Mientras intentaba escribir la entrada en el diario manuscrito correspondiente al día de hoy, la fecha me golpeó como un fogonazo de luz. Mis dedos quedaron suspendidos sobre el papel, mirando fijamente el número once, el mes de noviembre escrito con tinta azul, el año. Y un ligero estremecimiento recorrió mis brazos, los vellos de mi nuca; sonreí, también sonreí, sin poderlo evitar. Porque recordé de pronto que mi diario estaba de aniversario; mi proyecto literario más íntimo cumplía un año más. Lo comencé a escribir hace 19 años, otro 11 de noviembre, pero de 1990.
Dejé a un lado el bolígrafo y divagué con calma. ¿Cuántos volúmenes llevaba ya? ¿Cuántas páginas después de casi veinte años? ¿Cuántas reflexiones depositadas entre sonrisas, lágrimas y suspiros? Todavía era adolescente cuando esta maravillosa aventura escrita se inició; ahora estoy cerca de los 40, y todo indica que la dinámica está lejos de terminar. Reconozco que se trata de un placer secreto, armónico, disciplinado, constante; me ha brindado la posibilidad de explorar mejor mi Yo, mis reacciones, mis esperanzas, mis bosquejos narrativos, las diferentes etapas que superé para llegar hasta esta noche. Ha sido un ejercicio íntimo saludable, inquisitivo y experimental, porque no existen las reglas ni los fundamentos para redactar los diferentes párrafos. Se trata de ser honesto con uno mismo, volcar allí las impresiones, las opiniones, las reflexiones diarias que se activan a través de mecanismos externos. Pero me siento bien: el resultado es muy satisfactorio, pacífico.
A pesar de todo, mientras paso la mano por las cubiertas de los tomos viejos, trato de recordar con exactitud qué propicio este placer narrativo, las circunstancias precisas que activaron la necesidad de colocar todo en el papel, intentar hacer un análisis inicial para descubrir las razones ocultas, las respuestas esgrimidas, las voces esquivas que ahora apenas reverberan como un eco distante. De nada sirve preguntar a otros, ya no queda casi nadie de esa turbulenta época, esos días vertiginosos que deseaba apresar entre las páginas de mi cuaderno de clases. Leo con calma la primera entrada, las emociones dispersas, el sonido de una voz quebradiza que es mi propia voz; pero me cuesta un poco reconocerme en esas líneas apresuradas, juveniles, sin el filtro que me ha brindado el tiempo, otras lecturas, otras visiones e interpretaciones. De cualquier forma, una sonrisa se escapa presurosa: esa letra amontonada también fui yo, en algún momento, a principios de una década intensa y volátil.
Me pregunto qué día fue el 11 de noviembre de 1990; ¿sería miércoles por casualidad? ¿Un domingo? ¿Viernes, tal vez? Lo he olvidado. Aunque sí recuerdo que me preocupaba muy poco la longevidad de las anotaciones que plasmaba en el pequeño cuaderno, si seguiría escribiéndolo en los siguientes días, si todavía estaría haciéndolo 20 años después. Entonces lo único que importaba era la inmediatez, la letra al rojo vivo, las emociones a flor de piel; y eso lo detallo ahora con un ligero gozo, porque era importante, sin sospecharlo, para marcar con fidelidad lo que atormentaba mi ánimo: no es melodrama: a esa edad, todavía adolescente, todo era un tormento, un problema, magnificado, llevado al límite, insoluble. Eso también me hace sonreír. El tiempo atempera, matiza las impresiones, los sentimientos volubles.
Dejé a un lado el bolígrafo y divagué con calma. ¿Cuántos volúmenes llevaba ya? ¿Cuántas páginas después de casi veinte años? ¿Cuántas reflexiones depositadas entre sonrisas, lágrimas y suspiros? Todavía era adolescente cuando esta maravillosa aventura escrita se inició; ahora estoy cerca de los 40, y todo indica que la dinámica está lejos de terminar. Reconozco que se trata de un placer secreto, armónico, disciplinado, constante; me ha brindado la posibilidad de explorar mejor mi Yo, mis reacciones, mis esperanzas, mis bosquejos narrativos, las diferentes etapas que superé para llegar hasta esta noche. Ha sido un ejercicio íntimo saludable, inquisitivo y experimental, porque no existen las reglas ni los fundamentos para redactar los diferentes párrafos. Se trata de ser honesto con uno mismo, volcar allí las impresiones, las opiniones, las reflexiones diarias que se activan a través de mecanismos externos. Pero me siento bien: el resultado es muy satisfactorio, pacífico.
