28 de junio de 2009

Un placer egoísta.

Desde la noche anterior me entusiasma un pequeño cosquilleo por todo el cuerpo; se trata de una infantil anticipación, mi mente imaginando posibles escenarios, felices descubrimientos que no espero, y me quedo dormido queriendo soñar con los nuevos autores que finalmente encontraré. Ellos estarán allí, esperando por mi llegada, aguardando el roce de mis dedos sobre sus cubiertas, haciendo un guiño literario para atraer mi atención.

El viaje hasta Caracas lo hago preñado de posibilidades; los comienzos son siempre así. Hago el trayecto en calma, fijándome en el paisaje que me rodea, intentando gozar de este ambivalente día de junio donde ya no es verano, pero tampoco es invierno todavía. Es sábado, casi no hay tráfico que entorpezca mi inocultable apresuramiento por llegar a las librerías, lo disfruto aún más.

El reloj digital de mi teléfono celular marca una hora intermedia (poco antes del mediodía) antes de quedar a oscuras. Lo apago queriendo evitar cualquier llamada inesperada; no quiero que nada ni nadie intervenga en el diálogo silencioso que me propongo realizar. Es un placer egoísta, sí, lo confieso. Antes he intentado explicar mis secretas aficiones, pintar con colores realistas las pulsiones de mi ansiedad; pero muy pocos entienden a plenitud. Entonces escojo disfrutar de mi pasión a solas, sin preguntas innecesarias, sin comentarios no requeridos, ajeno a todo aquello que pueda distraerme dentro de mi activa búsqueda literaria.

Algunos prefieren un paseo silente, una caminata alejada de todo bullicio, en escenarios naturales; otros optan por los deportes extremos, las risas, el juego que recrea la vitalidad exprimida; hay quien se decanta por excursiones gastronómicas, la sensación de los sabores; y existen también las personas que huyen de la soledad en todas sus formas, no entienden el pausado goce de estar con uno mismo, la comunión íntima que ofrece el pensamiento. Todo es válido, no obstante.

Pero no estoy solo en esta afición; otras amistades me han confesado que disfrutan mucho estando absortos en cualquier librería. Por supuesto, es un poco difícil que aquellos ajenos a las tareas literarias puedan asimilar a plenitud este aislamiento, ese deambular impreciso entre libros viejos y nuevos, la ausencia de distracciones que no sean las distintas tramas, propuestas y ensayos narrativos que ocupan momentáneamente la atención.

Cada quien en lo suyo, pues. Porque también me canso de dar explicaciones, intentar que el otro o la otra entiendan las razones de mi escogencia. A muchos les encanta irse de parranda a la playa un sábado por la mañana; a mí no, con sinceridad. Y no se trata de que no me guste, no; es porque tengo placeres prioritarios, elementales, sencillos. A mí que me dejen en una librería toda una tarde y me considero feliz. Quizás el fin de semana que viene me escape a la playa; pero si me ponen a escoger, no hay paisaje que valga.

Reconozco en ello un gozo neurótico, íntimo, casi incomprensible. No puedo evitarlo. Ya ni siquiera me interesa explicarlo. Es un placer particular, individual, ambicioso. No me gusta que la gente me hable, hago todo lo posible por pasar desapercibido, a menos que requiera preguntar algo específico: el precio, otro material del mismo autor, posibles fechas de entrega, etc. La primera librería donde me encierro me ofrece muchos títulos actuales, ofertas editoriales de temporada, portadas multicolores; pero me dejo tentar por anaqueles posteriores, esos que se esconden casi al final. Allí descubro algunos autores interesantes, de cuyos trabajos he leído algunas reseñas sugerentes. El mundo exterior cesa de existir, se aleja, se desvanece durante el tiempo que dura mi paseo entre páginas ajenas y recién descubiertas. Después, al final de la tarde, todo lo que mi cuerpo pide es una generosa taza de café.

He estado en las librerías Alejandría y El Buscón. El viaje de regreso lo hago exultante, alegre, estirando la mano con cierto regocijo para acariciar los libros que he comprado. Permanecen junto a mí en silencio; quiero imaginar que su euforia es similar a la mía, contagiosa, casi inexpresable y muy egoísta.

4 comentarios:

DaniB* dijo...

¿Sabes? no eres el único que disfruta la estadía en las librerías, yo también :)
el estar solo, dar una pequeña caminata, querer comerte todos los libros de los estantes no tiene precio :)

Saludos.

Escribir, coleccionar, vivir dijo...

Comparto tu placer desde siempre. Puedo estar horas doblando la espalda, arrodillada, incluso sentada en el piso si la estantería que husmeo no permite otra posibilidad, mirando, asombrándome por lo que no conozco, por aquello que no leeré, por ese libro que sí me llevaré a como dé lugar.
Tu reflexión me hizo acordar a una foto que ilustraba un libro de ensayos que recientemente leí: UNA HISTORIA DE LA LECTURA DE ALBERTO MANGUEL. En esta imagen se puede ver una librería bombardeada en la Londres de la segunda guerra mundial, por milagro o azar, varias estanterías están en pie: el ojo de la cámara toma, además de los libros, a varias personas mirando y hojeando textos como si allí nada hubiera pasado. La pasión por las lecturas llega a esos extremos. Increíble.

Vicente dijo...

...Pues espero ver tu expresión cuando vayas a la biblioteca del Pompidou en París, una pasada, la verdad...
Comparto plenamente ese placer, pero lo hago más por el lado de las bibliotecas, dado el carácter gratuito de la cosa y los amplios espacios para leer.
¡Saludos!

Alejandro Pravia dijo...

Te comprendo, a mí me gusta encerrarme en mi cuarto, poner música a todo el volúmen posible y cerrar los ojos. O escribir en el silencio sin que nada me interrumpa. Seeh, es como perderse/encontrarse en uno mismo.