16 de diciembre de 2018

Mis domingos con El Nacional.



Era una rutina invariable: los domingos representaban la oportunidad de levantarme más tarde debido a cualquier fiesta a la que hubiese acudido la noche anterior. Mi familia era pequeña y ya estaban ocupados con el desayuno-almuerzo para el momento en que yo salía de mi habitación para buscar la primera taza de café. De vez en cuando rememoro esas comidas con una sonrisa de nostalgia. Vuelvo a vernos, alrededor del largo mesón del corredor, cada uno llenando su plato según su gusto particular: arepas, huevos fritos, tocinetas, caraotas negras, chorizos de ajo, jugo de naranja y café con leche. Esos domingos comíamos bastante y luego de organizar la cocina y lavar los platos, cada quien buscaba su rincón predilecto para leer los periódicos dominicales. Papá no escatimaba con ellos y en mi casa nunca faltaron durante cada fin de semana: El Nacional, El Universal, 2001, El Aragüeño, El Nuevo País, Tal Cual, El Siglo; además de los dos periódicos locales: El Nacionalista y La Prensa del Llano.

Ya sea por la posterior mudanza, por la enfermedad y muerte de mi madre y mi abuela, por el costo aumentado de los periódicos, por la censura, por los cierres consecutivos; en fin, sea por la razón que haya sido, esas lecturas de domingo no se efectuaron más, pero a mí me agrada recordarlas de vez en cuando, por lo que significaban, por lo que representaban, por lo que simbolizaban dentro de mi rutina del fin de semana. Papá solía acostarse en el chinchorro del corredor principal, frente a la puerta de la casa, con los perros echados en el piso, debajo de él. Mi abuela se acostaba en el otro chinchorro, en el corredor lateral, y mi madre se sentaba en uno de los sillones de hierro, junto a ella. Yo variaba el puesto, iba y venía, buscaba otra taza de café; pero lo que abundaba en esas tardes de domingo, después del desayuno-almuerzo, era el silencio de las lecturas simultáneas de mi familia.

Nos turnábamos los periódicos. Comentábamos las noticias. Sugeríamos ciertas lecturas. Nos levantábamos para beber agua o más café. Si cierro los ojos puedo escuchar de nuevo el rumor del papel al ser doblado para leer mejor algún artículo, o el inconfundible sonido al pasar de una página a la siguiente. Los dedos manchados de tinta. Papá levantándose del chinchorro para darle comida a los perros. Pero lo que más recuerdo es el silencio expandido en toda la casa porque cada uno estaba inmerso en una lectura diferente. No pretendo decir aquí que éramos una familia culta o bien leída, sólo intento recrear el placer de esos domingos con cada uno de nosotros ocupado en leer e informarse sobre lo que ocurría en el país y en el mundo. Era eso: nos gustaba estar informados. Por supuesto, de vez en cuando caíamos en el lugar común: Papá leyendo absorto las páginas deportivas de El Nacional y yo entretenido con las noticias culturales y literarias del Cuerpo C del mismo periódico. Porque debo agregar aquí que teníamos nuestras manías; por ejemplo, yo leía el periódico comenzando con el último cuerpo, es decir, leía desde la última página a la primera con los titulares. Papá, como ya dije, prefería el Cuerpo B, con los deportes, y el Cuerpo A, por las noticias nacionales y los artículos de opinión. Mientras eso sucedía, mi madre y mi abuela podían estar ocupadas leyendo las revistas de cada periódico y cruzando comentarios sobre las recetas de cocina que leían allí.

Hoy puedo decir que disfruté, que disfrutamos, de muchos domingos de calmada y silenciosa lectura. Y éramos una de esas familias que, obligadas a jerarquizar, hubiésemos preferido (y así nos tocó hacerlo, pero más adelante) siempre leer El Nacional por encima de todos los demás. Y no se trataba sólo de las lecturas dominicales, sino de los agregados, de lo tangencial, porque aún conservo la colección de música clásica y los CD de ópera que el periódico ofrecía por un precio adicional. Y los libros. No olvidemos los libros de El Nacional, en hermosísimas ediciones de tapa dura y con títulos imprescindibles de la literatura. Atesoro con cuidado una serie de narrativa hispanoamericana muy bien editada, tapa blanda, de 16 volúmenes. Lo que quiero decir, torpemente, es que El Nacional representaba la oportunidad no sólo de leer un periódico, sino de ampliar la cultura a través de múltiples colecciones y encartados que no podrían pasar desapercibidos. Eso quiero decirlo con claridad.

Estoy seguro de que muchos de ustedes tienen historias similares, recuerdos parecidos, o anécdotas que transitan el mismo camino. El Nacional formaba parte de nuestras vidas, de nuestras lecturas, de nuestras opiniones, de nuestras diferencias. Ningún periódico debería cerrar, por razones económicas o de censura. Justo anoche vi la película The Post, con Meryl Streep haciendo el papel de Katharine Graham, la poderosa editora de The Washington Post, durante la toma de decisiones para publicar lo que luego denominarían Los Papeles del Pentágono. Y fue como mirarme(nos) en un espejo. La censura. Las estratagemas políticas. Las decisiones judiciales. El olfato periodístico para intuir las noticias. La ebullición interna de un periódico en su lucha por informar y decir la verdad. Quizás asumo una postura idealista (sí, es mi karma), pero se me aguaron los ojos hacia el final de la película. Pero también pesa mi yo realista: Miguel Henrique Otero no es Katharine Graham, ni El Nacional es The Washington Post. Eso sólo sucede en mi cabeza.

