2 de marzo de 2016

"París era una fiesta", de Ernest Hemingway.




                No recuerdo la primera vez que escuché o leí sobre este libro. Con el tiempo se transformó en un eco, en una referencia, en uno de esos títulos que sabes debes leer alguna vez antes de morir. Un guiño. Un susurro. La sensación se agudiza si compruebas que París es una de tus ciudades favoritas en el mundo. Y se magnifica luego de ver películas como Medianoche en París de Woody Allen. No me refiero a la calidad técnica del filme, ni a la historia misma que escogió representar el cineasta, sino a todo lo que se oculta detrás. Soy uno de los que hubiese disfrutado mucho sentándose a una mesa con Hemingway o Fitzgerald y simplemente escuchar, observar, paladear sus palabras y acciones. Sumergirme en una atmósfera que quizás he idealizado demasiado. Las charlas literarias. La camaradería entre escritores. La vanguardia artística. Las ideas que se discutían entre tragos hasta la madrugada. La luz diurna y la claridad de la noche. La vida vivida en un maravilloso presente continuo.
                En mi caso, creo, se trata de la convergencia de varios afectos. La ciudad, los nombres, la época, la sencillez y la complejidad de un tiempo fulgurante. El año pasado vi un documental que me dejó con ganas de más: París: Los años luminosos. Allí se narra el encuentro fortuito (porque nadie los convocó) de muchas mentes creativas por primera y única vez durante el siglo XX: escultores, pintores, escritores, coreógrafos, músicos, compositores, escenógrafos; todos jóvenes, todos confluyendo para sentar las bases de lo que llamaríamos Modernismo en casi todas las artes. Allí coincidieron Matisse, Braque, Hemingway, Stravinsky, Picasso, Gide, Nijinsky, Cocteau, Apollinaire, Stein, Fitzgerald, Duchamp, Tzara, Copland, Miró y muchos, muchos otros; es la visión de París como una ciudad catalizadora.
                Ernest Hemingway escribió París era una fiesta como una evocación de sus primeros años en la capital francesa, redactando sus cuentos iniciales, buscando su voz narrativa, conociendo a Gertrude Stein, Alice B. Toklas, Sylvia Beach, Ford Madox Ford, Scott Fitzgerald y Zelda, Ezra Pound, entre varios más, siempre atento, siempre perceptivo, renunciando a su trabajo como periodista del Toronto Star para dedicarse por completo a la escritura, y así rememora los cafés que frecuentaba y donde podía trabajar mejor, como la Closerie des Lilas u otro muy acogedor en la place Saint-Michel, o el sitio donde vivía en el 74 rue Cardinal Lemoine. Entonces comencé a subrayar:

                Cada día seguía trabajando hasta que una cosa tomaba forma, y siempre me interrumpía cuando veía claro cómo tenía que seguir. Así estaba seguro de continuar al día siguiente.

                O hablándose a sí mismo:

                “No te preocupes. Hasta ahora has escrito y seguirás escribiendo. Lo único que tienes que hacer es escribir una frase verídica. Escribe una frase tan verídica como sepas”. De modo que al cabo escribía una frase verídica, y a partir de allí seguía adelante. Entonces se me daba fácil porque siempre había una frase verídica que yo sabía o había observado o había oído decir. En cuanto me ponía a escribir como un estilista, o como uno que presenta o exhibe, resultaba que aquella labor de filacterio y de voluta sobraba, y era mejor cortar y poner en cabeza la primera sencilla frase indicativa verídica que hubiera escrito. En aquel cuarto tomé la decisión de escribir un cuento sobre cada cosa que me fuera familiar. Tenía esa intención presente siempre que escribía, y me daba una disciplina buena y severa.
                        En aquel cuarto aprendí también a no pensar en lo que tenía a medio escribir, desde el momento en que me interrumpía hasta que volvía a empezar al día siguiente. Así mi subconsciente haría su parte del trabajo y entre tanto yo escucharía lo que se decía y me fijaría en todo, con suerte, y aprendería, con suerte, y leería para no pensar en mi trabajo y volverme impotente para rematarlo.

