―Pero antes tenemos que pasar por el
cajero ―dijo Mary O.
―Ay, mana ―dijo la Gorda―, ¿para qué?
Nosotros te invitamos.
―No, vale, es que quiero sacar plata para
no irme limpia. Recuerda que en lo que me encierre en la finca no salgo más.
―Verdad ―dijo la Gorda.
―Vamos al banco de Venezuela, por fa.
Suelo decir que San Juan de los Morros
tiene dos calles, una frase jocosa para explicar que se trata de una localidad
encabalgada entre dos términos: es un pueblo grande y una ciudad pequeña, que
sigue adelante porque sí, porque es capital de estado y porque la mayoría de
sus habitantes vive de trabajar para el gobierno central. Esa noche quisimos
agasajar a Mary O. debido a su cumpleaños. La idea era probar un restaurante de
comida árabe que inauguraron recientemente; pero poco antes de llegar a la
esquina del banco de Venezuela, en una intersección, se agudizó el bullicio de
algunos motorizados. De pronto aparecieron entre el tráfico del final de la tarde,
como un enjambre de moscas que se desplaza con velocidad entre pitidos y
cornetas estridentes. El flujo de vehículos se detuvo, dejando que aquél
enjambre pasara ronroneando, gritando, un ejército gozoso que celebraba el
triunfo de su candidato presidencial. Iban vestidos de rojo, llevaban banderas
rojas y lo único que faltaba, pensé, era que las motos también lucieran el
mismo color.
―A la verga, ¿qué es eso? ―dijo la
cumpleañera.
―Los malvados chavistas ―dijo la Gorda
desde el asiento de atrás―, celebrando no sé qué coño, será la falta de
viviendas, la delincuencia, la estupidez de un sistema que premia la
ineficacia. Míralos: poseídos, hasta borrachos deben estar. Chavistas del coño…
Miré todo con las manos sobre el volante,
como si las imágenes se produjeran en cámara lenta. Los motorizados aumentaban
su número exponencialmente, aparecían aquí y allá, detrás de un autobús, por un
costado de la camioneta, alterando lo que de otra forma hubiese sido un
crepúsculo anodino en el pueblo. Y al final el enjambre se puso en marcha,
formando una caravana rojiza que vociferaba consignas políticas por encima del
rugido de sus saltamontes de metal. La sensación que flotaba en el ambiente era
de puro resentimiento, de revanchismo, de triunfo mal ganado, pero no dije
nada.
―Dale, pues ―dijo la Gorda―, antes de que
el resto de la caravana aparezca.
―¿Y hay más? ―preguntó Mary O. con los
ojos bien abiertos.
―Claro, Mary ―dijo la Gorda―, lo que
estaban era armando el zafarrancho. ¿Por qué no tiraron la caravana el domingo
en la noche? ¿Por qué no celebraron? Porque hasta ellos mismos saben que nos
robaron los votos, chica.
―Ay, Gorda…
―¡Es así, vale! ¿Cómo es posible que
después de tanto desastre, después de lo que pasó en Amuay, y el puente de
Cúpira y en El Palito, ese desgraciado salga ganando? O nos hicieron trampas o
es que la gente de este país es bien, pero bien bruta ―y la última palabra sonó
con un filo diferente, despectivo, como un escupitajo.
―Bueno, mira: hay mucha gente que depende
de las ayudas sociales, de lo que el Gobierno les da, porque nunca antes se
ocuparon de ellos. Hay que considerar eso, Gorda. Tú, porque vives en tu
apartamento, con tu sueldo de jubilada, chama, sin pasar trabajo, pero ¿cuántos
no hay que no tienen para comprar comida sino en los abastos que Chávez les
organizó? La vaina es arrecha, mi pana. Y hay que considerar todo eso.
―¡Son unos malandros!
―Bueno ―siguió Mary O. conciliando―, pero
no puedes ignorar las carencias que esa gente tiene, chama. Es muy arrecho. Yo
no digo que esté de acuerdo, pero… coño, es arrecho. Mira la vaina.
La esquina del banco de Venezuela quedaba
a una cuadra de donde nos habíamos detenido, pero el movimiento vehicular se
hizo lento debido a las motos rezagadas que aparecían zumbando como moscones
molestos. Conseguí estacionarme casi frente al banco y esperé mientras mis
amigas sacaban dinero del cajero automático de la sucursal. Allí me alcanzó el
resto de la caravana chavista. Una larga y ruidosa marea de vehículos y motos
que coreaba el nombre del Presidente y agitaba banderas rojas con fastidiosa
lentitud. La calma habitual de San Juan se alteró por la desacostumbrada mezcla
de sonidos y colores en la creciente oscuridad. La Gorda y Mary O. observaron
el despliegue de reojo, mientras yo calculaba mentalmente las maniobras con el
volante para salir de allí e incorporarme de nuevo al tráfico de la Avenida
Bolívar.
