Lo primero que siento al despertar es la pesadez en los párpados, mucha sed, el pensamiento abotagado y algunos fragmentos evasivos de la noche anterior. Cierro los ojos e intento armar el rompecabezas lentamente. Aquí y allá sobresalen el eco de las risas pretéritas, el humo de la parrillera, el amargo sabor que me dejó el pitillo de marihuana, el aroma fragante del vino tinto; entonces me relajo, hago un paréntesis con la mirada abierta para contemplar el azul matinal del cielo, sin nubes, intenso sobre el follaje verde que enmarca la ventana. Luego me encierro pestañas adentro y revivo las historias de la pasada reunión, el placer mundano, la dejadez, la espontaneidad; y de nuevo sueño.
Rememoré la vista fija sobre el farol del jardín, tan solo, tan inocente, haciendo un esfuerzo por filtrar su luz a través del hibisco que lo cercaba. Apenas quería moverme, ausente en pensamientos ajenos, fallidos, mientras mis amigas (tan cerca y lejos al mismo tiempo) se perdían en un murmullo ininteligible. Fue una pausa muy íntima, apacible, incorpórea. Teníamos mucho tiempo sin reunirnos, sin hablar tanto, sin beber con ese exquisito entusiasmo que brinda la amistad que ha durado ya bastantes años. Carmen Julia tuvo la idea de cocinar una parrilla, y su pareja quiso celebrar el encuentro con unas cervezas. Conociéndome bien, no tuvieron reparos en conseguirme una botella de vino tinto para poder brindar todos juntos. Y la comida estuvo genial, los tragos, la noche limpia de nubes (que en el llano permite contemplar las estrellas con mayor facilidad), la magia del momento compartido. Casi perfecto.
Terminamos en el jardín, sin música, riendo, evocando anécdotas de viajes pasados y antiguos amores; creo que fue Amelia (la más joven de todos) quien sacó el pitillo de marihuana y lo encendió con descaro, para bajar la comida, dijo. El ambiente que nos contenía era tan sugerente que pronto la canulilla pasó de mano en mano, permitiéndonos recrear viejas fiestas que habían tenido lugar quince años atrás, cuando nos permitíamos unos cuantos excesos. Y sospecho que nos veíamos un poco extraños, ya cerca de los cuarenta, fumando marihuana con el placer de unos adolescentes, haciendo esfuerzos por reprimir la risa, gesticulando al no poder expresarnos bien, recordando aún más la juventud que una vez compartimos.
Y allí nos quedamos, en los muebles del jardín, ocho siluetas rientes entre las sombras que el hibisco rojo proyectaba sobre nosotros, entre cervezas, copas de vino, el débil fulgor del único farol, remembranzas, anécdotas nuevas, el humo de la parrilla mezclándose con nuestras exhalaciones ilegales; fue un momento suspendido, inalterable, conforme otras ideas se retorcían en mi mente. Fue cuando reparé en la imagen frágil de la luz, y a la vez tierna, suave, llena de susurros; y hubiese querido detener el tiempo, quedarme siempre allí, cerrar los ojos y gozar de aquella infinita paz de los sentidos. Me sabía intoxicado, pero no importaba. Quizás otra persona que nos hubiese visto, habría interpretado la escena erróneamente, pero creo que ninguno pensó en ello. Tal vez antes nos habríamos sentido estimulados para inventar un precipitado viaje hasta la playa, una salida rápida para perseguir la noche y encontrar el amanecer, ingerir alcohol hasta la inconsciencia y el ridículo; pero ahora nos conformábamos con reír hasta que las lágrimas saltaran de regocijo, dar palmadas de emoción, recrear escenas pretéritas con la certeza que brindaba la distancia, cómodos, seguros, atemperados.
Nos despedimos cerca de la medianoche, pues la fiesta había comenzado poco antes del crepúsculo; todo estuvo bien, la cocción de la carne, la ensalada, la temperatura de las cervezas, el sabor del vino, el sofá en el jardín, las estrellas, el pitillo de marihuana, el farol, las risas, la conversación afable y cómoda, sin la preocupación de herir susceptibilidades ajenas; fuimos un grupo de amigos con muchos años de amistad, un cariño colectivo, el reflejo de una época espontánea. La habíamos pasado muy bien, y ninguno sintió la necesidad eufórica de alargar las horas, abusar de la madrugada. Camino a casa me tocó pasar por el Estadio, un espacio amplio donde suele reunirse la gente joven (y no tan joven) para disfrutar de las noches del fin de semana, seducir, bailar, ejecutar complicadas coreografías emocionales para luego tener algo que contar cuando la etapa se haya superado; contemplé a los diferentes grupos, muchos apenas en la veintena, asiéndose con las uñas a la intemporalidad del momento que les tocaba vivir. Me permití una sonrisa de comprensión, de sosiego, porque a mí también me tocó alguna vez estar allí.
Ya en casa volví a pensar en ello. Comprendí que cada etapa tiene su momento, su razón de ser, su banda sonora específica (¿quién de mi generación no recuerda la lambada, Desorden Público y los bailes hasta la madrugada con las canciones de Sandy & Papo?). Pero decidí que lo importante es saber reconocer las circunstancias, el placer que se consigue más allá del sudor y el escándalo, una buena conversación sin sobresaltos, confortable, vigorizante y relajada al mismo tiempo. Muy especial.