A pesar de todo, mientras paso la mano por las cubiertas de los tomos viejos, trato de recordar con exactitud qué propicio este placer narrativo, las circunstancias precisas que activaron la necesidad de colocar todo en el papel, intentar hacer un análisis inicial para descubrir las razones ocultas, las respuestas esgrimidas, las voces esquivas que ahora apenas reverberan como un eco distante. De nada sirve preguntar a otros, ya no queda casi nadie de esa turbulenta época, esos días vertiginosos que deseaba apresar entre las páginas de mi cuaderno de clases. Leo con calma la primera entrada, las emociones dispersas, el sonido de una voz quebradiza que es mi propia voz; pero me cuesta un poco reconocerme en esas líneas apresuradas, juveniles, sin el filtro que me ha brindado el tiempo, otras lecturas, otras visiones e interpretaciones. De cualquier forma, una sonrisa se escapa presurosa: esa letra amontonada también fui yo, en algún momento, a principios de una década intensa y volátil.
Me pregunto qué día fue el 11 de noviembre de 1990; ¿sería miércoles por casualidad? ¿Un domingo? ¿Viernes, tal vez? Lo he olvidado. Aunque sí recuerdo que me preocupaba muy poco la longevidad de las anotaciones que plasmaba en el pequeño cuaderno, si seguiría escribiéndolo en los siguientes días, si todavía estaría haciéndolo 20 años después. Entonces lo único que importaba era la inmediatez, la letra al rojo vivo, las emociones a flor de piel; y eso lo detallo ahora con un ligero gozo, porque era importante, sin sospecharlo, para marcar con fidelidad lo que atormentaba mi ánimo: no es melodrama: a esa edad, todavía adolescente, todo era un tormento, un problema, magnificado, llevado al límite, insoluble. Eso también me hace sonreír. El tiempo atempera, matiza las impresiones, los sentimientos volubles.
Algo me dice que es probable que este diario me sobreviva, que todo lo anotado supere mi fecha de caducidad, que siga releyéndome hacia atrás dentro de algunos años. Me cuesta describir el regocijo interno, la satisfacción que alcanzo al poner todo por escrito; porque el diario, ya no mis emociones, se ha multiplicado, se ha desbordado sin mi consentimiento. Ahora también es un cuaderno de ejercicios, un álbum de fotografías verbales, un itinerario de destinos sentimentales, un poema continuo, una colección de fragmentos que disfrazan mi propia imagen. Ignoro qué camino tomaré más adelante, qué decisiones, qué sueños por soñar; pero intuyo que el diario estará allí, fiel, atento, permeable, consecuente. Siempre.
6 comentarios:
Luis
Qué maravilla. Veinte años escribiendo un diario. El diario de una vida. Hay que escribir para sobrevivir, para que alguien cuente nuestra historia, para que sepan que fuimos algo más que un fantasma.
Dice un poeta que seguro debes conocer:
"Escribo contra el miedo.
Contra el viento con garras
que se aloja en mi respiración"
[...]
"Escribo contra el frío y el
miedo. En vano escribo"
[Alejandra Pizarnik]
Un saludo desde México
¡Claro que la conozco! De hecho, el diario de Alejandra Pizarnik ha sido una de mis últimas adquisiciones literarias; no tiene desperdicio. Gracias por tu visita, siempre. Un besote venezolano.
Felicitaciones, LuisGui, por tu escritura lúcida y constante!!!
LG: Te felicito por este aniversario, por las ganas, por el disfrute, por la constancia, por la disciplina. Me alegro mucho por ti. Te esperan buenas cosas. Un abrazo. MM
Me sorprende la constancia. Yo he empezado (y abandonado) infinitos diarios. No sé, de pronto un día no me parece interesante lo que tengo para contar. Qué se yo. Por eso me admira la constancia. Un abrazo y felicitaciones.
Aurora, Miriam: les agradezco muchísimo por este gesto especial, así como me entusiasma este vínculo tan ameno que hemos construido, siempre adelante, hacia otras fronteras.
Sergio: nos debemos correspondencia; gracias por estas palabras, en todo momento bien recibidas, interpretadas, digeridas. Te debo una visita.
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