―¿Y ahora? ―pregunté cuando ellas
regresaron.
―Bueno, primero hay que salir de aquí ―dijo
Mary O.
La Gorda se entretuvo hablando por su
celular. Entre la ráfaga de palabras pude entender que discutía con Titi sobre
la mejor vía para llegar al restaurant árabe. Le pedí que me indicara si venían
carros o no, para poder retroceder, pero me avinagré al chocar con su
indiferencia y el flujo de banderolas rojizas que me impedía salir de allí.
Entre el ruido, el congestionamiento, la incertidumbre de cuál sería la mejor
manera de dar un rodeo y llegar al sitio donde comeríamos, terminé de perder la
paciencia. El edificio donde ahora vivimos queda justo al frente del banco de
Venezuela, así que tuve que dar la vuelta a la manzana para volver al mismo
sitio. El ulular de una ambulancia terminó de poner mis nervios de punta. A
estas alturas quizás sería prudente confesar que no me gusta manejar con tanto
embotellamiento alrededor, por eso evito ir a Caracas a menos que sea
necesario. La ambulancia intentaba abrirse paso entre la discordancia de
vehículos, y apenas pudo pasarme por un lado seguí mi instinto y me pegué a su
puerta trasera. Había que cruzar la marea chavista que inundaba la Avenida
Bolívar. Un par de policías municipales apareció no sé de dónde y se
enfrentaron al caos de luces y metal y cornetas para dejar paso a la ambulancia
chillona.
―¿Te vas a meter? ―preguntó Mary O. con las
cejas alzadas.
―¡De bolas!
La maniobra se asemejó a lanzarse a una
corriente de agua revuelta. Algunas motos hicieron caso omiso a los policías y
casi me chocaron, pero pude conservar la cordura y la cercanía con la
ambulancia hasta que cruzamos la avenida. En la otra orilla, todavía con las
manos aferrando con fuerza el volante, pude respirar mejor al saber que
estábamos a un paso de entrar al estacionamiento subterráneo del edificio. Y
escapar del bullicio, de las luces altas en el retrovisor, de las motos
zigzagueando entre bocinazos descontrolados, del ulular de la ambulancia, de la
música estridente alabando al candidato ganador, de Mary O. en un monólogo
repetitivo y la Gorda dando gritos por el celular. Lo mejor era dejar la
camioneta en el estacionamiento y seguir a pie, porque el restaurante estaba a
dos cuadras del edificio, por la calle de atrás.
―¿De verdad vas a caminar? ―quiso saber
la cumpleañera.
―Lo prefiero ―dije―. El tráfico y la
caravana y las motos me tienen al borde.
La calle lateral por la que caminamos
tenía una extraña calma en comparación con el desbarajuste de la avenida
principal, casi silenciosa, como si las cornetas y pitos fueran de un mundo
lejano, ajeno a nuestros pasos en silencio; pero al llegar a la siguiente esquina,
la calle que baja ―ya dije que San Juan tiene dos calles― estaba repleta de
camiones y motos con las mismas consignas políticas triunfalistas. Las luces de
los camiones nos encandilaron al principio, pero nos mantuvimos en línea recta sobre
la acera, sabiendo que el restaurante no estaba lejos. De pronto, alguien, no
vi de quién se trataba, gritó sobre la música y entre las banderas que se
agitaban enardecidas. «¡Mira: unos majunches! ¡Majunches! ¡MAJUNCHES!», y casi
pude percibir cómo el pánico se esparcía entre nosotros mientras las risas y
los silbidos nos aguijoneaban con desprecio; luego, conforme los camiones se
detenían debido al congestionamiento, la algarabía se intensificó.
―Hay que cruzar la calle ―dijo Mary O.,
ladeando la cabeza por encima del hombro, delante de mí.
