Lo
mirabas. Lo hacías con discreción. De vez en cuando tus ojos se iban hacia la
larga fila de vehículos que esperaban frente a la estación de servicio. Pero siempre
volvías a él. Había una mezcla de curiosidad y de interés disimulado en tu
mirada. Estuviste allí durante un rato largo; inmóvil, absorto en la figura de
ese hombre apoyado contra la pared. Tu perfil. El rostro ladeado. Las líneas
tensas de tu cuello. Me hubiese gustado que nuestras posiciones fuesen
inversas; es decir, que él te mirara a ti mirándome a mí, pero ya el destino
había decidido nuestras posiciones equidistantes durante esa mañana de domingo.
El bullicio y las risas de nuestros amigos. El rumor de las motos. La tibieza del
sol que avanzaba con rapidez. La ligera brisa que anunciaba el mediodía. Y tu vista
fija sobre él. En algún momento se me escapó una sonrisa agridulce. Los tipos
como tú están acostumbrados a observar, y rara vez se percatan de que son observados.
Por eso, quizás, no sentiste el peso de mi mirada sobre la tuya. Toda tu
atención estaba puesta en él. Lo supe de inmediato. Ese tipo de interés no se
puede camuflar.
Más
adelante recordé una escena similar. Ocurrió en París, muchos años atrás. Yo estaba
de viaje con mi amiga Vanessa. Desayunábamos en un café pequeño cerca de la
Place d’Italie. Detrás de Vanessa, en otra mesa, estaban sentados dos
muchachos. El que nos daba la espalda hablaba y contaba algo, el otro chico lo
miraba y asentía con lentitud. Nunca pude olvidar la intensidad de esa mirada
que yo observaba por encima del hombro de mi amiga. Tampoco se lo comenté a
ella. Ese descubrimiento me pertenecía, era mío, y si lo hubiese compartido tal
vez habría perdido una parte de su sustancia. El muchacho que escuchaba ni
siquiera se fijó en la atención que yo les prestaba. No escuché lo que decían,
pero la visión de su mirada se ha quedado conmigo desde entonces. Había tanta
entrega en esos ojos, tanta ternura mal disimulada, tanta devoción. Pensé que
era imposible que el otro chico no se fijara en ello. Y sentí un aguijonazo de
envidia porque sabía que a mí nadie me había mirado jamás de esa forma tan
abierta, tan limpia, tan atenta. No lo hubiese recordado si no fuera por la
manera con que tú veías a tu amigo. Era la misma mirada.
Aquello
duró poco, pero el tiempo suficiente como para que yo comprendiera las escasas
posibilidades que tenía de atraer tu atención. Para ti sólo existía ese cuerpo
al otro lado de la acera. Las manos en los bolsillos. Un pie apoyado en la
pared. Sus ojos escudriñando a la gente junto a la fila de vehículos. Él parecía
tan ajeno a lo que había provocado en ti. Es probable que nunca llegue a saber
lo que sucedió durante esa media hora. El efecto que produjo en tus
sensaciones. Y yo me convertí en un reflejo de lo que tú sentías, porque me pasaba
lo mismo, pero contigo. Yo te miraba a ti y tú lo mirabas a él. Formábamos una
extraña cadena de miradas subrepticias. Eslabones solitarios de pupilas
devotas. La linealidad de las miradas rotas. Porque ese hombre en ningún
momento te devolvió la mirada, y tú jamás volteaste a verme a mí. Un paréntesis
en medio del estruendo callejero. Después volvieron a acercarse y se sentaron a
conversar en voz baja. Sea lo que fuese que había pasado antes, apenas si
quedaba rastro de ello en tus ojos o en los míos. Me parece curioso: él no
advirtió la forma en que lo observabas y tú tampoco percibiste la manera con la
que yo te miraba.
Hay batallas que están perdidas incluso antes de comenzarlas. A partir de ese momento tuve la certeza de que no había nada que yo pudiera hacer para que me miraras así como lo mirabas a él. Fue un gesto espontáneo, involuntario, pasajero, y al mismo tiempo tan definitivo como el pavimento bajo nuestros pies. Intentarlo siquiera hubiese sido una locura. Me despedí de ti en silencio, me despedí de lo que pudiste haber significado si tus ojos se hubiesen girado en otra dirección. Mi mirada terminó de romperse en pequeños pedazos dispersos en la acera. Respiré profundo y te deseé la mejor de las suertes. ¿Qué más podía hacer a esas alturas de la escena? Tu amigo es un tipo afortunado. Ojalá lo sepa. Yo agradezco haber tenido la oportunidad de contemplar la fugacidad de tu mirada. Apenas eso. Otra sonrisa agridulce: quizás alguien más me miraba a mí observándote a ti viéndolo a él, pero eso sólo sucede en las novelas. ¿O no?
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