—Sí,
por favor —dice Roberto.
Ella
cruza la sala del apartamento al emerger desde el pasillo que conduce a las
habitaciones; sigue hablando en voz alta al llegar a la cocina, de espaldas a
él, mientras prepara la cafetera.
—Dime
algo. ¿Y ahora qué vas a hacer?
—Pues,
no lo sé; llegar a Londres, hablar con Marcos; después, veré.
—¿Cómo
está Marcos? —quiere saber ella—. Debe ser un hombre ya.
Roberto
sonríe antes de bajar la mirada.
—Espero
que sea un mejor hombre que su progenitor.
Irene
ríe con una carcajada rápida al tiempo que lleva las tazas de vuelta a la
cocina.
—No
recuerdo sobre el azúcar. ¿Sí? ¿No?
—Un
poquito —dice Roberto—. Ya a mi edad…
Irene
vuelve a reír.
—Tonto.
Te conservas muy bien. De verdad. Una vez le comenté a Juancho que de todas
nuestras amistades del liceo, sólo nosotros nos veíamos igual. Es extraño, ¿no?
Casi todos han engordado o se han descuidado. No entiendo eso.
—Ah,
pero es que tú llevas una dieta mediterránea. Haces trampas. Allá en Venezuela
tienen que comer lo que se consiga.
Irene
regresa con las dos tazas llenas y humeantes. Coloca una frente a Roberto y
conserva la otra en la mano derecha mientras se sienta en el sofá junto a él.
—No,
ahora en serio: no sabes cuánto me alegré cuando pude lograr que mi hermana se
viniera con el esposo. Ya con dos bebés la situación estaba muy difícil para
ellos. Lo que ella me cuenta es increíble. Parece que es más complejo de lo que
se dice en los periódicos o en la televisión.
Roberto
da un sorbo a su taza, con cuidado para no quemarse.
—Lo
siento —dice Irene—. ¿Está muy caliente? Es la costumbre.
—Yo
nunca me acostumbré. Prefería ponerle leche fría de la nevera. Y beberme un vaso.
Esto de las tazas siempre me pareció un asunto de señoras mayores. Bueno…
La
mirada que lanza a Irene es retadora, juguetona, lateral. Pero ella lo ignora.
—¿Café
frío? —dice Irene.
Ella
arruga la cara y mira su propia taza. Sopla un poco antes de beber.
—Bueno
—sigue Irene—, no debería extrañarme. Es muy típico de ti. Hacer siempre las
cosas de forma diferente a los demás.
Roberto
sonríe y alza las cejas.
—¿Esa
es una manera muy sutil de llamarme rebelde? —dice—. ¿O jodedor? Muy chistosa…
Nah, es cuestión de gustos. Eso es todo. No hay nada raro en eso.
Luego
agrega:
—A
Juancho también le gustaba así… Hasta ahora no he conocido a nadie que lo beba
frío; o sea, que prefiera beberlo no caliente, quise decir.
Irene
mueve la cabeza en un gesto negativo.
—Me
hubiese gustado hablar de nuevo con él, ¿sabes? No recuerdo cuándo fue la
última vez que pudimos conversar por teléfono. De vez en cuando leía sus
estados en Facebook y los comentaba, pero más nada… Fue un golpe duro. Muy
duro.
—Sí
—dice Roberto—. Te entiendo. Pero todos vamos en esa dirección; claro, unos van
más rápido que otros. Yo estoy viviendo tiempo prestado. Ya tengo las maletas
listas.
Irene
lo mira con atención mientras bebe otro sorbo de café, luego chasquea la lengua
con un gesto de reproche en la mirada.
—¿Quieres
leche? Puedo prepararla rápido.
—No,
bella, tranquila. Así está bien. Es mejor que vaya acostumbrándome. No creo que
en Londres me vean con buena cara cuando pida un café frío. Además, el clima no
me ayudará tampoco. Café frío en Londres, ¿te imaginas? Uy, ¡qué cutre!, dirá
la gente. Y aquellas viejas inglesas con las narices respingonas y la boca fruncida.
Irene
no puede evitar la imagen mental de lo que describe Roberto y se ríe con él
antes de preguntar:
—¿Y
de verdad piensas quedarte viviendo allá?
—No
lo sé —dice Roberto—. Tengo muchas cosas que hablar con Marcos antes de tomar
una decisión. No quiero presionarlo.
—Es
tu hijo. Él entenderá.
—No
se trata de eso. Desde que era un chamo he intentado enseñarle a ser
independiente, a valerse por sí mismo, a no esperar nada de los demás… Tú
sabes. Uno intenta pasar la información, las claves para ganarle algunas
partidas a la vida. Algunas.
—Bueno…
Vive solo. Parece que lo ha logrado. Yo pienso mucho en eso con respecto a
Hélène. Jean-Luc dice que me preocupo demasiado, que son otros tiempos muy
diferentes, pero yo igual me inquieto pensando en su futuro.
—Él
antes vivía con unos primos —dice Roberto—, pero ahora ya consiguió un piso
para él solo. Es algo tipo estudio, según entendí.