En ese preciso momento, antes de
responderle, sentí el golpe húmedo sobre mi brazo izquierdo, y después otro alcanzando
mi mano. Los disparos líquidos salpicaron la calle y la acera sin
contemplación. La Gorda fue la primera en intentar cruzar hacia la otra acera y
algo en sus pasos me obligó a pensar en las imágenes que había visto en algún
documental de National Geographic sobre los animales que se arriesgaban a
superar la barrera de un río lleno de cocodrilos. Tuve mucho miedo, lo
confieso; aunque no quise decir nada a mis amigas para no exacerbar los ánimos.
La gente en los camiones siguió escupiéndonos sin importarles que ninguno
levantáramos la vista. Cruzamos la calle, entre dos camiones, lo más rápido que
pudimos, pero sin perder la calma aparente que nos protegía de la balacera de
saliva e improperios que manchaba el pavimento.
Titi nos esperaba en la puerta del local
de comida árabe, ajena a lo sucedido. Mary O. entró sin saludarla, con la Gorda
pegada a sus talones y yo limpiando mi brazo con un pañuelo que llevaba en el
bolso. La cara de Titi era un enorme signo de interrogación, pero ninguno quiso
hablar de lo sucedido mientras buscábamos una mesa libre. Dentro del restaurante,
la algarabía de la concentración oficialista se escuchaba menos. Ya en la mesa,
junto a una muchacha sosteniendo un bloc de notas diminuto, se rompió el desequilibrio.
―No quiero comer ―dijo Mary O.
―Yo tampoco ―dijo la Gorda.
―¿Por qué? ¿Qué pasó? ―quiso saber Titi.
―Deja que revisemos la carta ―dije a la
empleada― y luego ordenamos, ¿sí?
Ella se alejó con la mirada cansada. Titi
repitió sus preguntas y le expliqué que la gente de la caravana nos había
insultado y escupido al cruzar la calle. Titi se limitó a alzar las cejas, sin
decir nada, alternando la mirada de uno en uno, esperando.
―¡Malditos chavistas, chica! ―dijo la
Gorda, con la piel alrededor de los ojos tensa, prensada sobre los huesos―. Por
eso es que este país no surge, ¿cómo, pues?, con esos mamagüevos en el poder,
celebrando las miserias y las migajas que reciben. ¡Qué arrechera tan grande
tengo, nojoda!
―Ya, gordita, ya ―dijo Mary O.―. Olvídate
de eso. Agradece al menos que no se pusieran brutos. Pudo ser peor. Seguro
estaban bebiendo…
―¡Esa no es excusa, Mary!
―Bueno, chama, yo sé; ¿qué quieres que te
diga?
―Sé que es una locura ―dije―, pero todo
esto me hizo pensar en los judíos.
Mis amigas me observaron con descrédito.
Es un poco incómodo que después de tantos años, todavía no se acostumbren a mis
peculiares conexiones mentales, donde una fotografía, un olor, una palabra
cualquiera, puede activar mi imaginación y llevarme por caminos intangibles e
inciertos.
―¿Judíos? ―dijo Titi.
―Sí. Mientras cruzábamos la calle me acordé
de los documentales que he visto en el History Channel, sobre la Alemania nazi.
Ya va, ya va ―dije cuando iban a interrumpirme―, no digo que sea lo mismo, claro
que no; pero imaginé que así debieron sentirse ellos con los nazis
humillándolos y empujándolos en las calles de Berlín, al principio. Qué feo
debe haber sido.
―Es arrecho ―dijo Mary O. ―, pero una
vaina no tiene nada que ver con la otra.
―Yo sé. Pero me impresionó mucho percibir
la contundencia del desprecio, del odio mal disimulado, como si la negatividad
fuera la consigna.
―¡Claro! ―dijo la Gorda―. ¿Tú no lo has
oído cuando lanza sus cadenas? Ese marico lo que destila es puro veneno, puro
resentimiento, y esa vaina se contagia; el mal que le han hecho a este país es
muy grande, nojoda. Malditos chavistas.
La empleada del restaurante se acercó.
―¿Ya van a ordenar?
―No sé. No tengo hambre ―dijo Mary O.
―Yo quiero un jugo ―dijo la Gorda.
―Pensé que íbamos a comer ―terció Titi.
―Yo también quiero un jugo ―dije―. ¿Tienen
de naranja?
―O mejor un Nestea ―dijo la Gorda.
―Se me quitó el hambre, chama ―suspiró
Mary O.
―Un Nestea y un jugo de naranja. ¿Titi?
―¿Y no vamos a comer, pues?
―Un Nestea y un jugo de naranja ―repetí―.
Gracias.
La muchacha se alejó de nuevo con sus
párpados cansados.
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