“Luis, que si quieres encargarte de los
libros de la mamá de Isabel”.
El mensaje de texto me dejó intrigado, lo
confieso. Me lo había enviado Laura, pero me quedé pensando en nuestra amiga
Isabel, intentando ubicar el momento exacto del último encuentro, las últimas
risas, la última fiesta; pero no pude. Durante muchos años habíamos sido buenos
amigos, Isabel, Laura y yo, amigos de irnos a la playa durante los fines de
semana o acudir a fiestas hasta la madrugada, pero parecía que había pasado una
vida entera desde esos días de camaradería y celebraciones. Debido a la
situación del país, Isabel se fue a Buenos Aires en un año indeterminado, y
pocos meses después, su hermano se había mudado a Australia para trabajar en
una transnacional de la que yo sabía muy poco. Todo se derrumbó a partir de
allí: la mamá de Isabel había enfermado y ellos no pudieron regresarse a tiempo
para estar con ella en esos meses finales de lenta agonía. Laura y yo hicimos
lo que pudimos, pero no fue mucho. Algunas videollamadas y muchos mensajes de
texto antes de una apresurada cremación y una retahíla de quejas y maldiciones
por parte de Isabel contra el régimen nefasto que le había impedido a su madre
los medicamentos necesarios y a ella la posibilidad de compartir con la señora
su dolorosa enfermedad.
Laura se quedó con las llaves del apartamento
de la señora porque eran vecinas. Ella cruzaba más mensajes con Isabel que yo,
y así habían decidido que lo mejor sería alquilar algunas de las habitaciones a
muchachas universitarias para que el apartamento no estuviese solo, ya sea para
evitar su deterioro o para que alguien pudiera expropiárselo. Una vez más, mi
amiga se puso manos a la obra y limpió y organizó las cosas de la mamá de
Isabel. Donó la ropa al geriátrico y regaló algunos muebles viejos. Pero la
señora había sido una lectora voraz, dejando uno de los cuartos convertido en
una gran biblioteca. Yo recordaba eso, por supuesto, y también la sonrisa
afable con la que ella solía negar el préstamo de sus libros. En esa época yo
comprendía muy poco, y no sabía lo que ahora sé sobre la amarga posibilidad de
prestar libros que no volverás a ver de nuevo. Yo le devolvía la sonrisa y
hablaba de otra cosa, con la vista puesta en la taza llena de café que
compartíamos sentados a la mesa de la cocina mientras Isabel terminaba de
vestirse para salir conmigo.
Me reuní con Laura una semana después de
haber intercambiado los mensajes de texto donde me pedía encargarme de los
libros. Me ofrecí para ayudar en lo que pudiera, para embalar o catalogar o
limpiar u ordenar los libros de la señora María; pero Laura me dijo que ya lo
había conversado con Isabel y que entre las dos decidieron que lo mejor era que
yo me encargara de disponer qué se haría con los libros, que tenía carta blanca
en el asunto, porque Isabel ya no regresaría y era preferible que alguien que
valorara los libros se encargara de eso. Yo alcé las cejas.
―Pero, ¿a qué te refieres con “encargarme de
los libros”?
―Bueno ―dijo ella―, Isabel dice que te quedes
con los que quieras y que el resto lo dones o se los pases a alguien que
también los valoren, porque ahí se van a deteriorar más; y es necesario vaciar
esa habitación, para alquilarla.
―Puedo embalarlos y tenerlos en mi
apartamento, si ella quiere… En caso de que más adelante quiera revisarlos o…
―No ―me cortó Laura―, Isabel no viene más,
olvídate de eso. Ni quiere ni puede. Me dijo que ya su mamá murió y ella no
quiere regresar. “¿A qué?”, me dijo. Y yo se lo entendí. Es verdad: ¿a qué se
va a regresar?
