Era una rutina invariable: los domingos
representaban la oportunidad de levantarme más tarde debido a cualquier fiesta
a la que hubiese acudido la noche anterior. Mi familia era pequeña y ya estaban
ocupados con el desayuno-almuerzo para el momento en que yo salía de mi
habitación para buscar la primera taza de café. De vez en cuando rememoro esas
comidas con una sonrisa de nostalgia. Vuelvo a vernos, alrededor del largo
mesón del corredor, cada uno llenando su plato según su gusto particular:
arepas, huevos fritos, tocinetas, caraotas negras, chorizos de ajo, jugo de
naranja y café con leche. Esos domingos comíamos bastante y luego de organizar
la cocina y lavar los platos, cada quien buscaba su rincón predilecto para leer
los periódicos dominicales. Papá no escatimaba con ellos y en mi casa nunca
faltaron durante cada fin de semana: El Nacional, El Universal, 2001, El
Aragüeño, El Nuevo País, Tal Cual, El Siglo; además de los dos periódicos
locales: El Nacionalista y La Prensa del Llano.
Ya sea por la posterior mudanza, por la
enfermedad y muerte de mi madre y mi abuela, por el costo aumentado de los
periódicos, por la censura, por los cierres consecutivos; en fin, sea por la
razón que haya sido, esas lecturas de domingo no se efectuaron más, pero a mí
me agrada recordarlas de vez en cuando, por lo que significaban, por lo que
representaban, por lo que simbolizaban dentro de mi rutina del fin de semana.
Papá solía acostarse en el chinchorro del corredor principal, frente a la
puerta de la casa, con los perros echados en el piso, debajo de él. Mi abuela
se acostaba en el otro chinchorro, en el corredor lateral, y mi madre se
sentaba en uno de los sillones de hierro, junto a ella. Yo variaba el puesto,
iba y venía, buscaba otra taza de café; pero lo que abundaba en esas tardes de
domingo, después del desayuno-almuerzo, era el silencio de las lecturas
simultáneas de mi familia.
Nos turnábamos los periódicos. Comentábamos
las noticias. Sugeríamos ciertas lecturas. Nos levantábamos para beber agua o
más café. Si cierro los ojos puedo escuchar de nuevo el rumor del papel al ser
doblado para leer mejor algún artículo, o el inconfundible sonido al pasar de
una página a la siguiente. Los dedos manchados de tinta. Papá levantándose del
chinchorro para darle comida a los perros. Pero lo que más recuerdo es el
silencio expandido en toda la casa porque cada uno estaba inmerso en una
lectura diferente. No pretendo decir aquí que éramos una familia culta o bien
leída, sólo intento recrear el placer de esos domingos con cada uno de nosotros
ocupado en leer e informarse sobre lo que ocurría en el país y en el mundo. Era
eso: nos gustaba estar informados. Por supuesto, de vez en cuando caíamos en el
lugar común: Papá leyendo absorto las páginas deportivas de El Nacional y yo entretenido
con las noticias culturales y literarias del Cuerpo C del mismo periódico.
Porque debo agregar aquí que teníamos nuestras manías; por ejemplo, yo leía el
periódico comenzando con el último cuerpo, es decir, leía desde la última
página a la primera con los titulares. Papá, como ya dije, prefería el Cuerpo
B, con los deportes, y el Cuerpo A, por las noticias nacionales y los artículos
de opinión. Mientras eso sucedía, mi madre y mi abuela podían estar ocupadas
leyendo las revistas de cada periódico y cruzando comentarios sobre las recetas
de cocina que leían allí.
Hoy puedo decir que disfruté, que
disfrutamos, de muchos domingos de calmada y silenciosa lectura. Y éramos una
de esas familias que, obligadas a jerarquizar, hubiésemos preferido (y así nos
tocó hacerlo, pero más adelante) siempre leer El Nacional por encima de todos
los demás. Y no se trataba sólo de las lecturas dominicales, sino de los
agregados, de lo tangencial, porque aún conservo la colección de música clásica
y los CD de ópera que el periódico ofrecía por un precio adicional. Y los
libros. No olvidemos los libros de El Nacional, en hermosísimas ediciones de
tapa dura y con títulos imprescindibles de la literatura. Atesoro con cuidado
una serie de narrativa hispanoamericana muy bien editada, tapa blanda, de 16
volúmenes. Lo que quiero decir, torpemente, es que El Nacional representaba la
oportunidad no sólo de leer un periódico, sino de ampliar la cultura a través
de múltiples colecciones y encartados que no podrían pasar desapercibidos. Eso
quiero decirlo con claridad.
Estoy seguro de que muchos de ustedes tienen
historias similares, recuerdos parecidos, o anécdotas que transitan el mismo
camino. El Nacional formaba parte de nuestras vidas, de nuestras lecturas, de
nuestras opiniones, de nuestras diferencias. Ningún periódico debería cerrar,
por razones económicas o de censura. Justo anoche vi la película The Post, con
Meryl Streep haciendo el papel de Katharine Graham, la poderosa editora de The
Washington Post, durante la toma de decisiones para publicar lo que luego
denominarían Los Papeles del Pentágono. Y fue como mirarme(nos) en un espejo.
La censura. Las estratagemas políticas. Las decisiones judiciales. El olfato
periodístico para intuir las noticias. La ebullición interna de un periódico en
su lucha por informar y decir la verdad. Quizás asumo una postura idealista
(sí, es mi karma), pero se me aguaron los ojos hacia el final de la película.
Pero también pesa mi yo realista: Miguel Henrique Otero no es Katharine Graham,
ni El Nacional es The Washington Post. Eso sólo sucede en mi cabeza.
Ahora proliferan las ediciones digitales, las
tabletas, los teléfonos celulares, y si bien es cierto que no tengo nada en
contra de esos avances tecnológicos, al mismo tiempo debo reconocer que una
parte de mí añora y quisiera volver a disfrutar de aquellos domingos
silenciosos de feliz lectura de periódicos, de dedos manchados de tinta, de
multiplicidad de opiniones, de noticias contrastadas, de artículos y notas
interesantes, de revistas y horóscopos fallidos. Soy un nostálgico, forma parte
de mi naturaleza. Hoy lamento el cierre de El Nacional, pero esa misma parte
idealista o ingenua (que ustedes tendrán que disculpar) prefiere creer que
vendrán tiempos mejores y menos filosos para el periodismo venezolano. El
Nacional se queda conmigo, entre mis recuerdos, con mis sonrisas y en mis
relecturas de todos esos libros que alguna vez alguien tuvo la brillante idea
de ofrecernos por un monto adicional que a nadie empobrecía. Me quedo con eso.
Es mi escogencia puertas adentro.
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