Irene
deja su taza encima de la mesa y pregunta:
—¿Y
ya sabe que vas en camino? ¿O es una sorpresa?
—Hmmm…
Más o menos. Le dije que podía visitarlo esta semana. Pero no quise explicarle
porqué. Prefiero hablarlo en persona. Es por Lolia. Querrá saber qué fue lo que
pasó. Tampoco sé si ya habló con ella.
Irene
se inclina un poco hacia Roberto antes de cruzar sus piernas y sentarse sobre
ellas, como una antigua cuentista oriental.
—¿Y
ella?
—¿Ella?…
Ella está bien. Te mandó saludos —dice Roberto con una sonrisa.
—No
seas tonto. Me refiero a cómo lo ha tomado.
—Bastante
bien, dadas las circunstancias. Al menos no llevará luto por mí.
Irene
se inclina y golpea el hombro de Roberto.
—Tú
no cambias. Es en serio, chico.
—Bueno,
es en serio. ¿Qué quieres que te diga?
—No
tienes remedio.
—No.
Para qué. Ya estoy muy viejo para eso.
Irene
respira profundo y lo mira fijamente.
—Me
sorprendió mucho tu llamada. Fue una bomba. No lo esperaba.
—Ah,
caramba… ¿Te incomodo?
—Estoy
hablando en serio, Roberto. No seas así.
—¿Así,
cómo? Sonó como si te incomodara.
—Para
nada. Es sólo que no esperaba escuchar tu voz al otro lado del teléfono. Fue…
No sé cómo explicártelo. Fue una sorpresa. También porque había estado pensando
en Juancho. Lo he recordado mucho últimamente.
Roberto
se concentra en su taza de café y bebe un sorbo, ya sin cuidado. Bebe otro
sorbo. Pasea la mirada por las pequeñas reproducciones pardas que cuelgan en la
pared frente a ellos. Parecen unas litografías diminutas e inacabadas. Luego
gira el torso para enfrentar a Irene y alza las cejas en una muda pregunta,
como si no recordara en dónde había quedado la conversación. Parpadea y parece
retomar el hilo.
—Es
normal —dice él—. Ustedes eran muy amigos. Lo eran, ¿no? ¿Todavía?
—Quiero
creer que sí. Aunque ya no hablábamos como antes. Pero había un vínculo
especial entre nosotros. Desde que estábamos en el liceo. Tú lo sabes. Eso
nunca cambió. Ni siquiera durante la época cuando estuvimos distanciados,
cuando yo me había ido a Caracas, a la universidad, y comenzamos a discutir…
por ti, ahora que lo recuerdo.
Roberto
coloca la taza casi vacía sobre la mesa y voltea a mirar a Irene.
—¿Por
mí? ¿Qué tengo yo que ver en eso?
Irene
alarga una sonrisa que brilla en sus ojos.
—Tú
sabes muy bien de qué estoy hablando… ¡No puede ser! ¿En serio lo olvidaste?
Qué loco. Peleábamos por ti.
Roberto
aparta la mirada y alza las manos en el aire, como para defenderse de una
acusación invisible.
—Bien
bueno, pues; lo que me faltaba. El rompecorazones. No me jodas, Irene.
Ella
se revuelve en su esquina del sofá sin dejar de sonreír.
—¡Es
en serio! No me digas que no lo sabías. No me lo creo. Juancho tiene que
habértelo dicho. Y tú tienes que haberte fijado en eso. ¡Por favor! No te hagas
el loco.
—No,
señor; ustedes y sus peos. A mí no me mezcles en esas vainas.
Irene
fija la vista en un punto indeterminado del techo y dice:
—Qué
locura, ¿no? Éramos unos chamos apenas. Teníamos tanto por delante y ya
sentíamos el peso de las emociones con tanta intensidad. Sí, éramos muy
intensos para la edad que teníamos…
—En
eso sí estamos de acuerdo… Coño, es que eran intensos. Muy intensos.
Irene
le devuelve la mirada a Roberto.
—Éramos
intensos, sí. Porque éramos diferentes. Quizá precoces. Tal vez sea eso. Y tú
tampoco ayudabas mucho. Qué flechazo sentí por ti… Lo que nunca imaginé fue que
Juancho también sintiera lo mismo. Eras un tipazo.
Irene
ríe con complicidad mientras comparte sus recuerdos. Los revive.
—Ah,
o sea —dice Roberto fingiéndose ofendido—, ¿que ya no lo soy?
Irene
ríe con mayor amplitud ahora, cómoda. Juguetona, casi.
—Sí,
todavía eres un tipazo…
Y
luego los dos, al unísono:
—¡A
tu edad!
—A
mi edad.
La
risa de Irene es contagiosa y Roberto sonríe.
—Pues,
sabrás que me echan mucho los tejos en Barcelona.
—¿Los
tejos? ¿Cómo así?
—Bueno
—explica él—, que me piropean en la calle. Todavía.
—¿Ah,
sí? Mira, tú… Y todavía te quejas.
Roberto
se inclina para agarrar la taza y beber lo último que queda del café. Lo
saborea con gusto, lo retiene un momento en la boca y luego lo traga. Chasquea
la lengua antes de seguir:
—Y
no son señoras, te cuento.
