¿Qué tan suicida hay que sentirse para escribir bien?
Esta era una pregunta recurrente entre algunas de mis amistades literarias, cuando mencionábamos el inspirador trabajo de Hemingway, de Alejandra Pizarnik o de Virginia Woolf; porque ciertos escritores que nos interesaban habían tomado la drástica decisión de dejar sus obras a medio camino, entre la posteridad y la ambivalente posibilidad de haber desarrollado, quizás, otras obras ejemplares. El debate incluía la razonable apostilla de que en las mentes perturbadas que mencionábamos, el desequilibrio y la depresión se filtraban como pasajes seguros hacia territorios desconocidos y maravillosos, como ingredientes necesarios para construir realidades ficticias memorables, compactas, sugestivas; un andamiaje narrativo muy bien elaborado desde la esquizofrenia, la neurosis aguda o la tristeza absoluta.
En estos escritores sobresalía la disciplina, a pesar del mencionado desequilibrio, porque existió un compromiso ineludible con la hoja en blanco para producir, engendrar y transformar la realidad que los aquejaba en ficciones verosímiles y sugestivas. Para ellos el proceso narrativo era una comunión inexcusable con algo más, con un estado mental que eludía a los demás, para asir y plasmar en sus páginas suicidas la traducción de lo que captaban sus sentidos enajenados, visionarios, sensibles. Este compromiso al que me refiero les permitía rasgar la delicada membrana de lo cotidiano para acceder a otras realidades alternas y allí empaparse de sonidos, aromas y circunstancias que luego se esforzarían por reflejar en sus escritos. Cada uno de ellos en su peculiar manera.
Victoria Ocampo desarrolló un interesante ensayo sobre la labor diarística de Virginia Woolf, donde logró capturar parte de esta inquietud. Ella se preguntaba: “¿Cuál habrá sido la realidad de Virginia Woolf?”. Más adelante, Ocampo cita fragmentos del diario de la escritora inglesa donde ésta consigna parte de sus visiones, porque alcanzó: “una conciencia de lo que yo llamo realidad: una cosa que veo ante mí: algo abstracto, pero que reside […] en el cielo; junto a la cual nada importa; en la que yo descansaré y seguiré existiendo. Realidad la llamo. Y se me ocurre a veces que ésta es la cosa más necesaria para mí. Lo que busco”. En otra parte del ensayo, la misma autora refiere la dificultad para poder traducir estas imágenes, estas sensaciones cabalmente, porque resultan intransferibles al papel, debido a la singularidad de su contenido: cada descubrimiento es íntimo, característico de cada autor, de cada artista. Y es eso lo que Virginia Woolf intentó esbozar en sus novelas, construir mundos ficticios para evidenciar parte de estas visiones que la alcanzaban de vez en cuando. La locura al servicio del arte.
Dentro del mismo ensayo, Victoria Ocampo cita el trabajo de Aldous Huxley: The doors of perception: “La mente es su propia morada, y las moradas habitadas por los dementes y los superdotados son tan diferentes de las moradas donde los hombres y las mujeres comunes viven que hay poco o ningún terreno común en la memoria que sirva de base al entendimiento o fellow feeling. Las palabras se pronuncian, pero no consiguen aclarar las cosas y acontecimientos a que se refieren. Los símbolos pertenecen a esferas de experiencia que mutuamente se excluyen”. Volví entonces a mis amigas para preguntar de nuevo: ¿Qué tan desequilibrado hay que estar para poder escribir bien? ¿Cómo podemos alcanzar estas íntimas visiones y traducirlas al papel? ¿Ayuda la neurosis a escribir mejor?; porque descubrí los muchos nombres que enlazan suicidio con literatura (buena o mala, depende del lector): Horacio Quiroga, Alfonsina Storni, Yukio Mishima, Sylvia Plath, Gerad de Nerval, Heinrich von Kleist, Virginia Woolf, Jack London, Cesare Pavese, Stefan Zweig, Guy de Maupassant, Paul Celan y muchos otros.
Decidí entonces que uno como escritor debe escoger la lucidez de aprovecharse de estos estados neuróticos, del melodrama, de la hipersensibilidad, y convertirlos en herramientas propicias para la creación, la traducción del más allá ineludible que nos cerca y susurra a través del claroscuro y la momentánea tristeza. Creo que ese es el pacto íntimo que ellos lograron con sus páginas. Ignoro si es lo más razonable, pero ciertamente es lo más inspirador.
