—Tengo
41 años, soy sedentario y soy homosexual —le dije a Gustavo—. Si no hay
problemas con eso, puedes contar conmigo.
Pude adivinar su sonrisa del
otro lado de la línea del teléfono. El tono de voz efusivo, amable y cordial
derribó mis reservas finales.
—Para nada estoy en contra de las personas con una
orientación sexual distinta —dijo Gustavo—, todos somos diferentes y punto;
debemos mostrar lo que sentimos y gracias por compartirlo. Para nada somos
homofóbicos, tenemos claro que nuestra mente no se puede cerrar, tenemos que
aceptar diferencias y eso es lo que me ha enseñado la vida con tan poco tiempo
que llevo en ella.
Gustavo
Celis fue mi enlace con el grupo de bloggers mochileros. Leí sobre ellos en una
cuenta de Instagram y me atrajo un guiño subrepticio hacia esos viajes que
solía hacer en plena adolescencia con mis amigos. Bajo presupuesto, poca
comida, comodidades mínimas y toda la naturaleza que pudiéramos absorber
durante el paseo a nuestro antojo. Me llamó la atención que todavía se hiciera.
Y por eso me animé a ponerme en contacto con él. Gustavo se mostró muy atento
desde el principio, aclarando mis dudas y exponiéndome los parámetros del
viaje. Yo no conocía Yapascua y él prometió que me encantaría. Algo chispeante
en sus descripciones avivó mi curiosidad y decidí intentarlo. El resto de la
semana busqué quien me prestara un bolso grande de viaje, un sleeping-bag y una carpa.
La
mañana del sábado llegué a Valencia con un amago de anticipación en la
garganta. Pensé en la expectativa que sentía siendo un niño cuando sabía que al
día siguiente iríamos a la playa. Una alegría contenida. Un gozo anticipado que
no terminaba de nacer. Miré la hora en la pantalla de mi teléfono celular y
supe que había llegado temprano. Compré un café en una cafetería cercana y fumé
un cigarrillo en la parte externa del Terminal, viendo la gente que iba y venía
con sus bolsos y maletas mientras una claridad lechosa y azulada manchaba el
cielo desde el este. Boté la colilla del cigarrillo con una inspiración
profunda y regresé al interior maloliente. Cerca de los cubículos de
información se estaban congregando varios muchachos y muchachas. Hablaban entre
ellos y cada uno reposaba un bolso grande contra sus rodillas. Una de las
chicas rio por encima de los gritos de los hombres que anunciaban las salidas
hacia Barquisimeto, Caracas, Ciudad Bolívar, Barinas y otros sitios lejanos. Me
acerqué a ellos con cautela.
—Buen
día —dije—. Disculpen, ¿ustedes son el grupo de Yapascua?
Algunos chicos asintieron y dos
de las muchachas me respondieron que sí. Casi todos sonrieron. Dejé mi bolso en
el piso, imitándoles, y presté atención a lo que decían. La charla se efectuaba
en varios niveles superpuestos, pero el hilo conductor de las conversaciones
eran otros viajes pretéritos que cada quien había realizado. Lo único que nos
unía era que ninguno había estado antes en Yapascua. De pronto, unos y otros
comenzaron a manipular sus teléfonos celulares. Supongo que la cohesión del
grupo permitía cierta audacia para sacar los aparatos allí, entre tanta gente,
con tantos robos y asaltos que se veía y leía y escuchaban a diario. Incluso mi
teléfono vibró con insistencia. Era un mensaje de Gustavo para anunciar que
había creado un grupo en WhatsApp y que todos estábamos agregados, también
informaba que llegaría con un poco de retraso, porque venía acompañado por otra
de las muchachas del grupo. Tuve tiempo para beber otro café y fumar un tercer
cigarrillo conforme la mañana avanzaba sobre nosotros. Al cabo de media hora
Gustavo llegó con el resto de los integrantes del grupo. Nos presentamos («Eres
Luis, ¿verdad?», dijo con una sonrisa) y de inmediato Gustavo y sus amigos nos
condujeron hacia los andenes de autobuses.
—En fila, muchachos —dijo Eduardo
Monzón mientras sorteaba grupos de personas, maletas y perros callejeros—. No
se distraigan. Vamos a ver si cabemos todos en un solo viaje.