—No,
me imagino que no… —dice ella, y luego, pensándolo mejor—: ¿Fue por eso que te
separaste de Lolia?
Roberto
se queda callado e Irene insiste:
—¿Es
por eso? ¿Estás con alguien más? ¡Cuenta, cuenta! ¡Chismea!
Ella
vuelve a sonreír como si intercambiaran confidencias adolescentes.
—No,
vale, nada que ver. Nos separamos porque ya no funcionaba. ¿Qué más se le podía
pedir a esa relación? Lolia es muy… Lolia. Es una mujer difícil. Bueno… yo
tampoco soy muy fácil que digamos.
—Exacto.
Te lo iba a decir. Quizá los dos han cambiado mucho. Es lógico.
Roberto
baja la mirada hasta el plato de porcelana con la taza moteada y juega con la cucharilla
de metal. Durante un intervalo sólo se oye el tintineo del metal contra la
porcelana.
—Puede
ser. ¿Y tú? ¿Y ustedes?
—¿Qué?
¿Te refieres a Jean-Luc?
Ella
cambia de posición sin bajar las piernas del sofá. Sigue:
—Jean-Luc
es todo lo que pude haber buscado en un hombre. Él es mi faro. Él es mi
estabilidad. Sin Jean-Luc no estaría hoy aquí.
—¿En
París?
—No,
chico; me refiero a aquí, a este momento de mi vida.
La
mirada de Irene vaga hacia el pasillo que conduce hasta las habitaciones, el
sitio donde duerme su hija.
—Jean-Luc
es como una cuerda que me sujeta a la tierra. Con él me siento segura. Sí. Con
él me siento muy segura.
Roberto
arquea las cejas.
—¿Tan
predecible es el carajo?
Irene
sonríe y lo mira con reproche.
—No
seas malo, Roberto. No es así. Yo sé que la diferencia de edad se presta para
muchas especulaciones, pero no es como tú piensas. Entre nosotros la edad no
tiene importancia.
—¿Cuánto
se llevan?
Irene
intuye que su curiosidad es genuina.
—Quince
años. Jean-Luc me lleva quince años. Pero es un tipazo.
—Hmmm…
¿Como yo?
Ella
ríe. Su risa es espontánea.
—Bueno,
un tipazo de otro estilo. Pero es un tipazo.
Hay
una pausa entre ellos. Una pausa que se extiende por encima de las tazas vacías
y el silencio del apartamento y el tintineo de la cucharilla contra el plato de
porcelana. A lo lejos, a través de la ventana abierta, llega el eco de unos
niños gritando y riendo. Es un sonido vago e ininteligible. Un ruido infantil.
—Creo
que encontré a Jean-Luc —dice ella— cuando me tocaba. Estaba cansada de perder
el tiempo con hombres que no me entendían. Jean-Luc me tiene mucha paciencia. Y
me quiere como soy.
—¿Y
cómo eres?
—Tú
lo sabes.
—No,
no lo sé.
—Sí,
sí lo sabes. Tú me conociste cuando era una muchachita brincona que saltaba de
un lado al otro. Era muy inconforme con todo. Buscaba algo. A Jean-Luc, quizá.
Lo buscaba en otros hombres. Lo buscaba a través de otras experiencias. Pero él
es el hombre con quien debo estar. Llegué. Lo encontré. No fue fácil. Pero lo
encontré.
Roberto
la mira de soslayo, una visión socarrona:
—Coño,
Irene, escucharte es como escuchar las pendejadas de Juancho. ¿No crees que
estás mayorcita para tanta cursilería? Digo yo, no sé. La vida es muy sencilla,
pero ustedes escogen complicársela. Una y otra vez. No sé. O será que yo escogí
la vía más práctica. Si no funcionó, no funcionó, y punto.
Irene
sostiene su mirada. Hay un relámpago de emociones superpuestas que inicia con
un desdén mal disimulado y finaliza en una curiosidad inesperada. Irene quiere
saber:
—¿Es
eso lo que le dirás a tu hijo? ¿No funcionó y punto?
Él
encoge ligeramente los hombros y une las yemas de los dedos. Aprieta los labios
y los empuja hacia afuera, como si señalara algo indefinido. Asiente con la
cabeza, en silencio, pero es un gesto egoísta que no tiene nada que ver con
ella. Ya no juega con la cucharilla de metal.
—Marcos
no es estúpido —dice él—. A estas alturas ya sabe que las vainas entre su mamá
y yo jamás van a funcionar. Eso lo hicimos al principio. Era otra época. Eran
otras expectativas. No había mucho de dónde escoger.
Irene
respira profundo. Su inspiración recoge el silencio que Roberto deja colgando
sobre las tazas vacías encima de la mesa.
—No
te molestes conmigo —dice Irene—. No era mi intención molestarte. Sentí
curiosidad, eso es todo.
