14 de octubre de 2012

Cruzar la calle.

―Pero antes tenemos que pasar por el cajero ―dijo Mary O.
―Ay, mana ―dijo la Gorda―, ¿para qué? Nosotros te invitamos.
―No, vale, es que quiero sacar plata para no irme limpia. Recuerda que en lo que me encierre en la finca no salgo más.
―Verdad ―dijo la Gorda.
―Vamos al banco de Venezuela, por fa.

Suelo decir que San Juan de los Morros tiene dos calles, una frase jocosa para explicar que se trata de una localidad encabalgada entre dos términos: es un pueblo grande y una ciudad pequeña, que sigue adelante porque sí, porque es capital de estado y porque la mayoría de sus habitantes vive de trabajar para el gobierno central. Esa noche quisimos agasajar a Mary O. debido a su cumpleaños. La idea era probar un restaurante de comida árabe que inauguraron recientemente; pero poco antes de llegar a la esquina del banco de Venezuela, en una intersección, se agudizó el bullicio de algunos motorizados. De pronto aparecieron entre el tráfico del final de la tarde, como un enjambre de moscas que se desplaza con velocidad entre pitidos y cornetas estridentes. El flujo de vehículos se detuvo, dejando que aquél enjambre pasara ronroneando, gritando, un ejército gozoso que celebraba el triunfo de su candidato presidencial. Iban vestidos de rojo, llevaban banderas rojas y lo único que faltaba, pensé, era que las motos también lucieran el mismo color.

―A la verga, ¿qué es eso? ―dijo la cumpleañera.
―Los malvados chavistas ―dijo la Gorda desde el asiento de atrás―, celebrando no sé qué coño, será la falta de viviendas, la delincuencia, la estupidez de un sistema que premia la ineficacia. Míralos: poseídos, hasta borrachos deben estar. Chavistas del coño…

Miré todo con las manos sobre el volante, como si las imágenes se produjeran en cámara lenta. Los motorizados aumentaban su número exponencialmente, aparecían aquí y allá, detrás de un autobús, por un costado de la camioneta, alterando lo que de otra forma hubiese sido un crepúsculo anodino en el pueblo. Y al final el enjambre se puso en marcha, formando una caravana rojiza que vociferaba consignas políticas por encima del rugido de sus saltamontes de metal. La sensación que flotaba en el ambiente era de puro resentimiento, de revanchismo, de triunfo mal ganado, pero no dije nada.

―Dale, pues ―dijo la Gorda―, antes de que el resto de la caravana aparezca.
―¿Y hay más? ―preguntó Mary O. con los ojos bien abiertos.
―Claro, Mary ―dijo la Gorda―, lo que estaban era armando el zafarrancho. ¿Por qué no tiraron la caravana el domingo en la noche? ¿Por qué no celebraron? Porque hasta ellos mismos saben que nos robaron los votos, chica.
―Ay, Gorda…
―¡Es así, vale! ¿Cómo es posible que después de tanto desastre, después de lo que pasó en Amuay, y el puente de Cúpira y en El Palito, ese desgraciado salga ganando? O nos hicieron trampas o es que la gente de este país es bien, pero bien bruta ―y la última palabra sonó con un filo diferente, despectivo, como un escupitajo.
―Bueno, mira: hay mucha gente que depende de las ayudas sociales, de lo que el Gobierno les da, porque nunca antes se ocuparon de ellos. Hay que considerar eso, Gorda. Tú, porque vives en tu apartamento, con tu sueldo de jubilada, chama, sin pasar trabajo, pero ¿cuántos no hay que no tienen para comprar comida sino en los abastos que Chávez les organizó? La vaina es arrecha, mi pana. Y hay que considerar todo eso.
―¡Son unos malandros!
―Bueno ―siguió Mary O. conciliando―, pero no puedes ignorar las carencias que esa gente tiene, chama. Es muy arrecho. Yo no digo que esté de acuerdo, pero… coño, es arrecho. Mira la vaina.

