No
recuerdo la primera vez que escuché o leí sobre este libro. Con el tiempo se
transformó en un eco, en una referencia, en uno de esos títulos que sabes debes
leer alguna vez antes de morir. Un guiño. Un susurro. La sensación se agudiza
si compruebas que París es una de tus ciudades favoritas en el mundo. Y se
magnifica luego de ver películas como Medianoche
en París de Woody Allen. No me refiero a la calidad técnica del filme, ni a
la historia misma que escogió representar el cineasta, sino a todo lo que se
oculta detrás. Soy uno de los que hubiese disfrutado mucho sentándose a una
mesa con Hemingway o Fitzgerald y simplemente escuchar, observar, paladear sus palabras y acciones. Sumergirme
en una atmósfera que quizás he idealizado demasiado. Las charlas literarias. La
camaradería entre escritores. La vanguardia artística. Las ideas que se
discutían entre tragos hasta la madrugada. La luz diurna y la claridad de la
noche. La vida vivida en un maravilloso presente continuo.
En
mi caso, creo, se trata de la convergencia de varios afectos. La ciudad, los
nombres, la época, la sencillez y la complejidad de un tiempo fulgurante. El año
pasado vi un documental que me dejó con ganas de más: París: Los años luminosos. Allí se narra el encuentro fortuito
(porque nadie los convocó) de muchas mentes creativas por primera y única vez
durante el siglo XX: escultores, pintores, escritores, coreógrafos, músicos,
compositores, escenógrafos; todos jóvenes, todos confluyendo para sentar las bases
de lo que llamaríamos Modernismo en casi todas las artes. Allí coincidieron
Matisse, Braque, Hemingway, Stravinsky, Picasso, Gide, Nijinsky, Cocteau,
Apollinaire, Stein, Fitzgerald, Duchamp, Tzara, Copland, Miró y muchos, muchos
otros; es la visión de París como una ciudad catalizadora.
Ernest
Hemingway escribió París era una fiesta
como una evocación de sus primeros años en la capital francesa, redactando sus cuentos
iniciales, buscando su voz narrativa, conociendo a Gertrude Stein, Alice B.
Toklas, Sylvia Beach, Ford Madox Ford, Scott Fitzgerald y Zelda, Ezra Pound, entre
varios más, siempre atento, siempre perceptivo, renunciando a su trabajo como
periodista del Toronto Star para
dedicarse por completo a la escritura, y así rememora los cafés que frecuentaba
y donde podía trabajar mejor, como la Closerie des Lilas u otro muy acogedor en
la place Saint-Michel, o el sitio donde vivía en el 74 rue Cardinal Lemoine. Entonces
comencé a subrayar:
Cada día seguía trabajando hasta que una
cosa tomaba forma, y siempre me interrumpía cuando veía claro cómo tenía que
seguir. Así estaba seguro de continuar al día siguiente.
O
hablándose a sí mismo:
“No te preocupes. Hasta ahora has escrito y
seguirás escribiendo. Lo único que tienes que hacer es escribir una frase
verídica. Escribe una frase tan verídica como sepas”. De modo que al cabo
escribía una frase verídica, y a partir de allí seguía adelante. Entonces se me
daba fácil porque siempre había una frase verídica que yo sabía o había
observado o había oído decir. En cuanto me ponía a escribir como un estilista,
o como uno que presenta o exhibe, resultaba que aquella labor de filacterio y
de voluta sobraba, y era mejor cortar y poner en cabeza la primera sencilla
frase indicativa verídica que hubiera escrito. En aquel cuarto tomé la decisión
de escribir un cuento sobre cada cosa que me fuera familiar. Tenía esa
intención presente siempre que escribía, y me daba una disciplina buena y
severa.
En aquel cuarto aprendí
también a no pensar en lo que tenía a medio escribir, desde el momento en que
me interrumpía hasta que volvía a empezar al día siguiente. Así mi
subconsciente haría su parte del trabajo y entre tanto yo escucharía lo que se
decía y me fijaría en todo, con suerte, y aprendería, con suerte, y leería para
no pensar en mi trabajo y volverme impotente para rematarlo.