Esta era una pregunta recurrente entre algunas de mis amistades literarias, cuando mencionábamos el inspirador trabajo de Hemingway, de Alejandra Pizarnik o de Virginia Woolf; porque ciertos escritores que nos interesaban habían tomado la drástica decisión de dejar sus obras a medio camino, entre la posteridad y la ambivalente posibilidad de haber desarrollado, quizás, otras obras ejemplares. El debate incluía la razonable apostilla de que en las mentes perturbadas que mencionábamos, el desequilibrio y la depresión se filtraban como pasajes seguros hacia territorios desconocidos y maravillosos, como ingredientes necesarios para construir realidades ficticias memorables, compactas, sugestivas; un andamiaje narrativo muy bien elaborado desde la esquizofrenia, la neurosis aguda o la tristeza absoluta.
En estos escritores sobresalía la disciplina, a pesar del mencionado desequilibrio, porque existió un compromiso ineludible con la hoja en blanco para producir, engendrar y transformar la realidad que los aquejaba en ficciones verosímiles y sugestivas. Para ellos el proceso narrativo era una comunión inexcusable con algo más, con un estado mental que eludía a los demás, para asir y plasmar en sus páginas suicidas la traducción de lo que captaban sus sentidos enajenados, visionarios, sensibles. Este compromiso al que me refiero les permitía rasgar la delicada membrana de lo cotidiano para acceder a otras realidades alternas y allí empaparse de sonidos, aromas y circunstancias que luego se esforzarían por reflejar en sus escritos. Cada uno de ellos en su peculiar manera.
Victoria Ocampo desarrolló un interesante ensayo sobre la labor diarística de Virginia Woolf, donde logró capturar parte de esta inquietud. Ella se preguntaba: “¿Cuál habrá sido la realidad de Virginia Woolf?”. Más adelante, Ocampo cita fragmentos del diario de la escritora inglesa donde ésta consigna parte de sus visiones, porque alcanzó: “una conciencia de lo que yo llamo realidad: una cosa que veo ante mí: algo abstracto, pero que reside […] en el cielo; junto a la cual nada importa; en la que yo descansaré y seguiré existiendo. Realidad la llamo. Y se me ocurre a veces que ésta es la cosa más necesaria para mí. Lo que busco”. En otra parte del ensayo, la misma autora refiere la dificultad para poder traducir estas imágenes, estas sensaciones cabalmente, porque resultan intransferibles al papel, debido a la singularidad de su contenido: cada descubrimiento es íntimo, característico de cada autor, de cada artista. Y es eso lo que Virginia Woolf intentó esbozar en sus novelas, construir mundos ficticios para evidenciar parte de estas visiones que la alcanzaban de vez en cuando. La locura al servicio del arte.
Dentro del mismo ensayo, Victoria Ocampo cita el trabajo de Aldous Huxley: The doors of perception: “La mente es su propia morada, y las moradas habitadas por los dementes y los superdotados son tan diferentes de las moradas donde los hombres y las mujeres comunes viven que hay poco o ningún terreno común en la memoria que sirva de base al entendimiento o fellow feeling. Las palabras se pronuncian, pero no consiguen aclarar las cosas y acontecimientos a que se refieren. Los símbolos pertenecen a esferas de experiencia que mutuamente se excluyen”. Volví entonces a mis amigas para preguntar de nuevo: ¿Qué tan desequilibrado hay que estar para poder escribir bien? ¿Cómo podemos alcanzar estas íntimas visiones y traducirlas al papel? ¿Ayuda la neurosis a escribir mejor?; porque descubrí los muchos nombres que enlazan suicidio con literatura (buena o mala, depende del lector): Horacio Quiroga, Alfonsina Storni, Yukio Mishima, Sylvia Plath, Gerad de Nerval, Heinrich von Kleist, Virginia Woolf, Jack London, Cesare Pavese, Stefan Zweig, Guy de Maupassant, Paul Celan y muchos otros.
Decidí entonces que uno como escritor debe escoger la lucidez de aprovecharse de estos estados neuróticos, del melodrama, de la hipersensibilidad, y convertirlos en herramientas propicias para la creación, la traducción del más allá ineludible que nos cerca y susurra a través del claroscuro y la momentánea tristeza. Creo que ese es el pacto íntimo que ellos lograron con sus páginas. Ignoro si es lo más razonable, pero ciertamente es lo más inspirador.
1 comentario:
Al igual que el texto que publicaste en Prodavinci interesante. Sí, pareciera que el suicidio y la locura fueran fuentes inagotables de inspiración, creo que eso ocurre porque los escritores vemos el mundo muy diferente y es difícil que el mundo nos comprenda.
Cierro mi comentario con esto:
" Borges: Yo también [he pensado en el suicidio]. Hace setenta y cinco años que vengo suicidándome. Tengo más experiencia que usted, Sabato.
Sabato: (Sonriendo) Con muy poca eficacia, por lo que se ve.
Borges: Sí, pero con mucha vocación, realmente."
Publicar un comentario