Acabábamos de arrodillarnos, ya
cerca de finalizar la sesión.
—Ahora —dijo el instructor—, con
la espalda bien recta y estirada, lleven los glúteos a los talones, siempre con
la espalda recta y los brazos relajados.
Todos seguimos sus instrucciones
y nos sentamos sobre nuestros pies. La música suave, al final de la habitación,
ayudaba a relajarnos. Con los ojos cerrados me imaginé sentado sobre una roca,
en medio de un río pequeño. Respiré profundo.
—Ahora —siguió el instructor—, inclinen
la parte superior del cuerpo hacia adelante y apoyen la cabeza en sus
colchonetas, dejando caer el pecho contra las piernas.
Todos seguimos sus instrucciones
y apoyamos la frente contra la colchoneta.
—Hagan inhalaciones profundas —dijo
el instructor—. Llenen sus cuerpos. Relajen los brazos y coloquen las manos
junto a los pies. Mantengan los ojos cerrados.
Me concentré en la imagen mental
de mi cuerpo sobre una roca, en medio de un río. Con los ojos cerrados. Imaginé
la tibieza del sol sobre mi espalda. Escuché el rumor del agua entre las
piedras. El sonido ambivalente del canto de algunos pájaros. ¿Había pájaros en
mi fantasía? ¿O eso formaba parte de la canción que sonaba en ese momento? Mi mente
rebelde intentaba dispersarse, pero la sujeté a través de otra profunda
inspiración. Relajé los músculos de los brazos y las piernas. En el fondo del
bosque, o quizás camuflado detrás de la canción, sonaba algo confuso y
distante. Un ruido vago de voces. Si se trataba de personas acercándose al río,
me hubiese gustado espantarlas con un movimiento de la mano. Pero me dije que
eso no era una acción positiva y amable. Me regañé por encima del murmullo vacilante
que se hacía más fuerte que el burbujeo del agua a mi alrededor. Todavía con
los ojos cerrados, percibí un rápido movimiento de aire junto a mi brazo
derecho, por lo que supuse que el instructor acababa de pasar por mi lado para
llegar hasta la puerta del salón. El sonido metálico del picaporte. Las voces
aumentando el volumen y entrando como animales desbocados. Alguien alzaba la
voz. La gente junto a la orilla del río se tornaba fastidiosa.
—Disculpen —sonó la voz del
instructor—: a alguien le robaron un caucho allá afuera.
Varias exclamaciones, quejidos,
ojos que se abrían con sorpresa, movimientos acelerados hacia la puerta donde
estaba el instructor con las cejas alzadas y la mirada saltando de unos a
otros. Las espaldas encontrándose en un flujo violento para bajar por la
estrecha escalera hacia la calle. Mi sensación de “coitus interruptus” porque
había venido caminando, porque no tenía que pasar por esos amargos tragos de la
inseguridad, porque lamentaba que la sesión se suspendiera con ese tono de
alarma y frustración y molestia, porque hubiese preferido seguir montado en mi
piedra en medio del río; pero lo que ocurría cerca de la orilla del agua
parecía más grande y más fuerte, mucho más grande y más fuerte que nuestros
intentos de alcanzar un equilibrio interior, un punto de relajación para
soportar los mordiscos de la cotidianidad venezolana.
Namasté.
2 comentarios:
Como siempre me encanta tu forma de plasmar lo cotidiano, además de los finales inesperados. Te quiero.
Bueno
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