1 de noviembre de 2009

Sorpresas literarias.

Siempre es divertido y estimulante visitar sitios donde se exhibe buena literatura y existe la posibilidad de tropezarse con gente que se siente tan interesada por la palabra escrita como uno. Aunque representó un pequeño suplicio llegar hasta Valencia y visitar la FILUC de este año, los trastornos y la espera en la autopista bien valieron la pena. Llegué un poco cansado al centro comercial, acaso hastiado por el intenso calor del mediodía, tal vez inconforme por el aglomeramiento de tanta gente; pero conforme entré a los espacios de la feria y me detuve en el primer stand, todo se evaporó. Me convertí en ojos que todo lo querían devorar, asimilar, descubrir; porque hay pocas cosas que me exciten más que la posibilidad de encontrar un texto largo tiempo buscado o un autor elusivo.

Me agradó colocar mis dedos sobre un volumen de Memorias de Gore Vidal; Los monederos falsos, de André Gide; Marguerite Duras y su India Song; una edición conjunta de Hamlet y Macbeth, de Shakespeare. Lo cierto es que me faltó tiempo y dinero para complacer mis gustos, pero me conformé con las sorpresas especiales que me deparaba la tarde, y aunque no me refiero a libros, sí es sobre autores. Ya casi al final del recorrido, mi vista tropezó con una figura particular, un vestido claro, corto, una piel de porcelana, unos ojos ávidos que escudriñaban con placer entre las diferentes propuestas literarias: Marianne Díaz Hernández. Y no me costó mucho desplegar sonrisas, abrazos, besos al aire; porque la empatía que nos une es poco corriente, como si fuéramos amigos de trato diario, consecuente, repetido.

Juntos nos lanzamos de cabeza en una cacería deliciosa, emulando un par de depredadores experimentados que buscan títulos específicos, autores particulares, temas singulares. En determinado momento, un café para reponer fuerzas, para aprovechar la oportunidad de compartir anécdotas, opiniones, planes, fracasos y sugerencias literarias. Intercambiamos impresiones sobre el trabajo de Rodrigo Blanco, de Fedosy Santaella, de Gabriel Payares, de Héctor Torres; incluso nos animamos a desvelar las peripecias propias en el campo narrativo, los avances, las ideas, los fragmentos que podrían convertirse en párrafos memorables. Ya casi al final de la tarde, cansados pero queriendo más, como niños renuentes a partir, buscamos puesto en la presentación que tendría Alejandro Oliveros sobre sus diarios literarios. Le confesé que me interesaba encontrarme con el poeta valenciano porque su labor diarística me estimulaba bastante, y deseaba reencontrarme con él luego de nuestras tertulias en Caracas, cuatro años atrás.

La sesión inició con algún retraso, pero después de que mis ojos se cruzaron con los de Oliveros volví a experimentar la vieja sensación que tuviera durante el taller que él dirigió sobre el género literario del diario íntimo; me enfrenté de nuevo con un hombre de conocimiento amplio sobre la labor narrativa, el proceso creativo, la complejidad de escribir para ser leído. Allí estaba la mirada intensa, el verbo fácil, las historias interesantes en torno a una tarea antigua y secreta; aunque también se discutió sobre la actualización que la tecnología moderna ofrece, ya que Oliveros contó sobre su experiencia en el portal digital Prodavinci, donde publica las entradas de su diario 2009 día a día, enfrentándose con el lector de tú a tú, sin la distancia que el texto impreso brinda. Y a pesar de que confesó predilección por la página impresa, los libros editados, al mismo tiempo reconoció que uno debe aventurarse, arriesgarse en esta travesía incierta de la virtualidad inmediata. Estuve de acuerdo con él, en ambos sentidos.

Al finalizar su disertación, después de responder algunas preguntas de la audiencia, se levantó para acercarse hasta donde estábamos nosotros. Colocó su mano en mi hombro y preguntó sobre mi actividad dentro del diario, habló del tiempo transcurrido, se ofreció a mantener el contacto y tuvo la gentileza de firmar uno de los volúmenes de su propio diario que llevaba conmigo; también saludé a su esposa Eileen, quien me recordó casi de inmediato y compartió algunas palabras amables, evocativas sobre nuestro último encuentro. Fue un intercambio afable, especial, instructivo; pero otras personas esperaban para hablar con el poeta. Me despedí de su esposa con un beso, antes de estrechar la mano de Oliveros y prometerle escribir pronto a la dirección que me brindó.

Afuera, ya de noche, el estacionamiento presentaba casi el mismo congestionamiento que enfrentara antes de llegar, pero crucé entre los vehículos con una sonrisa particular por las sorpresas literarias de la tarde: los libros, la discusión, Marianne, las compras, Oliveros; son estímulos que me llenan de regocijo, de proximidad, de inspiración narrativa. Manejé de regreso escuchando Fausto, la ópera de Gounod, y planificando mentalmente mi asistencia a la charla que ofrecerá Marianne el próximo miércoles, y la que no pienso perderme bajo ninguna excusa, porque hoy descubrí que me muevo entre mundos solitarios: el de lector y el de escritor; pero de vez en cuando, como esta tarde, emerjo a la superficie para cruzar mis pasos con amistades semejantes y celebrar aquello que nos une sin necesidad de buscarle explicaciones: la fantasía, la imaginación, la prosa, la poesía de cada esfera particular.

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