                Descubrí que en esos días iniciales Hemingway aprendió mucho de las pinturas de Cézanne y otros pintores impresionistas. Una conversación interesante con Gertrude Stein sobre la homosexualidad. Su afición por visitar los museos. Los autores que prefería leer entonces: D. H. Lawrence, Aldous Huxley, Turguéniev, Dostoievski, Sherwood Anderson y su creciente fascinación con los relatos policiales de Simenon. Su afición por las carreras de caballos y luego por el ciclismo y el boxeo. En otra parte, más adelante, describe sobre los cambios que hizo en el cuento “Fuera de temporada” y por qué los hizo (ayuda tener a mano un volumen con sus relatos para leerlo sobre la marcha):

                Era un cuento muy sencillo titulado “Fuera de temporada”, en el cual omití el verdadero final, que era que el viejo protagonista se ahorcaba. Lo omití basándome en mi recién estrenada teoría de que uno puede omitir cualquier parte de un relato a condición de saber muy bien lo que uno omite, y de que la parte omitida comunica más fuerza al relato, y le da al lector la sensación de que hay más de lo que se le ha dicho.

                Subrayé ésa y muchas otras partes que me parecieron tan interesantes como el dinero que solía pedir prestado a Sylvia Beach de vez en cuando; o que Gertrude Stein opinara que su cuento “Allá en Michigan” era inaccrochable, es decir, algo relacionado con la indecencia; o la parte donde su esposa Hadley pierde una maleta llena de manuscritos que jamás pudieron recuperarse durante un viaje a Suiza; o su amistad con el barón Von Blixen, donde menciona que Lejos de África, escrito por Karen Blixen, es el mejor libro que se había escrito sobre África. París era una fiesta está lleno de anécdotas y reminiscencias que hace un Hemingway ya bastante mayor sobre una época que recuerda con cariño. El libro es una hermosa evocación, y esa es la impresión con la que prefiero quedarme.
                Un amigo que ahora vive en París me dice que él también disfrutó de este libro, hasta que le tocó vivir en París. Agrega que es «la piedra angular con la que se construyen mitos caza-turistas de que allí se pueden comer ostras y beber vino de Borgoña sin dinero». Yo creo que cualquiera con suficiente sentido común puede entender las diferencias de tiempo. Cuando Hemingway estuvo en París, su pobreza era relativa; entonces un estadounidense podía malvivir con unos pocos dólares en el bolsillo sin caer en tantas extravagancias. En todo caso, prefiero concentrarme en la importancia que la escritura tenía para Hemingway. Se puede decir que hay gente que escribe para vivir, y hay gente que vive para escribir, como él. Me parece que era un hombre muy detallista y observador, atento a lo que sucedía y a lo que se le contaba, para luego verter todo lo que pudiera en sus relatos y en sus novelas; es decir, valiéndose de su técnica, ya no tanto describir sino construir a partir de lo que recolectaba o veía o escuchaba.
                Hace pocos días leí una nota de otra amiga donde hace referencia a unas líneas de Leila Guerriero: «Acepten trabajos que estén seguros de no poder hacer y háganlos bien. Escriban sobre lo que les interesa, escriban sobre lo que ignoran, escriban sobre lo que jamás escribirían…». Pienso en esas líneas ahora porque las relaciono con Hemingway en el sentido del placer de una búsqueda, de un conocimiento, de un aprendizaje. A través de París era un fiesta se puede inferir el gozo y la curiosidad que Hemingway sentía ante lo desconocido: las carreras de caballos, el ciclismo, el boxeo, el alpinismo, esquiar en Austria; y todo lo que después intentó y que uno ya sabe: las corridas de toros en España, la pesca en Cuba o la caza en África. Pienso que Hemingway era un hombre apasionado que disfrutaba experimentando con cosas nuevas e interesantes para él. Un hombre que se nutría de muchos afluentes a la vez para volcarlo luego entre sus páginas.
                París era un fiesta me deja un sabor placentero en la boca. Es una lectura que no me ha decepcionado y que me ayuda a conocer mejor al hombre que se oculta detrás del escritor con anécdotas e historias personales que deconstruyen el mito, como por ejemplo el enamoramiento que sintió por Pauline mientras estaba casado aún con Hadley; o la vez en que Scott Fitzgerald le pidió el favor de ver su pene en el baño de caballeros porque Zelda le había dicho que no podía complacerla; o las correcciones y supresiones que hizo en las versiones primitivas de su novela Fiesta. Admiraba ya a Ernest Hemingway antes de que me lo recomendaran en uno de mis primeros talleres de narrativa, y lo admiro ahora más en función de escritor disciplinado y comprometido que antepuso la escritura y la curiosidad por encima de cualquier otra cosa.

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