29 de marzo de 2016

Yapascua (I).




                —Tengo 41 años, soy sedentario y soy homosexual —le dije a Gustavo—. Si no hay problemas con eso, puedes contar conmigo.
                Pude adivinar su sonrisa del otro lado de la línea del teléfono. El tono de voz efusivo, amable y cordial derribó mis reservas finales.
                Para nada estoy en contra de las personas con una orientación sexual distinta —dijo Gustavo—, todos somos diferentes y punto; debemos mostrar lo que sentimos y gracias por compartirlo. Para nada somos homofóbicos, tenemos claro que nuestra mente no se puede cerrar, tenemos que aceptar diferencias y eso es lo que me ha enseñado la vida con tan poco tiempo que llevo en ella.
                Gustavo Celis fue mi enlace con el grupo de bloggers mochileros. Leí sobre ellos en una cuenta de Instagram y me atrajo un guiño subrepticio hacia esos viajes que solía hacer en plena adolescencia con mis amigos. Bajo presupuesto, poca comida, comodidades mínimas y toda la naturaleza que pudiéramos absorber durante el paseo a nuestro antojo. Me llamó la atención que todavía se hiciera. Y por eso me animé a ponerme en contacto con él. Gustavo se mostró muy atento desde el principio, aclarando mis dudas y exponiéndome los parámetros del viaje. Yo no conocía Yapascua y él prometió que me encantaría. Algo chispeante en sus descripciones avivó mi curiosidad y decidí intentarlo. El resto de la semana busqué quien me prestara un bolso grande de viaje, un sleeping-bag y una carpa.
                La mañana del sábado llegué a Valencia con un amago de anticipación en la garganta. Pensé en la expectativa que sentía siendo un niño cuando sabía que al día siguiente iríamos a la playa. Una alegría contenida. Un gozo anticipado que no terminaba de nacer. Miré la hora en la pantalla de mi teléfono celular y supe que había llegado temprano. Compré un café en una cafetería cercana y fumé un cigarrillo en la parte externa del Terminal, viendo la gente que iba y venía con sus bolsos y maletas mientras una claridad lechosa y azulada manchaba el cielo desde el este. Boté la colilla del cigarrillo con una inspiración profunda y regresé al interior maloliente. Cerca de los cubículos de información se estaban congregando varios muchachos y muchachas. Hablaban entre ellos y cada uno reposaba un bolso grande contra sus rodillas. Una de las chicas rio por encima de los gritos de los hombres que anunciaban las salidas hacia Barquisimeto, Caracas, Ciudad Bolívar, Barinas y otros sitios lejanos. Me acerqué a ellos con cautela.
                —Buen día —dije—. Disculpen, ¿ustedes son el grupo de Yapascua?
                Algunos chicos asintieron y dos de las muchachas me respondieron que sí. Casi todos sonrieron. Dejé mi bolso en el piso, imitándoles, y presté atención a lo que decían. La charla se efectuaba en varios niveles superpuestos, pero el hilo conductor de las conversaciones eran otros viajes pretéritos que cada quien había realizado. Lo único que nos unía era que ninguno había estado antes en Yapascua. De pronto, unos y otros comenzaron a manipular sus teléfonos celulares. Supongo que la cohesión del grupo permitía cierta audacia para sacar los aparatos allí, entre tanta gente, con tantos robos y asaltos que se veía y leía y escuchaban a diario. Incluso mi teléfono vibró con insistencia. Era un mensaje de Gustavo para anunciar que había creado un grupo en WhatsApp y que todos estábamos agregados, también informaba que llegaría con un poco de retraso, porque venía acompañado por otra de las muchachas del grupo. Tuve tiempo para beber otro café y fumar un tercer cigarrillo conforme la mañana avanzaba sobre nosotros. Al cabo de media hora Gustavo llegó con el resto de los integrantes del grupo. Nos presentamos («Eres Luis, ¿verdad?», dijo con una sonrisa) y de inmediato Gustavo y sus amigos nos condujeron hacia los andenes de autobuses.
                —En fila, muchachos —dijo Eduardo Monzón mientras sorteaba grupos de personas, maletas y perros callejeros—. No se distraigan. Vamos a ver si cabemos todos en un solo viaje.
