12 de septiembre de 2020

Las miradas rotas.

 

Lo mirabas. Lo hacías con discreción. De vez en cuando tus ojos se iban hacia la larga fila de vehículos que esperaban frente a la estación de servicio. Pero siempre volvías a él. Había una mezcla de curiosidad y de interés disimulado en tu mirada. Estuviste allí durante un rato largo; inmóvil, absorto en la figura de ese hombre apoyado contra la pared. Tu perfil. El rostro ladeado. Las líneas tensas de tu cuello. Me hubiese gustado que nuestras posiciones fuesen inversas; es decir, que él te mirara a ti mirándome a mí, pero ya el destino había decidido nuestras posiciones equidistantes durante esa mañana de domingo. El bullicio y las risas de nuestros amigos. El rumor de las motos. La tibieza del sol que avanzaba con rapidez. La ligera brisa que anunciaba el mediodía. Y tu vista fija sobre él. En algún momento se me escapó una sonrisa agridulce. Los tipos como tú están acostumbrados a observar, y rara vez se percatan de que son observados. Por eso, quizás, no sentiste el peso de mi mirada sobre la tuya. Toda tu atención estaba puesta en él. Lo supe de inmediato. Ese tipo de interés no se puede camuflar.

Más adelante recordé una escena similar. Ocurrió en París, muchos años atrás. Yo estaba de viaje con mi amiga Vanessa. Desayunábamos en un café pequeño cerca de la Place d’Italie. Detrás de Vanessa, en otra mesa, estaban sentados dos muchachos. El que nos daba la espalda hablaba y contaba algo, el otro chico lo miraba y asentía con lentitud. Nunca pude olvidar la intensidad de esa mirada que yo observaba por encima del hombro de mi amiga. Tampoco se lo comenté a ella. Ese descubrimiento me pertenecía, era mío, y si lo hubiese compartido tal vez habría perdido una parte de su sustancia. El muchacho que escuchaba ni siquiera se fijó en la atención que yo les prestaba. No escuché lo que decían, pero la visión de su mirada se ha quedado conmigo desde entonces. Había tanta entrega en esos ojos, tanta ternura mal disimulada, tanta devoción. Pensé que era imposible que el otro chico no se fijara en ello. Y sentí un aguijonazo de envidia porque sabía que a mí nadie me había mirado jamás de esa forma tan abierta, tan limpia, tan atenta. No lo hubiese recordado si no fuera por la manera con que tú veías a tu amigo. Era la misma mirada.

Aquello duró poco, pero el tiempo suficiente como para que yo comprendiera las escasas posibilidades que tenía de atraer tu atención. Para ti sólo existía ese cuerpo al otro lado de la acera. Las manos en los bolsillos. Un pie apoyado en la pared. Sus ojos escudriñando a la gente junto a la fila de vehículos. Él parecía tan ajeno a lo que había provocado en ti. Es probable que nunca llegue a saber lo que sucedió durante esa media hora. El efecto que produjo en tus sensaciones. Y yo me convertí en un reflejo de lo que tú sentías, porque me pasaba lo mismo, pero contigo. Yo te miraba a ti y tú lo mirabas a él. Formábamos una extraña cadena de miradas subrepticias. Eslabones solitarios de pupilas devotas. La linealidad de las miradas rotas. Porque ese hombre en ningún momento te devolvió la mirada, y tú jamás volteaste a verme a mí. Un paréntesis en medio del estruendo callejero. Después volvieron a acercarse y se sentaron a conversar en voz baja. Sea lo que fuese que había pasado antes, apenas si quedaba rastro de ello en tus ojos o en los míos. Me parece curioso: él no advirtió la forma en que lo observabas y tú tampoco percibiste la manera con la que yo te miraba.

Hay batallas que están perdidas incluso antes de comenzarlas. A partir de ese momento tuve la certeza de que no había nada que yo pudiera hacer para que me miraras así como lo mirabas a él. Fue un gesto espontáneo, involuntario, pasajero, y al mismo tiempo tan definitivo como el pavimento bajo nuestros pies. Intentarlo siquiera hubiese sido una locura. Me despedí de ti en silencio, me despedí de lo que pudiste haber significado si tus ojos se hubiesen girado en otra dirección. Mi mirada terminó de romperse en pequeños pedazos dispersos en la acera. Respiré profundo y te deseé la mejor de las suertes. ¿Qué más podía hacer a esas alturas de la escena? Tu amigo es un tipo afortunado. Ojalá lo sepa. Yo agradezco haber tenido la oportunidad de contemplar la fugacidad de tu mirada. Apenas eso. Otra sonrisa agridulce: quizás alguien más me miraba a mí observándote a ti viéndolo a él, pero eso sólo sucede en las novelas. ¿O no?

No hay comentarios.: