—Aquí está la otra aguja —dije.
Mi abuela estaba sentada en su mecedora, balanceándose
con lentitud, mientras buscaba entre los trozos de tela que coloreaban su
regazo. Me
miró por encima de los lentes y volvió a fijar su atención en juntar los
cuadrados de tela para combinar sus tonalidades y estampados.
—Ajá —dijo ella—; ahora consígueme hilo verde, un
verde que combine con estas flores.
Observé el ramillete que ocupaba el centro del retazo.
Un
conjunto bastante sicodélico.
—Quiero que la base sea oscura, ¿ves? Así
combinaremos estos estampados con la tela verde. ¿Qué te parece?
—Sí
—dije—. Me gusta.
Llevábamos un mes discutiendo sobre los individuales
para la mesa del comedor de mi apartamento. Entre los que ya había
hecho para mis tías, mis primas y algunas amigas, mi abuela llevaba alrededor
de cincuenta o sesenta individuales diferentes. Era algo que la entretenía en
las tardes, entre una y otra telenovela vespertina. Ignoro cómo habrían quedado
los modelos iniciales, pero ya tenía la práctica suficiente para imaginar los
individuales armados con los distintos retazos antes de agarrar la primera
aguja. Me sonreí y ella se dio cuenta.
—¿Qué
pasó? ¿No te gusta?
—Sí, abuela, sí me gustan; pero me asombra que tengas
la habilidad de combinar con tanta rapidez mientras yo todavía estoy escogiendo
los estampados.
—Ay, hijo, es que tu abuelita hace magia con las
telas. Pero
tienen que ser de algodón. De licra o de otro material no sirven. Sólo algodón.
Pero ¿te gustan? Dime la verdad. Son para ti.
—Sí, claro que me gustan; pero, en todo caso, lo que
me emociona es quedarme con algo tuyo, algo que salió de tus manos. A
mí no me importa si es verde oscuro, tricolor o puras flores; a mí lo que me
interesa es que podré tener algo tuyo que conservaré siempre. Algo entre tú y
yo.
Mi abuela inclinó el torso para alargar el brazo y la
mano hasta mi mejilla.
—Ay, tan bello, mi negrito lindo. Tú
vas a ver que van a quedar bien bonitos. Ese va a ser el regalo de tu abuela.
Te voy a hacer cuatro primero y dos más de reserva, ¿sí?
Alcé las cejas.
—¡No, abuela! ¿Qué bochinche es ése?
¿Por qué tantos si yo vivo solo?
Ella se rió con gusto.
—No, hijo —logró decir entre risas—; tienes que tener
varios. Así se ven más bonitos.
Torcí la boca.
—Sí, claro.
—Es por si te llega alguna visita o si invitas a
alguien a comer.
Volví a torcer la boca.
—Creo que es más fácil que me gane la lotería, abuela.
A
mí no me visita nadie y con la situación económica que hay, créeme, lo último
que haría es invitar a alguien a comer. No inventes. Vamos a hacer uno solo.
—No,
señor. Eso se ve muy feo. No seas egoísta, chico. Tú tienes seis puestos en tu
mesa, ya yo conté la última vez que estuvimos allá. Un juego se va a ver más
bonito. Además, quién sabe si te aparece alguien de sorpresa. Es mejor que
estés preparado.
Estaba intentando enhebrar otra aguja con un hilo
blanco y el tono de su voz me obligó a levantar la vista. Intercambiamos
una mirada de entendimiento y yo me sonreí.
—Uno no sabe —dijo ella—. Hay
que tener fe.
—Ajá —murmuré con la atención puesta en la aguja.
—Por cierto, hijo, estaba pendiente de preguntarte
algo. O,
más bien, comentártelo. Tú
sabes que hay mucha gente que te lee por ahí, donde tu publicas tus historias…
—¿En
Facebook?
—Ajá. Yo las leo, cuando me las muestran. Pero…
¿Tú no crees que deberías tener más cuidado? Porque parece que eso lo lee todo
el mundo. Y es tu vida privada.
Levanté la vista.
—¿Qué es eso, abuela? Yo no he publicado
nada escandaloso. Ni privado. Yo sé lo que puedo colgar y lo que no.
—Ay, hijo, es que yo leí eso que pusiste sobre el
muchacho de Caracas, con el que te quedaste en la noche, en el jardín, ¿sabes?
Pensé en el personaje de “Simón” y asentí. Es
lo último que creía haber publicado.
—Sí, yo sé de cuál me hablas.
—Ajá… Y ése otro del muchacho del cine, al que no le
gustó la película. Bueno, hijo… Yo no sé… La gente es muy curiosa, y es mejor evitar esas cosas. Eso es tuyo. Si tú quieres lo
escribes y nosotros te lo leemos, pero tal vez no deberías publicarlo para todo
el mundo. Hay otros temas, otras historias menos íntimas, ¿no te parece?