Estaba con ellos y estaba
ausente. Los miraba sintiéndome parte del grupo y al mismo tiempo era un
testigo omnisciente. Escuché a otro de los amigos de Gustavo, Miguel Ortega,
decir que la gente de Puerto Cabello aún no respondía. Las palabras de Miguel
se mezclaron con el hedor que emergía entre los autobuses, los gritos que
anunciaban las salidas y el murmullo de mi propio grupo conforme intentábamos
subir al transporte que Gustavo había escogido. El bolso pesaba en mi espalda e
intentaba no separarme de los demás, cuyos rostros ya identificaba sin
problemas. La mujer morena y de sonrisa fácil que iba con otra muchacha de
menor estatura y pasos torpes. El muchacho de la gorra amarilla con talante ceñudo.
La chica de piel pálida y gestos de actriz de Hollywood. Los cuatro guías. Las
dos muchachas jóvenes que parecían hermanas y no lo eran, según supe luego. La
pareja de novios que no se soltaban las manos. El chico trigueño con barba y
cabello largo. Los dos muchachos similares a Laurel y Hardy que no paraban de
reír. Las caras se superponían y se entrecruzaban entre sí, ya familiares a
pesar de que no los había visto nunca.
—No, aquí no entramos todos —dijo
Gustavo retrocediendo por el pasillo del autobús—. Hay que buscar otro.
Bájense, bájense.
Obedecimos en silencio conforme
Henry Aguiar, otro de los guías, hablaba con el conductor de otra unidad. Lo vi
asentir y buscarnos con la mirada. Se comunicó en silencio con Gustavo y todos
miramos la mano alzada de Miguel pidiéndonos seguirlo. Conseguí sentarme entre
los primeros puestos, cerca de las puertas dobles que olían a aceite fresco. La
música del autobús retumbaba con las cadencias de un reggaetón de moda. Los vi
pasar junto a mí, seguir a lo largo del pasillo, reír, forcejear con sus
bolsos, y pronto estuvimos listos para partir. Nadie se sentó a mi lado. No
supe si interpretarlo como un regalo para sentirme cómodo o un desplante de las
sonrisas que fingían no ser homofóbicas. Decidí sacar el libro que llevaba
conmigo y concentrarme en la lectura. Ya estaba allí. Ya estaba con ellos. Ya
el autobús arrancaba. Ya no podía regresarme sin sentirme tonto e infantil o temeroso
ante lo desconocido. Miré a través de la ventana y respiré profundo mientras
salíamos del Big Low Center y pensé cómo se sentirían los pasajeros del Titanic
conforme se separaban del muelle en Southampton para adentrarse en las aguas
oscuras del océano Atlántico.
Creo que acabábamos de pasar el
viejo peaje de salida de Valencia hacia Puerto Cabello cuando ella me habló.
Era una voz melosa y suave, casi una caricia verbal. Tropecé con sus ojos
cuando levanté la mirada. Era hermosa. Muy hermosa.
—¿Qué lees? —dijo ella.
Sonreí y le mostré la portada de
mi libro: El gran bazar del ferrocarril
de Paul Theroux. Se lo pasé y ella se entretuvo en leer la contraportada. Miré
su rostro, la línea de su nariz, la palidez de sus facciones, la delicadeza de
sus largos dedos de maniquí, el cabello recogido bajo un gran sombrero color
naranja. Una muchacha atractiva. Iba sentada del lado de la ventana y otra
muchacha estaba sentada a su lado, viéndonos en silencio, sin intervenir en un
encuentro que parecía predestinado sin que nosotros lo supiéramos. Ella sonrió
de nuevo y preguntó:
—¿Es bueno?
—Yo creo que sí. Se trata de un
viaje largo a través de Europa y Asia, desde Londres hasta Tokio en todos los
trenes posibles. Arranca en el Orient Express y se devuelve en el
Transiberiano. Me gusta mucho.
Ella me respondió con otra
caricia de sus pestañas.
—Yo también me traje un libro —dijo—.
No puedo estar sin leer.
Ambos sonreímos. El volumen de
la música nos impidió avanzar, así que me concentré en las descripciones que el
autor hacía sobre Estambul y Teherán antes de tomar el siguiente tren para
atravesar Afganistán. Afuera, el día seguía siendo lechoso y lento, mostrando
una mañana apacible de noviembre que no tenía nada que ver con la música que
saltaba desde las cornetas y nos alejaba de Valencia. Llegamos al terminal de
Puerto Cabello, según los guías, con buen tiempo, suficiente para reunirnos con
los otros miembros del grupo que esperaban allí. Tres muchachos y una chica.