La esquina del banco de Venezuela quedaba a una cuadra de donde nos habíamos detenido, pero el movimiento vehicular se hizo lento debido a las motos rezagadas que aparecían zumbando como moscones molestos. Conseguí estacionarme casi frente al banco y esperé mientras mis amigas sacaban dinero del cajero automático de la sucursal. Allí me alcanzó el resto de la caravana chavista. Una larga y ruidosa marea de vehículos y motos que coreaba el nombre del Presidente y agitaba banderas rojas con fastidiosa lentitud. La calma habitual de San Juan se alteró por la desacostumbrada mezcla de sonidos y colores en la creciente oscuridad. La Gorda y Mary O. observaron el despliegue de reojo, mientras yo calculaba mentalmente las maniobras con el volante para salir de allí e incorporarme de nuevo al tráfico de la Avenida Bolívar.

―¿Y ahora? ―pregunté cuando ellas regresaron.
―Bueno, primero hay que salir de aquí ―dijo Mary O.

La Gorda se entretuvo hablando por su celular. Entre la ráfaga de palabras pude entender que discutía con Titi sobre la mejor vía para llegar al restaurant árabe. Le pedí que me indicara si venían carros o no, para poder retroceder, pero me avinagré al chocar con su indiferencia y el flujo de banderolas rojizas que me impedía salir de allí. Entre el ruido, el congestionamiento, la incertidumbre de cuál sería la mejor manera de dar un rodeo y llegar al sitio donde comeríamos, terminé de perder la paciencia. El edificio donde ahora vivimos queda justo al frente del banco de Venezuela, así que tuve que dar la vuelta a la manzana para volver al mismo sitio. El ulular de una ambulancia terminó de poner mis nervios de punta. A estas alturas quizás sería prudente confesar que no me gusta manejar con tanto embotellamiento alrededor, por eso evito ir a Caracas a menos que sea necesario. La ambulancia intentaba abrirse paso entre la discordancia de vehículos, y apenas pudo pasarme por un lado seguí mi instinto y me pegué a su puerta trasera. Había que cruzar la marea chavista que inundaba la Avenida Bolívar. Un par de policías municipales apareció no sé de dónde y se enfrentaron al caos de luces y metal y cornetas para dejar paso a la ambulancia chillona.

―¿Te vas a meter? ―preguntó Mary O. con las cejas alzadas.
―¡De bolas!

La maniobra se asemejó a lanzarse a una corriente de agua revuelta. Algunas motos hicieron caso omiso a los policías y casi me chocaron, pero pude conservar la cordura y la cercanía con la ambulancia hasta que cruzamos la avenida. En la otra orilla, todavía con las manos aferrando con fuerza el volante, pude respirar mejor al saber que estábamos a un paso de entrar al estacionamiento subterráneo del edificio. Y escapar del bullicio, de las luces altas en el retrovisor, de las motos zigzagueando entre bocinazos descontrolados, del ulular de la ambulancia, de la música estridente alabando al candidato ganador, de Mary O. en un monólogo repetitivo y la Gorda dando gritos por el celular. Lo mejor era dejar la camioneta en el estacionamiento y seguir a pie, porque el restaurante estaba a dos cuadras del edificio, por la calle de atrás.

―¿De verdad vas a caminar? ―quiso saber la cumpleañera.
―Lo prefiero ―dije―. El tráfico y la caravana y las motos me tienen al borde.

La calle lateral por la que caminamos tenía una extraña calma en comparación con el desbarajuste de la avenida principal, casi silenciosa, como si las cornetas y pitos fueran de un mundo lejano, ajeno a nuestros pasos en silencio; pero al llegar a la siguiente esquina, la calle que baja ―ya dije que San Juan tiene dos calles― estaba repleta de camiones y motos con las mismas consignas políticas triunfalistas. Las luces de los camiones nos encandilaron al principio, pero nos mantuvimos en línea recta sobre la acera, sabiendo que el restaurante no estaba lejos. De pronto, alguien, no vi de quién se trataba, gritó sobre la música y entre las banderas que se agitaban enardecidas. «¡Mira: unos majunches! ¡Majunches! ¡MAJUNCHES!», y casi pude percibir cómo el pánico se esparcía entre nosotros mientras las risas y los silbidos nos aguijoneaban con desprecio; luego, conforme los camiones se detenían debido al congestionamiento, la algarabía se intensificó.

―Hay que cruzar la calle ―dijo Mary O., ladeando la cabeza por encima del hombro, delante de mí.

