"Me olvido de gozar de lo que poseo, de mis increíbles tesoros. Vuelvo a viajar, emocionalmente, incansable, mientras quede terreno por descubrir, vidas por vivir, hombres por conocer. Qué locura. Quiero hallar la dicha. Quiero detenerme y gozar de la vida. Este será el diario de mi goce". Anaïs Nin
15 de diciembre de 2020
Fisonomía.
27 de septiembre de 2020
Despedida.
Me cansé de decir sí cuando debí decir no.
Me cansé de quedarme callado.
Me cansé de sentirme inseguro por mi aspecto físico.
Me cansé de conformarme con migajas y quedar con hambre.
Me cansé de aplaudir a gente que me ignora.
Me cansé de caminar en círculos.
Me cansé de ser tan permeable. Está bien ser egoísta a veces.
Me cansé de pedir la luna, si quiero las estrellas (Bette Davis dixit).
Me cansé de sonreír cuando no me provoca.
Me cansé de llenar los silencios con cháchara inútil.
Me cansé de intentar complacer a los demás.
Me cansé de infravalorarme.
Me cansé de andar cabizbajo por la vida.
Me cansé de caminar en línea recta. Adoro los desvíos.
Me cansé de tocar puertas.
Me cansé de integrarme en el rebaño.
Me cansé de posponer mis propias páginas.
Me cansé de dar explicaciones a gente que ni siquiera escucha.
Me cansé del blanco y negro. Soy muchos colores.
Me cansé de las segundas oportunidades. Y las terceras. Y las cuartas.
Me cansé de los callejones sin salida.
Me cansé de decirlo, cuando debieron haberlo intuido.
Me cansé de ser el postre.
O el chiste de otros.
Y me cansé de los comentarios estériles.
No soy la guinda de la torta, pero tampoco soy la porción quemada del arroz.
22 de septiembre de 2020
Belleza.
¿Sería posible, Critón, que en nuestros años, las conversaciones más serias se hayan
hecho semejantes a las de los niños, sin que nos hayamos dado cuenta de ello?
Platón.
De nuevo nos sentamos en
el balcón, al atardecer, con dos tazas de café. Miro su perfil mientras él bebe
con pequeños sorbos. Parece absorto en las líneas oscuras de los morros alzándose
contra el crepúsculo. Me gusta la forma en que un mechón de su cabello rubio
cae sobre sus ojos. La línea recta de la nariz. Los labios llenos. La piel de
las mejillas como la superficie delicada de un durazno maduro. Yo también doy
sorbos a mi taza, pero prefiero beberme los contornos de su rostro. Parece sentir
el peso de mi mirada.
—¿En qué piensas? —dice.
—En lo atractivo que
eres.
Él chasquea la lengua.
—No digas eso… Tú sí eres
atractivo.
Me cuesta apartar la mirada.
—No —digo—. Te he dicho
que mientes mal. Se te nota… No lo hagas.
—Ah, pues… Ya vas a
empezar tú con tus cosas.
Reímos.
—Lo digo en serio —insisto—:
eres muy atractivo. A veces me pregunto cómo podría sentirse ser así. Quisiera meterme
debajo de tu piel. Mirarme en el espejo a través de tus ojos… ¿Qué sientes tú?
Él sonríe con
nerviosismo.
—¿Qué siento de qué? No empieces,
loco…
—Lo sé. Disculpa. Para ti
debe ser muy natural. Creo que la gente como tú se acostumbra rápido a tener
ese efecto en los demás. Lo dan por sentado.
Él me mira durante un
momento antes de volver al café de su taza.
—Estás loco —dice.
—No, sólo estoy
intentando imaginar lo que se sentiría ser como tú.
—¿Y cómo soy yo?
—Ya te lo dije:
perteneces a esa selecta minoría agraciada por los dioses. Eres muy atractivo.
Él parece pensarlo un
poco.
—Eso es porque te gusto —dice.
—Hmmm… Sí, pero hay algo
más. No es sólo por eso. Tiene que ver con tus rasgos faciales, las líneas de
tu cara, el cabello, la forma de tu nariz y tu boca; incluso tu mirada es
hermosa. Es una mirada limpia.
Él vuelve a reír.
—Loco, bébete el café.
—¿Te molesta que lo diga?
Deberías estar ya acostumbrado… —Lo miro fijamente—. Sí. Lo estás. Una parte de
ti ya se ha acostumbrado a tener ese efecto en los demás… Me pregunto cuántas
veces a la semana te lo dicen, o se te quedan viendo sin disimularlo… Aunque… —Lo
pienso mejor—: Quizás todavía te asombra un poco… ¿Puede ser? Sí… Tal vez aún no
te has acostumbrado del todo.
Él voltea a mirarme. Nos miramos
sin parpadear durante algunos segundos.
—¿Qué es lo que ves
cuando me miras?
El tono de su voz es
diferente. Lo noto enseguida.
—Ya te lo dije: que eres
atrac…
—No —me interrumpe—, más
allá de eso.