Intercambiamos rápidos saludos y sonrisas antes de convertirnos en unos ágiles
pollitos detrás de las cuatro gallinas que lideraban la caminata a través de
otras maletas y gritos que anunciaban destinos diferentes al nuestro en medio
de aquel gran corral cercano a la costa. Nos montamos en un autobús más pequeño
y destartalado donde no sobraban puestos libres. Tuvimos que viajar con los
bolsos encima de las piernas y las risas contagiosas de Laurel y Hardy en la
parte de atrás.
—¿Y ahora? —le pregunté a
Miguel, sentado junto a mí.
—Ahora vamos hasta Patanemo.
Allí desayunaremos antes de agarrar los peñeros. Les tenemos una sorpresa.
Viajábamos arracimados y ya
sudorosos, pero algo en la energía que compartíamos dejaba intuir que cierta
conexión se había establecido entre nosotros. Nos ayudábamos con los bolsos y
las carpas mientras las risas aumentaban de intensidad y los comentarios se
hacían en voz alta. Nadie se quejaba o ponía mala cara ante lo que se
avecinaba. Avanzamos por una vía pavimentada a la orilla del mar. El pequeño
transporte se llenó con el aroma salado de la espuma que reverberaba sobre la
arena. Respiré profundo y sonreí en silencio. Luego atravesamos un caserío
donde varios vendedores ambulantes saturaban el ambiente con los olores de sus
pescados fritos y empanadas de diferentes sabores. Más adelante subimos una
empinada cuesta desde la que miramos con embeleso las tonalidades entrecruzadas
del azul y el verde que manchaban el Caribe allá abajo. Gustavo iba explicando
dónde nos encontrábamos y qué debíamos ver desde los ventanales del autobús que
saltaba entre curva y curva. Descendimos la cuesta y una hilera de palmeras nos
recibió del otro lado. Y también una laguna casi seca donde se posaban en
delicado equilibrio uno que otro flamenco como pinceladas de rosa sobre las
tonalidades terrosas del fondo.
—¡Mira! —dijo una de las
muchachas—. ¿Qué es eso?
De nuevo Gustavo, ayudado por
Miguel, explicó que le hubiese gustado mostrarnos la laguna en su mejor
temporada, llena de agua y de muchos flamencos para tomar las primeras
fotografías. Todos sonreímos embobados ante la visión lejana de aquellas aves
de patas largas y cuellos de cisne. El autobús se detuve frente a un enorme
arco con letras desdibujadas por el salitre y descendimos uno por uno,
ayudándonos, estirando las piernas, mirando en silencio lo que nos rodeaba. Una
vez más Gustavo abrió la marcha y nos condujo hacia un quiosco solitario de
metal corroído y pintura descascarada cerca de la orilla. Una vieja de piel
curtida y agrietada salió a recibirlo con una sonrisa desdentada y luminosa.
Gustavo nos presentó a la que sería nuestra anfitriona durante el breve
desayuno.
—Muchachos —dijo—: esta es Mamá
Chita, y prepara las mejores empanadas de toda la playa de Patanemo. Vamos a
desayunar aquí. Pasen y siéntense.
Mamá Chita expandió aún más sus
mofletudos cachetes y achinó sus ojos antes de abrazar a Gustavo con fuerza.
Esa sonrisa nos incluyó a todos. Desde la cocina salieron dos negras de piel
tensa y cabello trenzado para organizar varias sillas y mesas formando una
ronda. Allí nos sentamos. Karla, la morena de risa fácil, y Laurel y Hardy
gravitaron hacia un rincón lateral del quisco. Vi que armaban allí un
improvisado salón de fumadores con las sillas blancas de plástico que sobraban de
la ronda. Me les uní de inmediato y nos convertimos en cuatro afinidades llenas
de nicotina a media mañana. Los demás se entretuvieron en comer, acomodar sus
bolsos, beber café y conversar mientras los guías acordaban los detalles para
subir a los peñeros lo más pronto posible. Creo que fue Gustavo, poco después,
quien sugirió hacer las presentaciones en torno al círculo de comensales. Él habló
primero, agradeciéndonos la confianza depositada en ellos y esperando que
nuestras expectativas quedaran cubiertas al final del paseo. Habló en nombre
suyo y de Miguel, Eduardo y Henry antes de cederle la palabra a la muchacha
sentada a su izquierda.
