Hay gente que
recuerda bien la mayor parte de su infancia, sus juegos, la gente con la que
trató, los sitios que solía visitar o los regalos que recibió, pero yo conservo
muy pocos episodios de esa época. Era un niño introvertido y retraído que
instintivamente trataba de pasar desapercibido. Hasta la mitad de la
adolescencia no comprendí que mi abierta homosexualidad me empujaba hacia un
ostracismo que pretendía protegerme de burlas y bromas desagradables; pero
aparte de eso, de todo lo que hay en esa gaveta en particular, cuando retrocedo
hasta mi infancia y mi tiempo escolar, emergen ciertos rostros y nombres que me
sacan algunas sonrisas. Pienso que tal vez por vivir en un pequeño pueblo lejos
de Caracas resultaba más fácil que esos rostros y esos nombres formaran una
constante a través de los años. No se trataba de que siempre estudiara con los
mismos compañeros, porque cada año nos rotaban basándose en la edad o quién
sabe en qué parámetros, pero había ciertas constantes en medio del cambio.
Hembras y varones. Estudiantes que parecían ajenos a lo que yo representaba a
simple vista (un niño afeminado y mudo) y buscaban hacerse mis amigos, sin
ofrecer explicaciones, porque sí, y ya. Tampoco recuerdo que mis maestras me
dieran un trato especial. Cuando echo la mirada por encima del hombro, puedo
sonreír con bastante nostalgia al verme de nuevo dando carreras y riendo a
carcajadas por los largos pasillos de la Escuela Básica República del Brasil.
Ignoro cómo me
veían ellos, mis compañeros de salón, o por qué escogían tratarme si era tan
diferente a ellos; pero creo que los niños no suelen detenerse a pensar en
estas cosas mundanas de las etiquetas y el qué dirán y prefieren concentrarse
en la empatía natural de los primeros años. Allí están. Quizás no todos, pero
sí los suficientes como para hacerme creer que a pesar de mis reservas
instintivas, no todo fue tan malo. A mi edad actual, confieso que se siente un
poco extraño mirar de frente esas escenas y esas caras y esos apellidos, porque
entonces no éramos más que simples apellidos en una lista. Y me parece
maravilloso que esa gente se mantuviera cerca o lejana, pero constante, firme,
con el paso de los años. Se siente raro decir ahora que uno trata amigos con
quienes estudió a los 7 u 8 años en la escuela primaria. Pero yo lo hago.
Tampoco sé si la gran mayoría, en el presente, me recuerda a mí con el mismo
afecto. Yo identifico sus idas y venidas, regados por el mundo, padres y madres
de familia, incluso abuelos ya; pero a mí me basta con mis recuerdos, difuminados
por el tiempo transcurrido desde entonces.
Si me han
seguido hasta aquí, me gustaría que pensaran ahora en una telaraña. Sí: una
telaraña. Y sostengan esa idea, por favor.
El paso de sexto
grado al primer año no fue tan diferente a todo lo anterior, lo único que
cambió fue el color de la franela. Es cierto que seguía siendo un muchacho
retraído y más afeminado, pero mis compañeros de clase no se detuvieron ante
eso. Más o menos en esa época comenzaron los silbidos y los chistes malos, las
bromas pesadas de los varones que se burlaban de mí queriendo atraer la
atención de los demás, pero siento que lo bueno pesa más que lo negativo. Hice
más amigos. Reí más. Alterné con más muchachos y muchachas que me ofrecían una
amistad genuina. Y a ellos también los recuerdo con afecto. Luego vino la
mudanza del tercer año al cuarto año de bachillerato, en el modo diversificado,
y era un lugar muchísimo más grande y complejo. Ya más o menos por ese tiempo,
supongo, mi vieja comenzaría a preocuparse por mí, por mi espontánea condición
de homosexual, y, como cualquier madre, especulo, se inquietaría por el dolor
que pudiera sufrir más adelante en la vida. Pero nunca me lo dijo. Eso lo
interpreto de manera retrospectiva. Pero si de algo no tuvo que preocuparse mi
vieja fue por la ausencia de amigos. Iba y venía, salía y entraba con uno, dos,
tres o más compañeros del liceo que solían visitarme o con quienes frecuentaba
fuera de mis horas de clases. Lo cierto es que como si se tratara de pequeñas
galaxias, mi universo se iba ensanchando cada vez más, con los amigos de los
amigos, los parientes de los amigos y los amigos de mis parientes. Enormes
constelaciones que colisionaban entre sí y expandían las fronteras de mi mundo.