Levanté la mano para rascarme el lóbulo de la oreja
sin dejar de ver a mi abuela. Respiré profundo. Con calma.
—A ver… ¿Cómo te lo explico?
Ella soltó la risa, como si tratara de restarle
importancia a lo que me había dicho.
—Ay, hijo, tú sabes que tu abuelita es muy tolerante,
y yo te quiero mucho; y me gusta que estés haciendo lo que te agrada, con la
escritura; pero sólo digo… No sé… Que me parece que hay asuntos públicos y
asuntos privados, pues. Peras y manzanas. Porque la gente lee y hace
comentarios tontos, tú sabes. No es que no me guste…
Mis ojos resbalaron hasta el montón de retazos sobre
sus piernas. Me fijé en los colores, las distintas tonalidades, los
estampados, la mezcla de figuras, líneas y matices. Luego, mientras ella seguía
hablando, tiré la vista hacia la mesa del comedor, donde estaban puestos los
individuales que usaban mis tías a diario. Le pedí a mi abuela que me excusara
y fui a buscar uno de los rectángulos ya terminados. Regresé a ocupar mi puesto
en la otra mecedora.
—Mira
—dije—. ¿Ves este individual ya terminado?
Mi abuela asintió con la boca entreabierta.
—Fíjate —seguí— en la unión de los cuadrados sobre el
fondo unicolor. Las puntadas tan discretas con el hilo. El
conjunto. La forma precisa de mezclar todo para crear algo diferente y
llamativo. ¿Lo ves?
Ella volvió a asentir, con los lentes en la punta de
la nariz.
—Okey —dije—. Pero te das cuenta de que
cada cuadrado es un pedazo único, ¿verdad? O sea, tú juntaste distintas partes
para inventar algo nuevo. ¿De dónde salió esta combinación? De tu cabeza. Tú
pusiste una al lado de la otra hasta que te funcionó, ¿correcto?
Sonreí y dejé caer el individual sobre mis rodillas.
—Bueno… Ahora quiero que imagines que algo muy, muy
parecido hago yo con mis relatos. Fíjate: yo parto de una
idea, una anécdota, un recuerdo o algo que le escuché a otra persona, y luego
lo transformo para volverlo interesante, picante, atractivo o sugerente. ¿Me
sigues?
Ella asintió con lentitud y se quitó los lentes.
—Todo surge de un núcleo, que puede ser cualquier
cosa. Hay
que usar la imaginación. Hay que inventar. Hay que mentir. Pero la mentira debe
ser creíble. Es un juego, abuela. Si la mentira no es verosímil, no funciona.
Por eso hay que agregar hilos de colores que combinen con el estampado que usas
como base, ¿sí? Y avanzas a partir de allí. Algunas veces queda bien. Otras
veces, no. Y tienes que retroceder, deshacer las puntadas, y colocar otros
retazos para ver si funciona. Eso es todo.
—Ay, hijo… Yo pensé que lo que escribías era tuyo, que
había pasado…
—No, abuela; no es autobiográfico. Mucha
gente comete ese error. Pero en mi caso, y en el de muchos otros escritores, no
es más que un simple juego. Un juego serio. Uno puede escribir desde distintos
ángulos. Es como cuando tú decides el diseño de tus individuales. Lo importante
es buscar que el conjunto quede bonito y guste.
—Bueno, hijo… Si me lo explicas así…
—Claro, abuela. ¿De verdad creías que todo
era cierto? ¡No! Pero… Ya sé que no lo dijiste con esa intención, pero lo voy a
tomar como un cumplido. Si tú te lo creíste, quiere decir que a lo mejor
funciona. Quién sabe. Me agrada eso.
Intercambiamos otra sonrisa y una mirada prolongada.
—O sea, que estamos haciendo algo parecido…
—Exacto. Tú con tus telas y yo con
palabras. Pero el resultado
es el mismo.
De pronto soltó una carcajada.
—¿Qué? —dije—. ¿Qué pasó?
—Tú me vas a hacer un favor —dijo, con la risa todavía
bailándole en los ojos—: no vayas a escribir sobre esto, hijo… ¿Qué va a decir
la gente? Que tu abuelita no entiende de estas cosas…
Entonces yo solté la carcajada.
—Mira, abuela —dije—, desde el primer momento, cuando
sólo tú lograste comprender el subtexto gay que había en mis relatos, me quité
el sombrero. Cuando nosotros vamos, ya tú vienes de regreso; así
que, mejor seguimos. ¿Necesitas más agujas?
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