¿Sería posible, Critón, que en nuestros años, las conversaciones más serias se hayan
hecho semejantes a las de los niños, sin que nos hayamos dado cuenta de ello?
Platón.
De nuevo nos sentamos en
el balcón, al atardecer, con dos tazas de café. Miro su perfil mientras él bebe
con pequeños sorbos. Parece absorto en las líneas oscuras de los morros alzándose
contra el crepúsculo. Me gusta la forma en que un mechón de su cabello rubio
cae sobre sus ojos. La línea recta de la nariz. Los labios llenos. La piel de
las mejillas como la superficie delicada de un durazno maduro. Yo también doy
sorbos a mi taza, pero prefiero beberme los contornos de su rostro. Parece sentir
el peso de mi mirada.
—¿En qué piensas? —dice.
—En lo atractivo que
eres.
Él chasquea la lengua.
—No digas eso… Tú sí eres
atractivo.
Me cuesta apartar la mirada.
—No —digo—. Te he dicho
que mientes mal. Se te nota… No lo hagas.
—Ah, pues… Ya vas a
empezar tú con tus cosas.
Reímos.
—Lo digo en serio —insisto—:
eres muy atractivo. A veces me pregunto cómo podría sentirse ser así. Quisiera meterme
debajo de tu piel. Mirarme en el espejo a través de tus ojos… ¿Qué sientes tú?
Él sonríe con
nerviosismo.
—¿Qué siento de qué? No empieces,
loco…
—Lo sé. Disculpa. Para ti
debe ser muy natural. Creo que la gente como tú se acostumbra rápido a tener
ese efecto en los demás. Lo dan por sentado.
Él me mira durante un
momento antes de volver al café de su taza.
—Estás loco —dice.
—No, sólo estoy
intentando imaginar lo que se sentiría ser como tú.
—¿Y cómo soy yo?
—Ya te lo dije:
perteneces a esa selecta minoría agraciada por los dioses. Eres muy atractivo.
Él parece pensarlo un
poco.
—Eso es porque te gusto —dice.
—Hmmm… Sí, pero hay algo
más. No es sólo por eso. Tiene que ver con tus rasgos faciales, las líneas de
tu cara, el cabello, la forma de tu nariz y tu boca; incluso tu mirada es
hermosa. Es una mirada limpia.
Él vuelve a reír.
—Loco, bébete el café.
—¿Te molesta que lo diga?
Deberías estar ya acostumbrado… —Lo miro fijamente—. Sí. Lo estás. Una parte de
ti ya se ha acostumbrado a tener ese efecto en los demás… Me pregunto cuántas
veces a la semana te lo dicen, o se te quedan viendo sin disimularlo… Aunque… —Lo
pienso mejor—: Quizás todavía te asombra un poco… ¿Puede ser? Sí… Tal vez aún no
te has acostumbrado del todo.
Él voltea a mirarme. Nos miramos
sin parpadear durante algunos segundos.
—¿Qué es lo que ves
cuando me miras?
El tono de su voz es
diferente. Lo noto enseguida.
—Ya te lo dije: que eres
atrac…
—No —me interrumpe—, más
allá de eso.
Cada uno se concentra en
sus propios pensamientos. Damos sorbos al café. Él sigue:
—No sé qué es lo que ven
cuando me dicen eso. Yo me veo normal, pues. Pero…
La frase queda colgada de
su labio inferior, como una gota.
—¿Te molestó lo que dije?
—pregunto.
Él hace un movimiento
negativo con la cabeza.
—No es eso… Es que no lo
entiendo. ¿Qué ves tú cuando me miras?
Sostiene mi mirada
durante un par de segundos.
—Me parece
que eres un chico muy atractivo. Eres interesante. Fuera de lo común. Tus manos.
Cuando sonríes. Los diferentes tonos que tiene tu cabello rubio. La manera en
que ladeas la cabeza para mirarme. Eres casi intoxicante. Sí, eso: eres casi
intoxicante.
—Pero tú también eres
atractivo…
Alzo las cejas y estiro
el brazo para dejar la taza encima de la mesa.
—No. Ya hablamos de eso. Eres
bello, pero no sabes mentir bien todavía.
—Claro que sí, loco… —insiste
él.