                Estaba con ellos y estaba ausente. Los miraba sintiéndome parte del grupo y al mismo tiempo era un testigo omnisciente. Escuché a otro de los amigos de Gustavo, Miguel Ortega, decir que la gente de Puerto Cabello aún no respondía. Las palabras de Miguel se mezclaron con el hedor que emergía entre los autobuses, los gritos que anunciaban las salidas y el murmullo de mi propio grupo conforme intentábamos subir al transporte que Gustavo había escogido. El bolso pesaba en mi espalda e intentaba no separarme de los demás, cuyos rostros ya identificaba sin problemas. La mujer morena y de sonrisa fácil que iba con otra muchacha de menor estatura y pasos torpes. El muchacho de la gorra amarilla con talante ceñudo. La chica de piel pálida y gestos de actriz de Hollywood. Los cuatro guías. Las dos muchachas jóvenes que parecían hermanas y no lo eran, según supe luego. La pareja de novios que no se soltaban las manos. El chico trigueño con barba y cabello largo. Los dos muchachos similares a Laurel y Hardy que no paraban de reír. Las caras se superponían y se entrecruzaban entre sí, ya familiares a pesar de que no los había visto nunca.
                —No, aquí no entramos todos —dijo Gustavo retrocediendo por el pasillo del autobús—. Hay que buscar otro. Bájense, bájense.
                Obedecimos en silencio conforme Henry Aguiar, otro de los guías, hablaba con el conductor de otra unidad. Lo vi asentir y buscarnos con la mirada. Se comunicó en silencio con Gustavo y todos miramos la mano alzada de Miguel pidiéndonos seguirlo. Conseguí sentarme entre los primeros puestos, cerca de las puertas dobles que olían a aceite fresco. La música del autobús retumbaba con las cadencias de un reggaetón de moda. Los vi pasar junto a mí, seguir a lo largo del pasillo, reír, forcejear con sus bolsos, y pronto estuvimos listos para partir. Nadie se sentó a mi lado. No supe si interpretarlo como un regalo para sentirme cómodo o un desplante de las sonrisas que fingían no ser homofóbicas. Decidí sacar el libro que llevaba conmigo y concentrarme en la lectura. Ya estaba allí. Ya estaba con ellos. Ya el autobús arrancaba. Ya no podía regresarme sin sentirme tonto e infantil o temeroso ante lo desconocido. Miré a través de la ventana y respiré profundo mientras salíamos del Big Low Center y pensé cómo se sentirían los pasajeros del Titanic conforme se separaban del muelle en Southampton para adentrarse en las aguas oscuras del océano Atlántico.
                Creo que acabábamos de pasar el viejo peaje de salida de Valencia hacia Puerto Cabello cuando ella me habló. Era una voz melosa y suave, casi una caricia verbal. Tropecé con sus ojos cuando levanté la mirada. Era hermosa. Muy hermosa.
                —¿Qué lees? —dijo ella.
                Sonreí y le mostré la portada de mi libro: El gran bazar del ferrocarril de Paul Theroux. Se lo pasé y ella se entretuvo en leer la contraportada. Miré su rostro, la línea de su nariz, la palidez de sus facciones, la delicadeza de sus largos dedos de maniquí, el cabello recogido bajo un gran sombrero color naranja. Una muchacha atractiva. Iba sentada del lado de la ventana y otra muchacha estaba sentada a su lado, viéndonos en silencio, sin intervenir en un encuentro que parecía predestinado sin que nosotros lo supiéramos. Ella sonrió de nuevo y preguntó:
                —¿Es bueno?
                —Yo creo que sí. Se trata de un viaje largo a través de Europa y Asia, desde Londres hasta Tokio en todos los trenes posibles. Arranca en el Orient Express y se devuelve en el Transiberiano. Me gusta mucho.
                Ella me respondió con otra caricia de sus pestañas.
                —Yo también me traje un libro —dijo—. No puedo estar sin leer.
