Ricardo, en una nota aparte, se ha concentrado más en la experiencia del jamming. Yo lo hago desde mi punto de vista, señalando las emociones y sensaciones que rodearon el evento y que todavía permanecen suspendidas en el aire. Cada uno en su propio estilo, como debe ser, disfrutando de una diversidad que permite enriquecer las vivencias unísonas. Y la ciudad sigue allí, contando sus pequeñas historias anónimas, sus relatos urbanos modestos y grandiosos, palpitando con los estridentes colores del semáforo y el canto de los loros sobre la autopista, siempre ávida, siempre dispuesta a ser contada de nuevo, eternamente transformándose para no repetir los párrafos de su ficción.

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