—No,
no me molesto; sólo que no veo razones para hablar de eso. Ya pasó. Hay que
concentrarse en el futuro. Dime algo: ¿ya conseguiste todas las respuestas que
buscabas? Porque yo no tengo ninguna que valga la pena. O sea, si tienes alguna
para compartir, digo…
Irene
se incorpora con lentitud, sin cruzar sus ojos con los de Roberto. Levanta las
tazas vacías y camina hasta la cocina mientras habla con un tono neutro:
—No
levantes tus murallas conmigo, Roberto; ya no somos unos adolescentes. Creí que
podíamos hablar de ciertas cosas con total libertad. ¿O no? Hablar contigo
significaba adentrarse en un laberinto y cruzar a ciegas en las esquinas; y
jamás encontrar una salida, porque jamás ibas a responder de frente.
Roberto
también se incorpora y camina hasta el mesón que separa la cocina de la sala.
Apoya las manos sobre la superficie de granito frío.
—¿A
qué te refieres?
Ella
gira para enfrentarlo:
—¿Lo
ves?
Roberto
chasquea la lengua.
—A
tu edad no te queda bien la hipersensibilidad —dice él.
—No
es hipersensibilidad. Es lo que significa hablar contigo.
—Estamos
hablando —dice Roberto mientras arquea las cejas—. No te compliques.
Irene
respira profundo y se da la vuelta para abrir el grifo sobre las tazas dentro
del fregador de platos.
—Tú
no cambias.
—Ni
quiero hacerlo tampoco.
—Sabes
a lo que me refiero.
—Quizá…
Quizá no. Quién sabe. Por cierto, ¿a qué hora viene tu esposo?
Irene
gira de nuevo y muestra una media sonrisa.
—¿Te
refieres a lo que pueda pensar Jean-Luc al verte aquí?
—No
dije eso.
—Estaba
implícito.
Roberto
aparta la mirada y la fija sobre el morral que ha dejado cerca del sofá.
Murmura algo sobre lo tarde que es. Dice que debería irse. Debe comprar el
ticket del tren en la estación.
—No
te preocupes por eso —dice ella—. Hay tiempo. Yo te acompaño.
—¿Seguro?
No quiero perder el tren.
—Tranquilo…
Además, así conoces a Jean-Luc.
Roberto
encoge los hombros y mete las manos en los bolsillos de su pantalón.
—No
creo que a tu esposo le guste verme aquí.
La
curiosidad de Irene también es genuina.
—¿Por
qué? ¿Qué tiene de malo? Tú eres mi amigo.
—Tal
vez él no lo interprete así.
—No
lo conoces. Jean-Luc no es celoso. Él sabe quién soy yo.
Roberto
desvía la mirada y dice:
—¿Y
lo sabes tú?
Ella
sonríe anticipándose a la respuesta.
—¿Qué?
—¿Sabes
quién eres tú?
Irene
hace otra profunda inspiración y pasea la mirada por los gabinetes superiores
de la cocina. Coloca la mano en una de las perillas y empuja con cuidado para
cerrar esa puerta entreabierta.
—Yo
creo que sí —dice. Luego lo piensa mejor—: Bueno… Digamos que sé ya quién no
soy. No soy la misma que tú conociste en el liceo, ¿sabes?
Él
la observa con detenimiento, como si saboreara las palabras dichas, como si
debiera acostumbrase a un nuevo condimento.
—No
—dice Roberto. Hay una larga pausa entre ellos—. Es evidente que no. La cara es
la misma. Y el cuerpo. Pero, no.
—No,
no soy la misma. A veces me cuesta creer que fui de esa manera.
Irene
se detiene en el umbral de la cocina. Mira a Roberto con atención. Busca.
—¿Cómo
me recuerdas tú?
Él
se acerca a la pared donde cuelgan los pequeños cuadros y parece estudiarlos.
Dice:
—Igual.
Diferente. Tú.
—En
serio. Dime la verdad. ¿Era tan distinta? Sólo he tenido una hija. En el fondo
sigo siendo la misma. Crecí. Conocí un poco más. Me mudé. Pero soy yo.
Esta
vez Roberto sí voltea a mirarla.
—Eres
tú. Pero no eres tú. Ninguno somos lo que fuimos.
Irene
da dos pasos para acercarse a Roberto. Se siente curiosa.
—Okey.
A ver… ¿A qué te refieres con eso?
Roberto
pasa al siguiente cuadro diminuto y entrecierra los ojos para ver mejor.
—No
me pares bolas, Irene. Yo me entiendo.
—Sí,
pero yo no. ¿A qué te referías?
Hay
otra pausa suspendida entre ellos, como una telaraña inquieta reacia a caer al
piso. Se queda allí, flotando, inmóvil.
—Por
supuesto que no somos los mismos —sigue ella—. Hemos cambiado, eso no lo
discuto; pero en el fondo seguimos siendo, de alguna manera, los mismos que
fuimos. ¿No? Queda la esencia, o algo así.
Roberto
se fija en otra miniatura, un poco más abajo.
—Sigues
siendo muy predecible.
—Típico.
—Pues,
sí… Bueno, creo que ya debo irme.
Ella
da dos pasos más y apoya la cadera contra un lado de la mesa del comedor.
—Todavía
hay tiempo, Roberto. Dime algo, ¿cómo conseguiste mi número?
Roberto
gira para mirarla de frente y deja escapar una media sonrisa.