                Ambos sonreímos. El volumen de la música nos impidió avanzar, así que me concentré en las descripciones que el autor hacía sobre Estambul y Teherán antes de tomar el siguiente tren para atravesar Afganistán. Afuera, el día seguía siendo lechoso y lento, mostrando una mañana apacible de noviembre que no tenía nada que ver con la música que saltaba desde las cornetas y nos alejaba de Valencia. Llegamos al terminal de Puerto Cabello, según los guías, con buen tiempo, suficiente para reunirnos con los otros miembros del grupo que esperaban allí. Tres muchachos y una chica. Intercambiamos rápidos saludos y sonrisas antes de convertirnos en unos ágiles pollitos detrás de las cuatro gallinas que lideraban la caminata a través de otras maletas y gritos que anunciaban destinos diferentes al nuestro en medio de aquel gran corral cercano a la costa. Nos montamos en un autobús más pequeño y destartalado donde no sobraban puestos libres. Tuvimos que viajar con los bolsos encima de las piernas y las risas contagiosas de Laurel y Hardy en la parte de atrás.
                —¿Y ahora? —le pregunté a Miguel, sentado junto a mí.
                —Ahora vamos hasta Patanemo. Allí desayunaremos antes de agarrar los peñeros. Les tenemos una sorpresa.
                Viajábamos arracimados y ya sudorosos, pero algo en la energía que compartíamos dejaba intuir que cierta conexión se había establecido entre nosotros. Nos ayudábamos con los bolsos y las carpas mientras las risas aumentaban de intensidad y los comentarios se hacían en voz alta. Nadie se quejaba o ponía mala cara ante lo que se avecinaba. Avanzamos por una vía pavimentada a la orilla del mar. El pequeño transporte se llenó con el aroma salado de la espuma que reverberaba sobre la arena. Respiré profundo y sonreí en silencio. Luego atravesamos un caserío donde varios vendedores ambulantes saturaban el ambiente con los olores de sus pescados fritos y empanadas de diferentes sabores. Más adelante subimos una empinada cuesta desde la que miramos con embeleso las tonalidades entrecruzadas del azul y el verde que manchaban el Caribe allá abajo. Gustavo iba explicando dónde nos encontrábamos y qué debíamos ver desde los ventanales del autobús que saltaba entre curva y curva. Descendimos la cuesta y una hilera de palmeras nos recibió del otro lado. Y también una laguna casi seca donde se posaban en delicado equilibrio uno que otro flamenco como pinceladas de rosa sobre las tonalidades terrosas del fondo.
                —¡Mira! —dijo una de las muchachas—. ¿Qué es eso?
                De nuevo Gustavo, ayudado por Miguel, explicó que le hubiese gustado mostrarnos la laguna en su mejor temporada, llena de agua y de muchos flamencos para tomar las primeras fotografías. Todos sonreímos embobados ante la visión lejana de aquellas aves de patas largas y cuellos de cisne. El autobús se detuve frente a un enorme arco con letras desdibujadas por el salitre y descendimos uno por uno, ayudándonos, estirando las piernas, mirando en silencio lo que nos rodeaba. Una vez más Gustavo abrió la marcha y nos condujo hacia un quiosco solitario de metal corroído y pintura descascarada cerca de la orilla. Una vieja de piel curtida y agrietada salió a recibirlo con una sonrisa desdentada y luminosa. Gustavo nos presentó a la que sería nuestra anfitriona durante el breve desayuno.
                —Muchachos —dijo—: esta es Mamá Chita, y prepara las mejores empanadas de toda la playa de Patanemo. Vamos a desayunar aquí. Pasen y siéntense.
                Mamá Chita expandió aún más sus mofletudos cachetes y achinó sus ojos antes de abrazar a Gustavo con fuerza. Esa sonrisa nos incluyó a todos. Desde la cocina salieron dos negras de piel tensa y cabello trenzado para organizar varias sillas y mesas formando una ronda. Allí nos sentamos. Karla, la morena de risa fácil, y Laurel y Hardy gravitaron hacia un rincón lateral del quisco. Vi que armaban allí un improvisado salón de fumadores con las sillas blancas de plástico que sobraban de la ronda. Me les uní de inmediato y nos convertimos en cuatro afinidades llenas de nicotina a media mañana. Los demás se entretuvieron en comer, acomodar sus bolsos, beber café y conversar mientras los guías acordaban los detalles para subir a los peñeros lo más pronto posible. Creo que fue Gustavo, poco después, quien sugirió hacer las presentaciones en torno al círculo de comensales. Él habló primero, agradeciéndonos la confianza depositada en ellos y esperando que nuestras expectativas quedaran cubiertas al final del paseo. Habló en nombre suyo y de Miguel, Eduardo y Henry antes de cederle la palabra a la muchacha sentada a su izquierda.