Ahora proliferan las ediciones digitales, las tabletas, los teléfonos celulares, y si bien es cierto que no tengo nada en contra de esos avances tecnológicos, al mismo tiempo debo reconocer que una parte de mí añora y quisiera volver a disfrutar de aquellos domingos silenciosos de feliz lectura de periódicos, de dedos manchados de tinta, de multiplicidad de opiniones, de noticias contrastadas, de artículos y notas interesantes, de revistas y horóscopos fallidos. Soy un nostálgico, forma parte de mi naturaleza. Hoy lamento el cierre de El Nacional, pero esa misma parte idealista o ingenua (que ustedes tendrán que disculpar) prefiere creer que vendrán tiempos mejores y menos filosos para el periodismo venezolano. El Nacional se queda conmigo, entre mis recuerdos, con mis sonrisas y en mis relecturas de todos esos libros que alguna vez alguien tuvo la brillante idea de ofrecernos por un monto adicional que a nadie empobrecía. Me quedo con eso. Es mi escogencia puertas adentro.

12 de diciembre de 2018

Fisonomía.





―¿Qué haces?
―Tomándote una foto. ¿No puedo?
―No. No me gusta.
―¿Por qué? Me gusta tomarte fotos. Sales bien.
―No. No me gusta. No soy fotogénico. Siempre salgo mal.
―Si yo la tomo, no; vas a ver que saldrás bien.
―Dije que no.
―Mira… ¿Te gusta?
―No. Te lo dije: siempre salgo mal.

10 de diciembre de 2018

Bolsa de tomates.



Era una figura difusa en la comisura de mi ojo derecho. Avanzábamos por la misma acera y en la misma dirección. Yo iba ocupado con las correcciones mentales de una crónica que debía haber entregado el día anterior y ella se esforzaba por cambiar de mano la enorme bolsa que llevaba. Su paso era lento y tal vez podría haberla visto antes si hubiese prestado atención, pero entretenido como estaba en decidir si agregaba o quitaba un párrafo final, la verdad es que pasó a formar parte del paisaje callejero sin que le diera una segunda mirada. Debido a su paso lento, supongo que la alcancé con rapidez. En el momento en que pasaba junto a ella, la bolsa se rompió y varios vegetales de distintos tamaños rodaron por la acera. Fue una reacción instintiva: me detuve a su lado y me agaché para recoger lo que pudiera mientras escuchaba que la mujer se quejaba en voz baja. Luego nuestras miradas se encontraron.

En el estallido de un relámpago retrocedí a una mañana olvidada de mi adolescencia, luego de haber tocado un timbre, emocionado porque iba a ver a R., mi amigo del liceo, mi primer amor platónico; en el tiempo de un segundo volví a contemplar la luz matinal en el jardín y el oblicuo rayo de sol que caía sobre el umbral de madera, justo antes de que ella abriera la puerta, me observara con detenimiento, me escuchara preguntar por su hijo y, todavía con la mano en el picaporte, sin alzar el tono de voz pero con un acento que no dejaba espacio para confusiones, me pidiera que no regresara ni buscara más a R. La expresión facial convertida en una piedra. El tono de voz contundente. La barbilla alzada durante las últimas palabras. La impresión de estar frente a una mujer decidida y resuelta que en ningún momento gritó ni se expresó con frases groseras, pero segura de que su mensaje había llegado con claridad, sin confusiones de ningún tipo.

Terminé de recoger los tomates mientras ella me agradecía con frases entrecortadas y decía que las bolsas ya no eran tan confiables como antes. Permanecí mudo y me incorporé antes de tenderle la mano para ayudarla a levantarse. Nunca le comenté a R. sobre aquel encuentro matinal con su madre, sobre aquellas palabras filosas que pretendían poner fin a nuestra amistad del liceo, y, por supuesto, jamás regresé a esa casa, optando por reunirme con él en otros sitios menos antagónicos. Durante un par de segundos su mirada y la mía volvieron a tropezarse. La miré con la misma determinación con la que ella alguna vez me había mirado a mí, pero ese rostro adusto del pasado ahora se arrugaba en una sonrisa mezclada con pena y agradecimiento. Me pregunté si podría haberme reconocido, si habría recordado sus palabras agrias de aquella lejana mañana a través del tono de mi voz o de los gestos pausados de mis manos, pero nada en la curvatura de su boca me dejaba adivinar sus pensamientos. Le pedí que tuviera más cuidado, quise devolverle la sonrisa y no pude.

Me alejé de ella sin volver la mirada, sin preguntarme si no hubiese sido mejor ayudarla a llegar a donde iba con su bolsa rota llena de tomates. Pensé en R., tan lejano ahora y con quien al final tuve un breve romance adolescente. Respiré profundo y decidí que muchas veces nos desviamos de un trayecto lineal mediante un breve retroceso sin que nos percatemos de ello, sólo cuando ya es muy tarde y miramos de frente una puerta de madera que se cierra en nuestras narices, sin violencia y sin estrépito. Una puerta de madera sobre la que cae un rayo de sol oblicuo y tibio. Una puerta de madera que debería permanecer cerrada para siempre, a pesar de las bolsas rotas, los tomates regados en una acera y el rostro avejentado de una mujer que ni siquiera nos recuerda.