—Eso
fue una sorpresa —dice—. Me lo dio Juancho. Una de las últimas veces que
hablamos, se lo pedí; le pregunté si lo tenía. Pensé que se iba a poner
quisquilloso con eso, pero no. Lo buscó y me lo pasó. Ni siquiera preguntó por
qué. Fue extraño.
Ella
ladea la cabeza, como si le costara escuchar o equilibrar lo que oye.
—¿Por
qué extraño?
Esta
vez es Roberto quien respira profundo.
—Creo
que de verdad debería irme. Gracias por el café.
Irene
se acerca hasta quedar a un par de pasos de Roberto.
—Espera.
Es temprano. Dime: ¿por qué te pareció extraño?
Roberto
deja caer la mirada hacia los libros en una esquina de la mesa de la sala.
Parece concentrado en leer los títulos. Las manos todavía dentro de los
bolsillos del pantalón. Dice:
—Pensé
que no me lo iba a dar, por eso. Juancho era muy quisquilloso con todo lo
relacionado contigo. Era muy celoso. No sé. Él intentaba disimular, pero tú
debes saber que eso no se le daba bien. El carajo no sabía disimular lo que
sentía. Para nada.
Irene
sonríe. Es una sonrisa rememorativa. Es una sonrisa íntima.
—Fue
como si hubiese estado esperando que se lo pidiera. No sé.
Ella
hace una inspiración profunda.
—Es
un tema delicado —dice—. En los últimos años ya no me hablaba de eso, pero le
pegó fuerte. Muy fuerte. Juancho estaba obsesionado contigo. Yo intenté que lo
racionalizara, pero era difícil hablar con él sobre eso, sobre ti. Lo escuchaba
y ya. No podía hacer otra cosa.
Roberto
parece leer con atención el título del libro superior.
—Es
irónico, ¿no? —sigue ella—. Fuimos novios en el liceo y después tuve que
calarme sus lamentaciones por ti. Parece como si hubiésemos intervenido en una
de sus historias. Parecía perfecto para que él lo escribiera. A veces incluso
creía que lo hacía. Se creía su propia fantasía. ¿Cómo hacías para
sobrellevarlo? ¿No te molestaba?
Él
levanta el rostro para verla y se encoge de hombros. Frunce los labios y mueve
la cabeza, pero no dice nada.
—Era
otra época —dice al fin—. No pienses en eso.
—No
pienso en eso. Es sólo que me da curiosidad. Créeme, si lo hubieses visto, si
lo hubieses escuchado hablar de ti. Una progresión completa. Desde el
enamoramiento de los primeros años hasta la amargura del final, pasando por un
pico de mucha inestabilidad emocional en el medio. Pobre Juancho. Intenté
ayudarlo, pero él no quiso interpretarlo así. Creo que no me entendió. Supongo
que ahora ya no importa.
—Nunca
importó, en realidad —dice Roberto.
—No
digas eso. No es justo. Él era nuestro amigo. Creo que Juancho ha sido el único
amigo verdadero que he tenido; y el más antiguo, también. Queda muy poca gente
de esos días. Casi 30 años. Se dice fácil, pero no lo fue. 30 años, y ya no
está. Juancho y yo éramos como tú con Felipe, ¿verdad?
—No
lo sé. Era otra época, Irene, ya te lo dije. No le des más vueltas.
—No
entiendo por qué te pones a la defensiva. ¿Por qué te molesta?
Roberto
se encoge de hombros.
—No
me molesta —dice—. Me parece una pérdida de tiempo, eso es todo.
—No
es una pérdida de tiempo. Hablar de él no es una pérdida de tiempo.
—Lo
es ahora. Ya no está. La vida sigue, Irene. ¿Qué hora es?
Ella
mira hacia la cocina.
—No
veo el reloj. No creo que sea tan tarde. Ha pasado poco tiempo.
—Es
mejor que me vaya —dice él.
—Espera.
Te dije que iría contigo.
—No
quiero perder el tren.
—Y
no lo perderás. Confía en mí.
Roberto
hace una mueca con los labios.
—La
confianza no se me da muy bien en estos días —dice.
Ella
sonríe. Es una sonrisa seca.
—Creo
que nunca se te dio.
Irene
parece concentrarse en los objetos encima de la mesa, pero no los ve. Luego
dice:
—Creo,
de hecho, que es uno de tus rasgos característicos. La desconfianza. Yo soy muy
confiada, al principio; pero tú, no. Pareciera que aun ahora no confiaras en
nadie.
La
mirada de Irene, al levantarla, es inquisitiva.
—¿Qué?
—dice él—. ¿Había una pregunta allí?
—Tonto
—sonríe ella—. No cambias.
—¿Para
qué? Así me ha ido bien.
Irene
desiste con otra inspiración prolongada. Cruza los brazos contra el pecho.
—Me
hubiese gustado ayudar a Juancho, ¿sabes? Evitarle tanto dolor, tanta angustia,
tanto desasosiego. Era un hombre triste. Ahora que lo comento contigo, creo que
pocas veces lo vi riendo con gusto. Siempre andaba como deprimido, con razones
para lamentar su suerte. Y la mayoría de las veces, cuando hablábamos, tenía
que ver contigo. Eso no me gustaba.