Rememoré la vista fija sobre el farol del jardín, tan solo, tan inocente, haciendo un esfuerzo por filtrar su luz a través del hibisco que lo cercaba. Apenas quería moverme, ausente en pensamientos ajenos, fallidos, mientras mis amigas (tan cerca y lejos al mismo tiempo) se perdían en un murmullo ininteligible. Fue una pausa muy íntima, apacible, incorpórea. Teníamos mucho tiempo sin reunirnos, sin hablar tanto, sin beber con ese exquisito entusiasmo que brinda la amistad que ha durado ya bastantes años. Carmen Julia tuvo la idea de cocinar una parrilla, y su pareja quiso celebrar el encuentro con unas cervezas. Conociéndome bien, no tuvieron reparos en conseguirme una botella de vino tinto para poder brindar todos juntos. Y la comida estuvo genial, los tragos, la noche limpia de nubes (que en el llano permite contemplar las estrellas con mayor facilidad), la magia del momento compartido. Casi perfecto.
Terminamos en el jardín, sin música, riendo, evocando anécdotas de viajes pasados y antiguos amores; creo que fue Amelia (la más joven de todos) quien sacó el pitillo de marihuana y lo encendió con descaro, para bajar la comida, dijo. El ambiente que nos contenía era tan sugerente que pronto la canulilla pasó de mano en mano, permitiéndonos recrear viejas fiestas que habían tenido lugar quince años atrás, cuando nos permitíamos unos cuantos excesos. Y sospecho que nos veíamos un poco extraños, ya cerca de los cuarenta, fumando marihuana con el placer de unos adolescentes, haciendo esfuerzos por reprimir la risa, gesticulando al no poder expresarnos bien, recordando aún más la juventud que una vez compartimos.
Y allí nos quedamos, en los muebles del jardín, ocho siluetas rientes entre las sombras que el hibisco rojo proyectaba sobre nosotros, entre cervezas, copas de vino, el débil fulgor del único farol, remembranzas, anécdotas nuevas, el humo de la parrilla mezclándose con nuestras exhalaciones ilegales; fue un momento suspendido, inalterable, conforme otras ideas se retorcían en mi mente. Fue cuando reparé en la imagen frágil de la luz, y a la vez tierna, suave, llena de susurros; y hubiese querido detener el tiempo, quedarme siempre allí, cerrar los ojos y gozar de aquella infinita paz de los sentidos. Me sabía intoxicado, pero no importaba. Quizás otra persona que nos hubiese visto, habría interpretado la escena erróneamente, pero creo que ninguno pensó en ello. Tal vez antes nos habríamos sentido estimulados para inventar un precipitado viaje hasta la playa, una salida rápida para perseguir la noche y encontrar el amanecer, ingerir alcohol hasta la inconsciencia y el ridículo; pero ahora nos conformábamos con reír hasta que las lágrimas saltaran de regocijo, dar palmadas de emoción, recrear escenas pretéritas con la certeza que brindaba la distancia, cómodos, seguros, atemperados.
Nos despedimos cerca de la medianoche, pues la fiesta había comenzado poco antes del crepúsculo; todo estuvo bien, la cocción de la carne, la ensalada, la temperatura de las cervezas, el sabor del vino, el sofá en el jardín, las estrellas, el pitillo de marihuana, el farol, las risas, la conversación afable y cómoda, sin la preocupación de herir susceptibilidades ajenas; fuimos un grupo de amigos con muchos años de amistad, un cariño colectivo, el reflejo de una época espontánea. La habíamos pasado muy bien, y ninguno sintió la necesidad eufórica de alargar las horas, abusar de la madrugada. Camino a casa me tocó pasar por el Estadio, un espacio amplio donde suele reunirse la gente joven (y no tan joven) para disfrutar de las noches del fin de semana, seducir, bailar, ejecutar complicadas coreografías emocionales para luego tener algo que contar cuando la etapa se haya superado; contemplé a los diferentes grupos, muchos apenas en la veintena, asiéndose con las uñas a la intemporalidad del momento que les tocaba vivir. Me permití una sonrisa de comprensión, de sosiego, porque a mí también me tocó alguna vez estar allí.
Ya en casa volví a pensar en ello. Comprendí que cada etapa tiene su momento, su razón de ser, su banda sonora específica (¿quién de mi generación no recuerda la lambada, Desorden Público y los bailes hasta la madrugada con las canciones de Sandy & Papo?). Pero decidí que lo importante es saber reconocer las circunstancias, el placer que se consigue más allá del sudor y el escándalo, una buena conversación sin sobresaltos, confortable, vigorizante y relajada al mismo tiempo. Muy especial.
Abro los ojos para visualizar otra vez el cielo de la mañana, dejando que algunos recuerdos aún dormidos se despierten de su sueño profundo. Quiero que mi primera sonrisa contenga el azul, el verde, el ocre, la luz del farol, el encendido rojo del hibisco y la certeza que se repetirán otras cenas, otros paseos, otros sueños prolongados donde recuperar las risas perdidas y las amistades rotas.
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