Cada uno se concentra en
sus propios pensamientos. Damos sorbos al café. Él sigue:
—No sé qué es lo que ven
cuando me dicen eso. Yo me veo normal, pues. Pero…
La frase queda colgada de
su labio inferior, como una gota.
—¿Te molestó lo que dije?
—pregunto.
Él hace un movimiento
negativo con la cabeza.
—No es eso… Es que no lo
entiendo. ¿Qué ves tú cuando me miras?
Sostiene mi mirada
durante un par de segundos.
—Me parece
que eres un chico muy atractivo. Eres interesante. Fuera de lo común. Tus manos.
Cuando sonríes. Los diferentes tonos que tiene tu cabello rubio. La manera en
que ladeas la cabeza para mirarme. Eres casi intoxicante. Sí, eso: eres casi
intoxicante.
—Pero tú también eres
atractivo…
Alzo las cejas y estiro
el brazo para dejar la taza encima de la mesa.
—No. Ya hablamos de eso. Eres
bello, pero no sabes mentir bien todavía.
—Claro que sí, loco… —insiste
él.
—Claro que no, loco —digo,
imitando su tono de voz juvenil.
Reímos.
—Yo nunca he sentido eso —le
digo—. Nunca he experimentado ese tipo de mirada. Uno lo sabe.
—¿A qué te refieres?
—La belleza, supongo. No lo
sé. Lo que sí sé es que no causo esa impresión en los demás. Tú sí.
Él bebe otro sorbo de
café antes de responder.
—Claro que sí. Tú tienes
muchas cualidades. Mira todo lo que haces, lo que has hecho…
—Pero eso no tiene nada
que ver con ser atractivo. Créeme: yo lo sé.
—Estás equivocado —insiste
él.
—No. Se es atractivo o
no. Allí no hay confusiones… —Pienso en algo más—. A mí nunca me han mirado de
esa forma. Lo sé. No tengo ese… ingrediente extra… Las relaciones que he tenido…
—¿Qué?
—Perdón. Estaba pensando
en otra cosa… Quise decir que en las relaciones que he tenido nunca ha existido
esa mirada de admiración y sorpresa. Uno se da cuenta. En estos días escribí
algo sobre eso. Ese tipo de miradas. Esa… devoción visual.
—Pero eso es relativo…
Me toca el turno de
chasquear la lengua.
—Ay, por favor… No me
salgas con eso. La belleza es relativa. Ajá.
—No te entiendo.
—A ver… Yo he sentido que
me miran con interés, con curiosidad, con indiferencia, con desagrado, pero
nunca atraigo las miradas precisamente por ser atractivo… No, no me
interrumpas; yo lo sé. No me lo discutas. Durante un tiempo eso me generó
inseguridad. Me sentía feo… Ya va, espera; te dije que no me interrumpieras… Lo
que intento decir es que llega un momento cuando haces las paces con lo que te
muestra el espejo. Entonces puedes concentrarte en otras cualidades. Belleza no
tengo, pero eso no es lo único que importa. Ahora lo sé.
—Estás loco. ¿Por qué
dices eso?
—Porque tú sí eres
atractivo, y me pongo a pensar en cómo debe sentirse ser así. Lo eres.
Él parece masticar un
poco mis palabras.
—No sé. Creo que tengo la
nariz muy grande. Y a veces soy muy torpe. No me gusta mi cabello… La gente me
mira, y a veces se me acercan y me preguntan cosas, quieren conocerme, tener
algo conmigo. Pero yo no entiendo por qué... Ajá, soy alto y blanco y esas
cosas, pero de verdad que no entiendo por qué, loco. Yo no me siento diferente.
—Eres diferente, y tú lo
sabes. Tal vez aún no comprendas bien el alcance de eso, experimentas con eso,
pero tarde o temprano lo vas a asimilar. No puedes cambiarte el rostro. Ah… Te
imagino cuando tengas treinta años. Vas a ser un hombre muy, pero muy hermoso. Esa
es la edad ideal. Créeme. Ya lo verás.
—No sé… Quizás piensas
eso porque te gusto. Si no te gustara pensarías distinto.
Giro esa idea entre mis
dedos. Sus diferentes ángulos.
—Quién sabe. Tal vez
tengas razón. Me gustas porque eres atractivo. Desde el primer momento en que te
vi. Un flechazo. Un coñazo, mejor dicho. Pero me gustas no sólo por eso. Sólo digo
que, en la repartición de belleza, tú estabas entre los elegidos. Yo no. Pero está
bien. Como te dije, ahora sé que tengo otras herramientas a mi favor.
Él coloca la taza encima
de la mesa, junto a la mía.
—Pero… —dice—. No pienses
eso. Lo dices como si nunca pudiera pasar. Tú dices siempre que la vida da
muchas vueltas… De repente mañana te consigues con alguien que te va a mirar
así… No lo…
—A mi edad —lo interrumpí—,
las ilusiones son un lujo que uno sólo puede permitirse de vez en cuando. —Me
sumerjo en sus ojos—. Después de los cuarenta, la realidad aplasta cualquier
intento de rebelión idealista.