—¿Qué
te puedo decir?
—Roberto,
por favor… Una vez chateamos por el Messenger. Era tarde para él, o muy
temprano para mí. Decía que estaba muy mal. Decía que lloraba mucho. No sabía
qué escribirle. Le pedí que no se autoflagelara tanto. Incluso me atreví a
sugerirle que leyera algunos libros sobre psicoanálisis, para ver si lograba
salir de ese agujero. No sé si los buscó. La siguiente vez que chateamos, no
recuerdo que lo mencionara. Era como si nunca hubiese pasado. Creo que prefería
no hablar sobre eso.
Roberto
alza los hombros y los deja caer sin entonación. Dice:
—Bueno,
al menos lo intentaste. Cada loco con su tema.
—Hubiese
querido ayudarlo. Hablar más con él. Si no estuviésemos tan lejos…
—Uno
nunca sabe, Irene. De repente te estaba vacilando. ¿No pensaste en eso?
—¿Vacilando?
La
mirada de Irene es aguda, interpretativa; mira hacia atrás mentalmente.
—No
—dice—; no creo. Juancho no era así.
—No
sé… Recuerda que el león no es tan fiero como parece y la oveja no es tan mansa
como la pintan. Sólo digo.
Irene
baja la guardia visual.
—La
desconfianza. La pared. Es difícil llegar hasta ti. Pareces una ostra.
—Quién
sabe. De repente la perla que tanto buscas no es la que encuentras.
—Tonto
—repite ella.
—No
me pares bolas, Irene. De verdad, creo que ya debería irme.
—¿Sabes?
Siendo como eres, me cuesta visualizar que tú y Juancho fueran amigos. Me
pregunto de qué hablaban.
—De
nuestras conquistas femeninas, te puedo asegurar que no.
Irene
deja caer los brazos a lo largo del cuerpo y ladea la cabeza.
—Roberto
—dice.
—¿Qué?
Me vas a tener que comprar otro nombre.
Irene
pasea la mirada por encima de los libros cerca de la pierna de Roberto.
—¿Qué
pasó después? —dice ella.
Los
títulos de los libros se convierten en la mirada fija de Irene.
—¿Después
de qué?
La
pausa convertida en telaraña tarda casi un minuto en caer hasta el piso.
—Después
de esa época. ¿Ustedes siguieron hablando? ¿Se vieron?
Roberto
vuelve a fijarse en los libros. Se agacha para leer mejor. Las manos se mueven
con cautela por encima de las cubiertas satinadas y pulcras.
—De
vez en cuando. A veces hablábamos.
Y
de pronto, como si recordara algo más:
—Él
tenía el empeño de reunirnos a todos. Hacer una reunión o algo así. Beber
cervezas. Jugar dominó con los muchachos. Qué sé yo. Pero nunca se pudo… No.
Miento. Sí lo hicimos una vez, pero no fue igual. Una vez y ya. Después de eso yo
preferí no acercarme más.
Ella
conserva su posición. Se asemeja a una estatua escrutadora. Una esfinge.
—¿Por
qué?
—¿Por
qué? Porque… Porque no, pues. Porque ya no tenía sentido. Y porque ya no me
provoca hablar de eso.
Irene
baja la mirada. Es un gesto huidizo que ni ella misma entiende. Sobre eso se
preguntará a sí misma mucho después.
—Supe
que ustedes… No sé. Es una locura. Por alguien supe que lo de ustedes sí pasó.
Que Lolia se enteró.
—¿Se
enteró de qué?
La
mirada de Roberto es filosa, fija, pesada. Irene se concentra en la punta de
sus zapatos.
—Olvídalo.
No tiene importancia. ¿Qué hora es?
—No
lo sé —dice él. El tono de su voz ya no es cálido—. Tengo el móvil en el bolso.
—Debería
despertar a Hélène para irnos. Aún hay tiempo, tranquilo.
—Creo
que mejor lo dejamos así. No hace falta que me acompañes.
Ella
lo mira de nuevo. Baja un poco la voz:
—Quiero
hacerlo. Quiero caminar un poco.
Él
también la mira.
—“Recuerdos
tristes de un pasado alegre” —dice Irene—. Es algo que solía decirle a Juancho
cuando hablábamos sobre esos días del liceo. “Recuerdos tristes de un pasado
alegre”. Creo que lo utilizó en una de sus historias. ¿Las leíste?
—No.
Prefiero otro tipo de lectura. Algo menos empalagoso.
Irene
sonríe para sí misma.
—Me
gustaban sus historias. Había guiños escondidos entre las frases. Guiños que yo
lograba entender. Todo camuflado entre las líneas, claro. Él lograba… A través
de Juancho yo podía… ¿Cómo decirlo?... Era… Era como si pudiese recordar a
través de lo que él escribía.
Roberto
la mira sin parpadear.
—Una
vez le dije algo así como que él era mi puente hacia el pasado. Le dije que
estaba muy agradecida por eso que escribía porque me permitía recordar una
época alocada de mi vida. Juancho era algo así como un Caronte moderno… ¿Me
entiendes?
—Supongo.