En ese preciso momento, antes de responderle, sentí el golpe húmedo sobre mi brazo izquierdo, y después otro alcanzando mi mano. Los disparos líquidos salpicaron la calle y la acera sin contemplación. La Gorda fue la primera en intentar cruzar hacia la otra acera y algo en sus pasos me obligó a pensar en las imágenes que había visto en algún documental de National Geographic sobre los animales que se arriesgaban a superar la barrera de un río lleno de cocodrilos. Tuve mucho miedo, lo confieso; aunque no quise decir nada a mis amigas para no exacerbar los ánimos. La gente en los camiones siguió escupiéndonos sin importarles que ninguno levantáramos la vista. Cruzamos la calle, entre dos camiones, lo más rápido que pudimos, pero sin perder la calma aparente que nos protegía de la balacera de saliva e improperios que manchaba el pavimento.

Titi nos esperaba en la puerta del local de comida árabe, ajena a lo sucedido. Mary O. entró sin saludarla, con la Gorda pegada a sus talones y yo limpiando mi brazo con un pañuelo que llevaba en el bolso. La cara de Titi era un enorme signo de interrogación, pero ninguno quiso hablar de lo sucedido mientras buscábamos una mesa libre. Dentro del restaurante, la algarabía de la concentración oficialista se escuchaba menos. Ya en la mesa, junto a una muchacha sosteniendo un bloc de notas diminuto, se rompió el desequilibrio.

―No quiero comer ―dijo Mary O.
―Yo tampoco ―dijo la Gorda.
―¿Por qué? ¿Qué pasó? ―quiso saber Titi.
―Deja que revisemos la carta ―dije a la empleada― y luego ordenamos, ¿sí?

Ella se alejó con la mirada cansada. Titi repitió sus preguntas y le expliqué que la gente de la caravana nos había insultado y escupido al cruzar la calle. Titi se limitó a alzar las cejas, sin decir nada, alternando la mirada de uno en uno, esperando.

―¡Malditos chavistas, chica! ―dijo la Gorda, con la piel alrededor de los ojos tensa, prensada sobre los huesos―. Por eso es que este país no surge, ¿cómo, pues?, con esos mamagüevos en el poder, celebrando las miserias y las migajas que reciben. ¡Qué arrechera tan grande tengo, nojoda!
―Ya, gordita, ya ―dijo Mary O.―. Olvídate de eso. Agradece al menos que no se pusieran brutos. Pudo ser peor. Seguro estaban bebiendo…
―¡Esa no es excusa, Mary!
―Bueno, chama, yo sé; ¿qué quieres que te diga?
―Sé que es una locura ―dije―, pero todo esto me hizo pensar en los judíos.

Mis amigas me observaron con descrédito. Es un poco incómodo que después de tantos años, todavía no se acostumbren a mis peculiares conexiones mentales, donde una fotografía, un olor, una palabra cualquiera, puede activar mi imaginación y llevarme por caminos intangibles e inciertos.

―¿Judíos? ―dijo Titi.
―Sí. Mientras cruzábamos la calle me acordé de los documentales que he visto en el History Channel, sobre la Alemania nazi. Ya va, ya va ―dije cuando iban a interrumpirme―, no digo que sea lo mismo, claro que no; pero imaginé que así debieron sentirse ellos con los nazis humillándolos y empujándolos en las calles de Berlín, al principio. Qué feo debe haber sido.
―Es arrecho ―dijo Mary O. ―, pero una vaina no tiene nada que ver con la otra.
―Yo sé. Pero me impresionó mucho percibir la contundencia del desprecio, del odio mal disimulado, como si la negatividad fuera la consigna.
―¡Claro! ―dijo la Gorda―. ¿Tú no lo has oído cuando lanza sus cadenas? Ese marico lo que destila es puro veneno, puro resentimiento, y esa vaina se contagia; el mal que le han hecho a este país es muy grande, nojoda. Malditos chavistas.

La empleada del restaurante se acercó.

―¿Ya van a ordenar?
―No sé. No tengo hambre ―dijo Mary O.
―Yo quiero un jugo ―dijo la Gorda.
―Pensé que íbamos a comer ―terció Titi.
―Yo también quiero un jugo ―dije―. ¿Tienen de naranja?
―O mejor un Nestea ―dijo la Gorda.
―Se me quitó el hambre, chama ―suspiró Mary O.
―Un Nestea y un jugo de naranja. ¿Titi?
―¿Y no vamos a comer, pues?
―Un Nestea y un jugo de naranja ―repetí―. Gracias.

La muchacha se alejó de nuevo con sus párpados cansados.

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