Respiré profundo. Terminamos de bebernos el
café y, agarrando el manojo de llaves, nos fuimos al apartamento vacío de la
señora María. Fue inevitable que muchos recuerdos surgieran a la superficie. El
paso lento de la mamá de Isabel. El aroma de la comida en la cocina. La voz
familiar que me recibía en cada visita. Y ahora el silencio rebotaba entre esas
paredes vacías. Laura me precedió hasta una habitación cerrada al final de un
corto pasillo. La puerta chirrió al abrirla. Había varias cajas de cartón en el
piso y dos de las paredes estaban llenas de libros polvorientos, apilados de
cualquier manera, caídos algunos, en ordenadas filas otros. Una cortina de tela
oscura dejaba el cuarto en una leve penumbra a pesar de la hora matinal. Hice otra
profunda inspiración e intercambié una mirada con Laura.
―Revisa a ver ―dijo, encogiendo los hombros―.
Yo voy a montar más café. Llámame si me necesitas… Me parece que la señora
María aparecerá en cualquier momento, y eso me hace sentir incómoda. Voy a
estar en la cocina. Avísame cuando termines.
La vi desaparecer por el pasillo y me
arrodillé frente a las cajas. Revisé sin apresuramientos y le eché un vistazo a
los títulos en los anaqueles. Había un poco de todo: enciclopedias de los años
70, libros de historia, textos académicos, novelas, fascículos de viejos
recetarios de cocina, volúmenes sobre extraterrestres y sobre jardinería,
colecciones bellamente empastadas sobre literatura rusa y francesa, antologías
de cuentos, revistas de modas, folletos, una mesa de planchar con más libros
encima, manuales de mecánica automotriz, diccionarios, libros sobre arte
italiano… Me sentí de nuevo como un niño ante aquella cueva llena de pequeños
tesoros, y lamenté las tristes circunstancias que nos habían empujado a eso. Aparté
un tomo grueso sobre autores rusos (Gógol, Pushkin, Turguéniev, Korolenko,
Bunin, Gorky y otros), una vieja edición de “La educación sentimental” de
Flaubert, un volumen de Herodoto (“Los nueve libros de la Historia”), otro de
Suetonio (“Vidas de los doce Césares”) y varias novelas de autores europeos.
―¿Vas a querer más café? ―preguntó Laura una
hora después.
Le dije que sí mientras sacudía el polvo de
mis manos. Poco a poco había logrado establecer un poco de orden, apartando los
títulos que me interesaban de los que podía regalar o donar a la Biblioteca
Pública. Quedaba mucho polvo todavía, muchas telarañas, algunas cajas sin abrir
y anaqueles sin revisar, pero al menos ya estaba a mitad del camino. Hicimos una
pausa para beberme el café y cruzar algunos comentarios sobre la señora María y
sobre nuestra querida amiga, lejos en Buenos Aires, ajena por completo a la
limpieza que realizábamos.
―La extraño, ¿sabes?
―Yo también ―me dijo Laura―. Yo también. Ella
insistió mucho en que tú te quedaras con los libros de su mamá. Creo que eso lo
dice todo.
―Dice todo y más. Hubiese preferido que
estuviese aquí con nosotros, pero…
―Pero esto es lo que hay ―completó ella―. ¿Te
falta mucho?
―Sí. Me falta aún revisar lo que está en
aquella pared…
―Bueno… Mejor te quedas a almorzar conmigo y
venimos otro rato en la tarde, ¿te parece?
Paseé la mirada por la habitación y asentí
con lentitud. Ya cuando salíamos del apartamento, giré la cabeza por encima del
hombro para contemplar el silencio que dejábamos atrás. Murmuré una frase de
agradecimiento a la señora María y lamenté una vez más aquella vuelta del
destino que me sorprendía con otro cargamento de libros ajenos, pero los
aceptaba con mucho respeto y cariño. Laura preguntó luego cómo me llevaría los
libros.
―Tendré que pedirle a mi papá que me dé la
cola, porque esas cajas pesan mucho.
Laura me miró con curiosidad.
―Más libros ―me dijo con un acento raro en la
voz―. Quién sabe qué pasará con ellos cuando tú te mueras.
Lo pensé un momento y dije:
―No lo sé, vieja. Supongo que alguien más
hará entonces lo que nosotros estamos haciendo hoy. La vida es una enorme rueda…
Regálame otro poquito de café, por favor.
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