Ella
parece hablar entonces consigo misma:
—Rompí
todas las cartas de esa época, ¿sabes? Todas. Y él las recogió y volvió a
pegarlas con cinta adhesiva. Una vez me mandó una foto. Era una carpeta donde
tenía nuestras cartas del liceo. Él recordaba mejor que yo. Él era un puente
seguro que yo podía atravesar para recordar mejor. O será que yo no quise
recordar nada. No había nada digno de recordar.
El
botellón de agua potable emite una burbuja de aire que resuena contra las
paredes del apartamento. Los dos voltean a mirarlo. Parece un testigo omnisciente.
—No
lo sé —dice Roberto—. Hay muy poco que valga la pena recordar.
Vuelve
a meter las manos en los bolsillos del pantalón. Ella está parada a contraluz y
la luminosidad que llega desde la ventana de la cocina le agrega un aura que
resalta el tono de su piel tostada. Se ve hermosa.
—Ya
es tarde…
Irene
lo mira con atención. Da los dos pasos finales y se acerca a él. Alza la mano
para acariciar las pequeñas bolsas debajo de los ojos de Roberto. La mano de
ella avanza, sube y baja como si fuese la mano de una mujer ciega que intenta
reconocer a alguien más allá de la voz.
—Roberto…
Ella
alza la otra mano y lo abraza, lo aprieta, intenta diluirse en él. Respira con
calma, una profunda y larga inspiración. Él sigue con las manos en los
bolsillos de su pantalón, todo el peso de su cuerpo sobre la pierna derecha.
Ella lo percibe tenso. Ella quiere decir muchas cosas. Pero no dice nada. Lo
aprieta con fuerza y vuelve a inspirar. Luego afloja un poco la presión de sus
brazos y quedan con las mejillas unidas. Permanecen así durante algunos
segundos. Es un movimiento instintivo. Es un reflejo lo que la impulsa a buscar
la boca de Roberto. Los labios. El sabor de su respiración. Las manos de Irene
pasan a sujetar la cara de Roberto.
—Roberto…
Ella
siente apetito. Un apetito pretérito. Él cierra los ojos e intenta mirarla a
través de las manos, a través del contacto de sus pieles. La caricia tenue. La
atrae hacia sí mismo. Ella se deja hacer, concentrada sólo en sus labios. Se
besan hasta que ella separa un poco su boca, lo suficiente para decir:
—¿Por
qué no te quedas? Quédate.
Él
baja la mirada hasta los labios de Irene.
—Quédate
—dice ella.
—No
puedo.
—¿Por
qué? Podemos ir a otro sitio.
—No.
Es mejor que no.
—¿Por
qué?
Roberto
retrocede dos pasos. Los brazos de Irene quedan por un segundo suspendidos en
el aire, como una cortina agitada por el viento. Entonces, él la mira.
—Porque
no.
—Pero
¿por qué no? Roberto…
—Porque
no. Es mejor que no.
—No
te entiendo.
—Tranquila.
Yo me entiendo por los dos.
Irene
suspira.
—Esto
es injusto —dice ella—. Pensé que…
—Sí.
Yo también lo pensé. Pero, no.
Irene
camina hasta el sofá y se sienta con un movimiento lento, cansado.
—Yo
no sé qué es lo que te pasa —dice él—, pero sí sé que no puedo ayudarte. De vaina
puedo resolver mis propios peos. No hagas esto. No es lo que tú necesitas. Yo
soy mala compañía, créeme. Es mejor que lo dejemos así.
A
Roberto parece escapársele una sonrisa íntima, agria.
—No
puedo creer que esté repitiendo esto. Qué bolas.
—¿Repitiendo
qué? —dice ella.
—Nada.
Olvídalo.
Irene
respira profundo.
—Discúlpame
—dice—. No sé qué me pasó. Cuando te abracé… No sé. Me sentí como si tuviera 16
años de nuevo. ¿Te acuerdas? En las escaleras de mi edificio. Aquél primer
beso. Era una muchachita. Quería tantas cosas.
Él
sigue sin mirarla, aún con las manos en los bolsillos.
—Era
otra época.
—No
parece. Besarte fue como… Me acordé de él.
Irene
cierra los ojos e inspira. Ella percibe un aroma lejano e inexistente.
—Él…
—dice—. El sabor de los besos de Juancho. Era tan delicado.
Ella
alza la mirada para buscar la de Roberto. Le cuenta:
—Al
principio, Juancho quiso besarme, se declaró una noche en la entrada a mi
edificio. Yo tenía muchas ganas de abrazarlo. Había estado leyendo… El libro se
llamaba Nacidos para triunfar. Allí
hablaban de “hambre de caricias humanas”. Eso fue lo que sentí esa noche, con
él. Tenía hambre de su contacto, del contacto con otra piel. Quería sujetar su
mano, retenerlo junto a mí; pero tuve miedo de su amor. Le dije que no lo
merecía. Y no pasó.
Roberto
se acerca hasta el sofá, pero no se sienta. La mira. La oye.
—Me
sentía tan vulnerable en esa época. Era una adolescente. Me enamoraba con mucha
facilidad. No quería herirlo. No se lo merecía. Pero yo ansiaba estar con él.