Reímos al cabo de un
momento.
—Te quiero mucho, ¿sabes?
—Yo también —respondo—, pero eso no va a llenar mi taza de nuevo. Anda… Busca más café, por favor. Y tráete los cigarros.
12 de septiembre de 2020
Las miradas rotas.
Lo
mirabas. Lo hacías con discreción. De vez en cuando tus ojos se iban hacia la
larga fila de vehículos que esperaban frente a la estación de servicio. Pero siempre
volvías a él. Había una mezcla de curiosidad y de interés disimulado en tu
mirada. Estuviste allí durante un rato largo; inmóvil, absorto en la figura de
ese hombre apoyado contra la pared. Tu perfil. El rostro ladeado. Las líneas
tensas de tu cuello. Me hubiese gustado que nuestras posiciones fuesen
inversas; es decir, que él te mirara a ti mirándome a mí, pero ya el destino
había decidido nuestras posiciones equidistantes durante esa mañana de domingo.
El bullicio y las risas de nuestros amigos. El rumor de las motos. La tibieza del
sol que avanzaba con rapidez. La ligera brisa que anunciaba el mediodía. Y tu vista
fija sobre él. En algún momento se me escapó una sonrisa agridulce. Los tipos
como tú están acostumbrados a observar, y rara vez se percatan de que son observados.
Por eso, quizás, no sentiste el peso de mi mirada sobre la tuya. Toda tu
atención estaba puesta en él. Lo supe de inmediato. Ese tipo de interés no se
puede camuflar.
Más
adelante recordé una escena similar. Ocurrió en París, muchos años atrás. Yo estaba
de viaje con mi amiga Vanessa. Desayunábamos en un café pequeño cerca de la
Place d’Italie. Detrás de Vanessa, en otra mesa, estaban sentados dos
muchachos. El que nos daba la espalda hablaba y contaba algo, el otro chico lo
miraba y asentía con lentitud. Nunca pude olvidar la intensidad de esa mirada
que yo observaba por encima del hombro de mi amiga. Tampoco se lo comenté a
ella. Ese descubrimiento me pertenecía, era mío, y si lo hubiese compartido tal
vez habría perdido una parte de su sustancia. El muchacho que escuchaba ni
siquiera se fijó en la atención que yo les prestaba. No escuché lo que decían,
pero la visión de su mirada se ha quedado conmigo desde entonces. Había tanta
entrega en esos ojos, tanta ternura mal disimulada, tanta devoción. Pensé que
era imposible que el otro chico no se fijara en ello. Y sentí un aguijonazo de
envidia porque sabía que a mí nadie me había mirado jamás de esa forma tan
abierta, tan limpia, tan atenta. No lo hubiese recordado si no fuera por la
manera con que tú veías a tu amigo. Era la misma mirada.
Aquello
duró poco, pero el tiempo suficiente como para que yo comprendiera las escasas
posibilidades que tenía de atraer tu atención. Para ti sólo existía ese cuerpo
al otro lado de la acera. Las manos en los bolsillos. Un pie apoyado en la
pared. Sus ojos escudriñando a la gente junto a la fila de vehículos. Él parecía
tan ajeno a lo que había provocado en ti. Es probable que nunca llegue a saber
lo que sucedió durante esa media hora. El efecto que produjo en tus
sensaciones. Y yo me convertí en un reflejo de lo que tú sentías, porque me pasaba
lo mismo, pero contigo. Yo te miraba a ti y tú lo mirabas a él. Formábamos una
extraña cadena de miradas subrepticias. Eslabones solitarios de pupilas
devotas. La linealidad de las miradas rotas. Porque ese hombre en ningún
momento te devolvió la mirada, y tú jamás volteaste a verme a mí. Un paréntesis
en medio del estruendo callejero. Después volvieron a acercarse y se sentaron a
conversar en voz baja. Sea lo que fuese que había pasado antes, apenas si
quedaba rastro de ello en tus ojos o en los míos. Me parece curioso: él no
advirtió la forma en que lo observabas y tú tampoco percibiste la manera con la
que yo te miraba.
Hay batallas que están perdidas incluso antes de comenzarlas. A partir de ese momento tuve la certeza de que no había nada que yo pudiera hacer para que me miraras así como lo mirabas a él. Fue un gesto espontáneo, involuntario, pasajero, y al mismo tiempo tan definitivo como el pavimento bajo nuestros pies. Intentarlo siquiera hubiese sido una locura. Me despedí de ti en silencio, me despedí de lo que pudiste haber significado si tus ojos se hubiesen girado en otra dirección. Mi mirada terminó de romperse en pequeños pedazos dispersos en la acera. Respiré profundo y te deseé la mejor de las suertes. ¿Qué más podía hacer a esas alturas de la escena? Tu amigo es un tipo afortunado. Ojalá lo sepa. Yo agradezco haber tenido la oportunidad de contemplar la fugacidad de tu mirada. Apenas eso. Otra sonrisa agridulce: quizás alguien más me miraba a mí observándote a ti viéndolo a él, pero eso sólo sucede en las novelas. ¿O no?