¿Recuerdan la
telaraña que les mencioné antes? Bueno, ahora imagínenla un poco más grande.
La universidad
estaba a la vuelta de la esquina, tanto en Caracas como luego en Valencia. Hice
más amistades, por supuesto. Ya había dejado atrás el primer amor adolescente y
las decepciones iniciales de algunos amigos, pero no me pesaban tanto como lo
creía en esa época. A las amistades universitarias se sumaron sus respectivas
familias, los profesores, el personal administrativo, los obreros, los primos
de los amigos, las novias o los novios de mis compañeros de clase, porque si
bien es cierto que una parte de mí seguía resbalando hacia el ostracismo y las
lecturas silenciosas, otra parte de mí se había vuelto expansiva y curiosa,
tratando a todos aquellos que se me atravesaban, haciéndoles preguntas,
preocupándome por sus problemas o alegrándome por sus celebraciones. Recuerdo
que la Coordinadora Académica de la universidad, con quien tuve una íntima
amistad, solía decirme que era un chico muy precoz y yo no sabía cómo responder
a eso sin sentirme incómodo o fuera de lugar. Toda esa gente, sus caras y sus
nombres, se sumaron como puntos luminosos al brillante firmamento en que se
sostenían mis relaciones emocionales.
Ahora volvamos a
la telaraña del principio, si es que todavía siguen allí. Me gusta esa imagen,
esa manera de incorporar las amistades y las encrucijadas y los amores en una
vasta red de hilos que se cruzan y entrecruzan en distintos puntos. Las
amistades. Los amigos. La familia que uno escoge fuera de la sangre. Una enorme
telaraña con puntos equidistantes. Allí también están los hombres y mujeres con
quienes trabajé después en Caracas; y las amistades literarias que hice a
través de los talleres de narrativa, los autores que fui conociendo y tratando,
y, por supuesto, sus familias o sus amistades alrededor de ellos. La gente con
la que solía beber, bailar e ir a fiestas. Incluso mis vecinos, no nos
olvidemos de ellos. Pienso que desde la escuela primaria, tal vez desde el
jardín de infancia, mi vida se ha reelaborado constantemente encima de una
delicada pero fuerte telaraña que se expande en múltiples direcciones. Sí,
claro, aquí y allá hay algunos hilos sueltos, los amores frustrados, los
conocidos que se convirtieron en simples callejones sin salida, la gente
estéril que casi nunca aporta algo valioso; pero prefiero mirar mi telaraña con
hilos más fuertes que pasan por encima de esos puentes rotos que incluso así,
porque es así, forman parte de mi ancho tejido vital.
Yo creo que se
trata de una idea interesante. Inténtelo ustedes. Hagan memoria. Miren a su
alrededor. Echen un vistazo a sus contactos en las redes sociales. ¿Cuántas
amistades del pasado hay entre ellos? ¿Cuán atrás pueden seguir cualquiera de
los hilos en sus telarañas particulares? ¿Y no les asombra cómo a veces unas
telarañas se cruzan y se mezclan con las otras? Yo me siento orgulloso de los
amigos que he hecho a lo largo de mi vida. Gente con la que podría cruzarme en
la vida real o en los ámbitos digitales y sonreír ante el recuerdo que surja de
uno u otro lado, esa memoria compartida que provoca sonrisas inmediatas,
añoranzas alegres o tristes que se han transformado en puentes sólidos que
conforman un mapa existencial dibujado con pequeños hilos plateados. De verdad,
inténtelo: echen una mirada a sus telarañas individuales y siéntanse seguros de
contar con esa red de salvación emocional que, lamentablemente, no todos pueden
decir que reposa bajo sus pies.
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