Él parecía tan diferente. Había algo en Juancho que me hacía sentir…
equilibrada, no sé. Era diferente… Ahora no sé qué hacer. No sé qué es lo que
quiero.
Roberto
habla en voz baja, neutra:
—No
puedo ayudarte con eso. Lo siento.
Ella
alza la mirada, una mirada húmeda, y lo ve con una súplica moribunda, muda.
—Discúlpame.
No entiendo qué me pasó. Han pasado 30 años y me siento como una adolescente de
nuevo. Es irónico. He pasado tanto tiempo huyendo de aquellos días y ahora todo
eso me alcanza de golpe. Eso fue lo que él me dijo una vez. Y yo me reí. Le
dije que estaba equivocado, que yo era otra, no la misma de antes. Pero era
cierto.
Roberto
se agacha y abre el morral negro para buscar algo en su interior.
—Él
me dijo que yo era como una “fuerza de la naturaleza”. Indomable. Pero me
sonreí para restarle importancia. Quería… No sé; quería demostrarle que me
sentía bien, que estaba bien, que lo había logrado. Intenté ajustarme a un rol
preestablecido y ahora eso me incomoda. Una esposa. Una madre. Una mujer.
Palabras. Palabras que no entiendo. Me siento vacía, Roberto; me siento
aturdida. ¿Tú me entiendes?
—Algodón.
Ella
frunce el ceño, y continúa.
—Quisiera
hablar con él, hablar con él como antes; sin máscaras, sin disfraces, sin mentiras.
Mirarlo y saber que él entenderá todo sin que yo abra la boca. Como en esa
época, cuando éramos adolescentes. Pensé que tú me entenderías. No sé qué
hacer…
Roberto
saca del morral dos cuadernos de tapa marrón. Se ven viejos. Tienen las
carátulas agrietadas. Los coloca en el sofá, en el puesto intermedio, entre él
y ella. Ella los mira. Luego lo mira a él.
—¿Qué
es esto?
Roberto
apoya una rodilla en el piso y sujeta el brazo del sofá con la mano derecha. Se
queda así un momento. Respira profundo y dice:
—Son
los cuadernos de Juancho.
—¿Los
cuadernos de Juancho?
—Sí.
Los cuadernos viejos.
Ella
se concentra en las tapas agrietadas, acariciando esa superficie con las
pupilas.
—Pero
¿cómo? —dice.
Roberto
se incorpora y mete las manos en los bolsillos. Se encoge de hombros.
—Es
una larga historia —dice—; pero la versión resumida es que yo se los robé
cuando ustedes estaban en el liceo. Uno primero y el otro después. Lo hice para
joderlo, para asustarlo, pero no sabía lo que había escrito allí. Él nunca supo
que yo los tenía. Nunca me lo preguntó. Léelos. También escribió sobre ti.
Sobre nosotros.
Irene
alarga una mano con cautela. La caricia visual se transforma en una caricia
táctil. Agarra el que está arriba y lo coloca encima de sus piernas. Lo abre.
Lee las páginas iniciales. Su mirada se humedece más. Alterna sus ojos entre
Roberto y la vieja caligrafía de Juancho, retorcida, casi ilegible.
—Es
la letra de Juancho —dice—. Es su letra.
—Yo
tengo que irme. Te los dejo. Creo que estarán mejor contigo. Es tarde.
—Pero…
¿Por qué?
Roberto
alza el morral y se lo cuelga del hombro derecho.
—¿Por
qué, qué?
—¿Por
qué…? ¿Por qué me los dejas? ¿Por qué él nunca dijo nada? ¿Por qué se los
robaste? No entiendo.
Él
alza el mentón, indicándole los cuadernos.
—Léelos.
A lo mejor entiendes algo. Yo me voy.
Irene
cierra el cuaderno y agarra el segundo. Los coloca uno encima del otro. Se
levanta del sofá con los cuadernos contra el pecho.
—¿Qué
significa esto, Roberto? ¿Qué es lo que no me estás diciendo?
—Tómalo
como quieras. Yo no quiero más repeticiones. Siento que esto ya lo hice antes. Además,
es tarde y debo irme. Tengo que seguir.
—Espera…
Él
la mira y alza las cejas en una pregunta muda. Ella no sabe qué decir.
—Es
tarde —repite él—. Cuando los leas, quémalos o guárdalos o bótalos; haz lo que
quieras. Tú verás.
—¿De
verdad no puedes quedarte?
—No,
Irene. No puedo. Mejor, no.
—Roberto…
Él
se encamina hasta la puerta de salida, con el morral al hombro.
—Tranquila
—dice—. Nos estamos hablando. Saludos a tu esposo.
—Roberto…
—Que
estés bien —dice él, luego aprieta los labios en una sonrisa cerrada.
Ella
lo observa salir por la puerta y después oye el sonido metálico del picaporte.
Al fondo, a través de la ventana, aún el rumor de los niños jugando y gritando.
El silencio del apartamento resulta pesado. Irene abraza los cuadernos y tiene
ganas de llorar. Llora. Es un llanto mudo.
—Juancho…
—dice.
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