—Hola, chicos —dijo ella—. Mi
nombre es Kimberly y soy de Valencia. Soy esposa y mamá de dos príncipes
hermosos… Después les muestro las fotos… Y estoy aquí para descansar y despejar
la mente. No conozco Yap… ¿Yapuesta? ¡Ah, Yapascua! Ajá, bueno, y espero que
todos lo pasemos bien, disfrutemos mucho y regresemos con las pilas cargadas de
mucha buena vibra de este sitio que, según me cuentan, es maravilloso… ¡Ah! Y
vine con mi prima Karla, que está allá llenándose de humo tan temprano.
Gracias.
Entre risas y otros comentarios
intercalados, las presentaciones se fueron sucediendo en torno a las mesas
llenas de platos plásticos de colores y vasos pequeños de café negro. Gustavo
finalizó pidiendo que tuviéramos paciencia con ellos porque éramos el primer grupo,
el grupo inaugural, y que nosotros pondríamos a prueba todo lo que ellos habían
planificado durante varias semanas de antelación. Ese rasgo confesional nos
llenó de confianza y camaradería sin que se lo hubiesen propuesto. En nuestro
rincón, Karla nos explicó que venía de Caracas, Laurel dijo que trabajaba con
su papá en un taller mecánico y Hardy agregó que estudiaba Psicología en la
Universidad de Carabobo. Karla y yo entendimos que ellos eran amigos casi desde
que eran niños y por eso se comunicaban con tanta facilidad a través de frases
dejadas sin terminar y guiños cómplices en medio de las conversaciones.
Gustavo se separó con discreción
del grupo en medio de las presentaciones y regresó cerca del final. Cuando
hubimos terminado, nos informó que las lanchas habían llegado y que podíamos
seguir con el paseo. Nos despedimos de Mamá Chita con entusiasmo y caminamos
hacia la playa. Dos lanchas pintadas con un rojo brillante oscilaban sujetas a
la orilla con un largo y grueso mecate verde. Miguel y Henry se encargaron de
dividir el grupo en dos porciones más pequeñas y abordamos como pudimos en dos
conjuntos separados. Me senté entre la chica de piel lechosa que me hablara en
el autobús hacia Puerto Cabello (se llamaba Gabriela) y el muchacho de cabello
largo y barba oscura, llamado Fred.
—Agárrense bien —dijo Gustavo,
sentado frente a nosotros—. Es un viaje de veinte minutos aproximadamente.
La lancha maniobró para salir de
la playa con lentitud y después cobró fuerzas saltando entre las olas hacia mar
abierto. Viajamos bordeando la costa rocosa y sintiendo la brisa que alborotaba
los cabellos y provocaba sonrisas espontáneas, el agua salpicaba nuestros
rostros mientras intercambiábamos
miradas de alegría y temor ante el vaivén del peñero. Gustavo se ofreció a
tomarnos un par de fotografías y posamos con nuestra mejor actitud, disimulando
entre salto y salto. Más adelante nos mostró la efigie de una virgen, adosada a
la pared de roca, en medio de un nicho pedregoso, y nos dijo que los lancheros
peregrinaban hasta allí en ciertas temporadas para agradecer por los favores
concedidos y el cuidado prestado durante cada trayecto. Me pregunté cómo
habrían hecho para colocar la estatua en un sitio tan difícil y me respondí que
la fe podía hacer eso y muchas otras cosas más. Gabriela se sujetó a mi brazo y
Fred nos explicó que también había una ruta alternativa para llegar a Yapascua,
a pie, desde Patanemo; aunque con los bolsos a cuestas sería una caminata
fatigosa de varias horas.
—Estamos llegando, chicos —dijo
Gustavo.
La lancha aminoró la velocidad
hasta casi detenerse en un suave balanceo sobre las olas, y entonces avanzó con
precaución y lentitud sobre un mar calmado y transparente que dejaba ver
figuras oscuras en el fondo. El lanchero maniobró con destreza a través del
arrecife sobre una ruta que debía conocer ya de memoria, una ruta nacida de la
experiencia y el conocimiento transmitido entre diferentes y sucesivas
generaciones de pescadores y lugareños. La ensenada se abrió ante nosotros con
una quietud sobrecogedora.