10 de diciembre de 2018

Bolsa de tomates.



Era una figura difusa en la comisura de mi ojo derecho. Avanzábamos por la misma acera y en la misma dirección. Yo iba ocupado con las correcciones mentales de una crónica que debía haber entregado el día anterior y ella se esforzaba por cambiar de mano la enorme bolsa que llevaba. Su paso era lento y tal vez podría haberla visto antes si hubiese prestado atención, pero entretenido como estaba en decidir si agregaba o quitaba un párrafo final, la verdad es que pasó a formar parte del paisaje callejero sin que le diera una segunda mirada. Debido a su paso lento, supongo que la alcancé con rapidez. En el momento en que pasaba junto a ella, la bolsa se rompió y varios vegetales de distintos tamaños rodaron por la acera. Fue una reacción instintiva: me detuve a su lado y me agaché para recoger lo que pudiera mientras escuchaba que la mujer se quejaba en voz baja. Luego nuestras miradas se encontraron.

En el estallido de un relámpago retrocedí a una mañana olvidada de mi adolescencia, luego de haber tocado un timbre, emocionado porque iba a ver a R., mi amigo del liceo, mi primer amor platónico; en el tiempo de un segundo volví a contemplar la luz matinal en el jardín y el oblicuo rayo de sol que caía sobre el umbral de madera, justo antes de que ella abriera la puerta, me observara con detenimiento, me escuchara preguntar por su hijo y, todavía con la mano en el picaporte, sin alzar el tono de voz pero con un acento que no dejaba espacio para confusiones, me pidiera que no regresara ni buscara más a R. La expresión facial convertida en una piedra. El tono de voz contundente. La barbilla alzada durante las últimas palabras. La impresión de estar frente a una mujer decidida y resuelta que en ningún momento gritó ni se expresó con frases groseras, pero segura de que su mensaje había llegado con claridad, sin confusiones de ningún tipo.

Terminé de recoger los tomates mientras ella me agradecía con frases entrecortadas y decía que las bolsas ya no eran tan confiables como antes. Permanecí mudo y me incorporé antes de tenderle la mano para ayudarla a levantarse. Nunca le comenté a R. sobre aquel encuentro matinal con su madre, sobre aquellas palabras filosas que pretendían poner fin a nuestra amistad del liceo, y, por supuesto, jamás regresé a esa casa, optando por reunirme con él en otros sitios menos antagónicos. Durante un par de segundos su mirada y la mía volvieron a tropezarse. La miré con la misma determinación con la que ella alguna vez me había mirado a mí, pero ese rostro adusto del pasado ahora se arrugaba en una sonrisa mezclada con pena y agradecimiento. Me pregunté si podría haberme reconocido, si habría recordado sus palabras agrias de aquella lejana mañana a través del tono de mi voz o de los gestos pausados de mis manos, pero nada en la curvatura de su boca me dejaba adivinar sus pensamientos. Le pedí que tuviera más cuidado, quise devolverle la sonrisa y no pude.

Me alejé de ella sin volver la mirada, sin preguntarme si no hubiese sido mejor ayudarla a llegar a donde iba con su bolsa rota llena de tomates. Pensé en R., tan lejano ahora y con quien al final tuve un breve romance adolescente. Respiré profundo y decidí que muchas veces nos desviamos de un trayecto lineal mediante un breve retroceso sin que nos percatemos de ello, sólo cuando ya es muy tarde y miramos de frente una puerta de madera que se cierra en nuestras narices, sin violencia y sin estrépito. Una puerta de madera sobre la que cae un rayo de sol oblicuo y tibio. Una puerta de madera que debería permanecer cerrada para siempre, a pesar de las bolsas rotas, los tomates regados en una acera y el rostro avejentado de una mujer que ni siquiera nos recuerda.

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