Descubrí
que en esos días iniciales Hemingway aprendió mucho de las pinturas de Cézanne
y otros pintores impresionistas. Una conversación interesante con Gertrude Stein sobre
la homosexualidad. Su afición por visitar los museos. Los autores que prefería
leer entonces: D. H. Lawrence, Aldous Huxley, Turguéniev, Dostoievski, Sherwood
Anderson y su creciente fascinación con los relatos policiales de Simenon. Su afición
por las carreras de caballos y luego por el ciclismo y el boxeo. En otra parte,
más adelante, describe sobre los cambios que hizo en el cuento “Fuera de
temporada” y por qué los hizo (ayuda tener a mano un volumen con sus relatos
para leerlo sobre la marcha):
Era un cuento muy sencillo titulado “Fuera
de temporada”, en el cual omití el verdadero final, que era que el viejo
protagonista se ahorcaba. Lo omití basándome en mi recién estrenada teoría de
que uno puede omitir cualquier parte de un relato a condición de saber muy bien
lo que uno omite, y de que la parte omitida comunica más fuerza al relato, y le
da al lector la sensación de que hay más de lo que se le ha dicho.
Subrayé
ésa y muchas otras partes que me parecieron tan interesantes como el dinero que
solía pedir prestado a Sylvia Beach de vez en cuando; o que Gertrude Stein
opinara que su cuento “Allá en Michigan” era inaccrochable, es decir, algo relacionado con la indecencia; o la
parte donde su esposa Hadley pierde una maleta llena de manuscritos que jamás
pudieron recuperarse durante un viaje a Suiza; o su amistad con el barón Von Blixen,
donde menciona que Lejos de África,
escrito por Karen Blixen, es el mejor libro que se había escrito sobre África. París era una fiesta está lleno de
anécdotas y reminiscencias que hace un Hemingway ya bastante mayor sobre una
época que recuerda con cariño. El libro es una hermosa evocación, y esa es la
impresión con la que prefiero quedarme.
Un
amigo que ahora vive en París me dice que él también disfrutó de este libro,
hasta que le tocó vivir en París. Agrega que es «la piedra angular con la que se
construyen mitos caza-turistas de que allí se pueden comer ostras y beber vino
de Borgoña sin dinero». Yo creo que cualquiera con suficiente
sentido común puede entender las diferencias de tiempo. Cuando Hemingway estuvo
en París, su pobreza era relativa; entonces un estadounidense podía malvivir con unos pocos dólares en el
bolsillo sin caer en tantas extravagancias. En todo caso, prefiero concentrarme
en la importancia que la escritura tenía para Hemingway. Se puede decir que hay
gente que escribe para vivir, y hay gente que vive para escribir, como él. Me parece
que era un hombre muy detallista y observador, atento a lo que sucedía y a lo
que se le contaba, para luego verter todo lo que pudiera en sus relatos y en
sus novelas; es decir, valiéndose de su técnica, ya no tanto describir sino construir a partir de lo que recolectaba o veía o escuchaba.
Hace pocos días leí una nota de
otra amiga donde hace referencia a unas líneas de Leila Guerriero: «Acepten
trabajos que estén seguros de no poder hacer y háganlos bien. Escriban sobre lo
que les interesa, escriban sobre lo que ignoran, escriban sobre lo que jamás
escribirían…». Pienso en esas líneas ahora porque las relaciono con Hemingway
en el sentido del placer de una búsqueda, de un conocimiento, de un
aprendizaje. A través de París era un
fiesta se puede inferir el gozo y la curiosidad que Hemingway sentía ante
lo desconocido: las carreras de caballos, el ciclismo, el boxeo, el alpinismo,
esquiar en Austria; y todo lo que después intentó y que uno ya sabe: las
corridas de toros en España, la pesca en Cuba o la caza en África. Pienso que
Hemingway era un hombre apasionado que disfrutaba experimentando con cosas nuevas
e interesantes para él. Un hombre que se nutría de muchos afluentes a la vez
para volcarlo luego entre sus páginas.
París era un fiesta me deja un sabor placentero en la boca. Es una
lectura que no me ha decepcionado y que me ayuda a conocer mejor al hombre que
se oculta detrás del escritor con anécdotas e historias personales que
deconstruyen el mito, como por ejemplo el enamoramiento que sintió por Pauline
mientras estaba casado aún con Hadley; o la vez en que Scott Fitzgerald le
pidió el favor de ver su pene en el baño de caballeros porque Zelda le había
dicho que no podía complacerla; o las correcciones y supresiones que hizo en
las versiones primitivas de su novela Fiesta.
Admiraba ya a Ernest Hemingway antes de que me lo recomendaran en uno de mis
primeros talleres de narrativa, y lo admiro ahora más en función de escritor
disciplinado y comprometido que antepuso la escritura y la curiosidad por
encima de cualquier otra cosa.
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