—Claro que no, loco —digo,
imitando su tono de voz juvenil.
Reímos.
—Yo nunca he sentido eso —le
digo—. Nunca he experimentado ese tipo de mirada. Uno lo sabe.
—¿A qué te refieres?
—La belleza, supongo. No lo
sé. Lo que sí sé es que no causo esa impresión en los demás. Tú sí.
Él bebe otro sorbo de
café antes de responder.
—Claro que sí. Tú tienes
muchas cualidades. Mira todo lo que haces, lo que has hecho…
—Pero eso no tiene nada
que ver con ser atractivo. Créeme: yo lo sé.
—Estás equivocado —insiste
él.
—No. Se es atractivo o
no. Allí no hay confusiones… —Pienso en algo más—. A mí nunca me han mirado de
esa forma. Lo sé. No tengo ese… ingrediente extra… Las relaciones que he tenido…
—¿Qué?
—Perdón. Estaba pensando
en otra cosa… Quise decir que en las relaciones que he tenido nunca ha existido
esa mirada de admiración y sorpresa. Uno se da cuenta. En estos días escribí
algo sobre eso. Ese tipo de miradas. Esa… devoción visual.
—Pero eso es relativo…
Me toca el turno de
chasquear la lengua.
—Ay, por favor… No me
salgas con eso. La belleza es relativa. Ajá.
—No te entiendo.
—A ver… Yo he sentido que
me miran con interés, con curiosidad, con indiferencia, con desagrado, pero
nunca atraigo las miradas precisamente por ser atractivo… No, no me
interrumpas; yo lo sé. No me lo discutas. Durante un tiempo eso me generó
inseguridad. Me sentía feo… Ya va, espera; te dije que no me interrumpieras… Lo
que intento decir es que llega un momento cuando haces las paces con lo que te
muestra el espejo. Entonces puedes concentrarte en otras cualidades. Belleza no
tengo, pero eso no es lo único que importa. Ahora lo sé.
—Estás loco. ¿Por qué
dices eso?
—Porque tú sí eres
atractivo, y me pongo a pensar en cómo debe sentirse ser así. Lo eres.
Él parece masticar un
poco mis palabras.
—No sé. Creo que tengo la
nariz muy grande. Y a veces soy muy torpe. No me gusta mi cabello… La gente me
mira, y a veces se me acercan y me preguntan cosas, quieren conocerme, tener
algo conmigo. Pero yo no entiendo por qué... Ajá, soy alto y blanco y esas
cosas, pero de verdad que no entiendo por qué, loco. Yo no me siento diferente.
—Eres diferente, y tú lo
sabes. Tal vez aún no comprendas bien el alcance de eso, experimentas con eso,
pero tarde o temprano lo vas a asimilar. No puedes cambiarte el rostro. Ah… Te
imagino cuando tengas treinta años. Vas a ser un hombre muy, pero muy hermoso. Esa
es la edad ideal. Créeme. Ya lo verás.
—No sé… Quizás piensas
eso porque te gusto. Si no te gustara pensarías distinto.
Giro esa idea entre mis
dedos. Sus diferentes ángulos.
—Quién sabe. Tal vez
tengas razón. Me gustas porque eres atractivo. Desde el primer momento en que te
vi. Un flechazo. Un coñazo, mejor dicho. Pero me gustas no sólo por eso. Sólo digo
que, en la repartición de belleza, tú estabas entre los elegidos. Yo no. Pero está
bien. Como te dije, ahora sé que tengo otras herramientas a mi favor.
Él coloca la taza encima
de la mesa, junto a la mía.
—Pero… —dice—. No pienses
eso. Lo dices como si nunca pudiera pasar. Tú dices siempre que la vida da
muchas vueltas… De repente mañana te consigues con alguien que te va a mirar
así… No lo…
—A mi edad —lo interrumpí—,
las ilusiones son un lujo que uno sólo puede permitirse de vez en cuando. —Me
sumerjo en sus ojos—. Después de los cuarenta, la realidad aplasta cualquier
intento de rebelión idealista.
Reímos al cabo de un
momento.
—Te quiero mucho, ¿sabes?
—Yo también —respondo—, pero eso no va a llenar mi taza de nuevo. Anda… Busca más café, por favor. Y tráete los cigarros.
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