                —Hola, chicos —dijo ella—. Mi nombre es Kimberly y soy de Valencia. Soy esposa y mamá de dos príncipes hermosos… Después les muestro las fotos… Y estoy aquí para descansar y despejar la mente. No conozco Yap… ¿Yapuesta? ¡Ah, Yapascua! Ajá, bueno, y espero que todos lo pasemos bien, disfrutemos mucho y regresemos con las pilas cargadas de mucha buena vibra de este sitio que, según me cuentan, es maravilloso… ¡Ah! Y vine con mi prima Karla, que está allá llenándose de humo tan temprano. Gracias.
                Entre risas y otros comentarios intercalados, las presentaciones se fueron sucediendo en torno a las mesas llenas de platos plásticos de colores y vasos pequeños de café negro. Gustavo finalizó pidiendo que tuviéramos paciencia con ellos porque éramos el primer grupo, el grupo inaugural, y que nosotros pondríamos a prueba todo lo que ellos habían planificado durante varias semanas de antelación. Ese rasgo confesional nos llenó de confianza y camaradería sin que se lo hubiesen propuesto. En nuestro rincón, Karla nos explicó que venía de Caracas, Laurel dijo que trabajaba con su papá en un taller mecánico y Hardy agregó que estudiaba Psicología en la Universidad de Carabobo. Karla y yo entendimos que ellos eran amigos casi desde que eran niños y por eso se comunicaban con tanta facilidad a través de frases dejadas sin terminar y guiños cómplices en medio de las conversaciones.
                Gustavo se separó con discreción del grupo en medio de las presentaciones y regresó cerca del final. Cuando hubimos terminado, nos informó que las lanchas habían llegado y que podíamos seguir con el paseo. Nos despedimos de Mamá Chita con entusiasmo y caminamos hacia la playa. Dos lanchas pintadas con un rojo brillante oscilaban sujetas a la orilla con un largo y grueso mecate verde. Miguel y Henry se encargaron de dividir el grupo en dos porciones más pequeñas y abordamos como pudimos en dos conjuntos separados. Me senté entre la chica de piel lechosa que me hablara en el autobús hacia Puerto Cabello (se llamaba Gabriela) y el muchacho de cabello largo y barba oscura, llamado Fred.
                —Agárrense bien —dijo Gustavo, sentado frente a nosotros—. Es un viaje de veinte minutos aproximadamente.
                La lancha maniobró para salir de la playa con lentitud y después cobró fuerzas saltando entre las olas hacia mar abierto. Viajamos bordeando la costa rocosa y sintiendo la brisa que alborotaba los cabellos y provocaba sonrisas espontáneas, el agua salpicaba nuestros rostros  mientras intercambiábamos miradas de alegría y temor ante el vaivén del peñero. Gustavo se ofreció a tomarnos un par de fotografías y posamos con nuestra mejor actitud, disimulando entre salto y salto. Más adelante nos mostró la efigie de una virgen, adosada a la pared de roca, en medio de un nicho pedregoso, y nos dijo que los lancheros peregrinaban hasta allí en ciertas temporadas para agradecer por los favores concedidos y el cuidado prestado durante cada trayecto. Me pregunté cómo habrían hecho para colocar la estatua en un sitio tan difícil y me respondí que la fe podía hacer eso y muchas otras cosas más. Gabriela se sujetó a mi brazo y Fred nos explicó que también había una ruta alternativa para llegar a Yapascua, a pie, desde Patanemo; aunque con los bolsos a cuestas sería una caminata fatigosa de varias horas.
                —Estamos llegando, chicos —dijo Gustavo.
                La lancha aminoró la velocidad hasta casi detenerse en un suave balanceo sobre las olas, y entonces avanzó con precaución y lentitud sobre un mar calmado y transparente que dejaba ver figuras oscuras en el fondo. El lanchero maniobró con destreza a través del arrecife sobre una ruta que debía conocer ya de memoria, una ruta nacida de la experiencia y el conocimiento transmitido entre diferentes y sucesivas generaciones de pescadores y lugareños. La ensenada se abrió ante nosotros con una quietud sobrecogedora.




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