La primera impresión que tengo, justo después de leer lo que escribo, es que se trata de una imaginativa ficción, un bosquejo para otra de las historias que suelo redactar tarde en la noche, un fragmento olvidado de una imagen mucho más amplia; pero no es así. Lo curioso es la veracidad implícita, sin adornos, ajena a los usuales giros narrativos que acostumbro emplear. Esta vez logro entender aquella vieja máxima de que la verdad supera la ficción. Por ahora. Y entonces me pregunto cómo llegamos a esto, cuál fue el inicio subrepticio que nos trajo a este ensayo de anarquía, porque es eso, no otra cosa: un ensayo de anarquía.
Creo que fue a finales de noviembre cuando tuvimos agua en las tuberías por última vez. Ya antes el servicio era irregular, pero nos acostumbramos de alguna forma a la precariedad porque vivimos en un país donde la incertidumbre es la única regla fija. También influyó el hecho de no vivir en la capital, donde rara vez se observan este tipo de carencias; nos ha tocado coexistir en la provincia, donde antes se agradecía estar lejos del usual congestionamiento vehicular, la falta de educación de los transeúntes, el estrés citadino; pero eso representó que se nos sacrificara primero, privilegiando a los habitantes de la Gran Caracas. Ignoro a qué Estado le tocaría al inicio, cuáles pueblos del interior, lo cierto es que a principios de diciembre ya el servicio de agua era muy escaso; fue evidente que algo anormal estaba pasando, aunque prestamos poca atención debido a otros conflictos políticos que ocupaban las primeras planas.
Mi familia supuso que podía tratarse de una eventualidad pasajera, por lo que nos importó muy poco tener que contratar varios camiones-cisternas para poder pasar una Navidad sin preocupaciones. Hicimos lo mismo para la reunión de Año Nuevo. Enero nos alcanzó con la misma delicadeza de un viento suave, con clima fresco todavía, incluso sin apagones. Todo eso vendría después, pero no lo sabíamos aún; quedaban remanentes del temperamento embriagado de diciembre. Pero conforme se acercaba febrero, la situación cambió. El ser humano es un ser de hábitos, de costumbres; así que nos la ingeniamos para sacar el mejor provecho de la situación y adaptarnos. Recordé algunos documentales del History Channel: el que no evoluciona y se adapta al cambio está condenado a perecer. Hicimos lo mismo: pusimos nuestra mejor cara y nos concentramos en buscar alternativas. Supe que había sectores, ciudades y personas en circunstancias peores que la nuestra; además, quejarse no serviría de nada.
Durante el almuerzo comentábamos algunas incidencias. Hubo rumores sobre ciertos conflictos en la planta de tratamiento de aguas residuales. Después nos enteramos sobre las huelgas, las manifestaciones que eran reprimidas sin contemplación, como si los agentes de seguridad fueran los únicos con el servicio de agua corriente y electricidad perpetua. Pero con todo y eso, nos esforzamos por no agregar negatividad al conflicto que se olía en el aire. Nos ocupamos en buscar cada uno la forma de conseguir a través de ciertos contactos la recurrencia de uno u otro camión para que nos abasteciera de agua. No sabíamos cómo estarían los demás, sólo llegamos a saber que la situación no era buena; en las tomas para llenar los tanques se formaron colas gigantescas, con mucha gente discutiendo, con algunos conatos de violencia, porque se emitió la orden de que las quejas serían canalizadas a través de los representantes de los consejos comunales. Recuerdo que le dije a Papá que debíamos prepararnos para horas más secas; él me miró con algo de incredulidad: lo sé, sonaba a frase hecha, eventos ficticios que sonaban traídos por los pelos. La realidad es así. Y todavía la gente se asombra.
Cierta alegría corrió por el pueblo cuando se materializó el rumor sobre una tubería que había sido descubierta y se podría traer agua desde un embalse vecino. Supongo que todo el mundo esperó con la misma emoción. Algunas familias, los días iniciales de marzo, agradecieron al cielo por ser beneficiadas primero; pero el líquido que llenó sus tanques era oscuro, con sedimentos y un olor desagradable. Un amigo tomó una muestra para mandarla a analizar. Los resultados arrojaron que su tanque estaba lleno con ciertas bacterias, incluso con residuos de heces fecales. Y la alarma se regó como el agua de un chorro abierto. Las protestas se agudizaron y nosotros volvimos a comer en silencio, intentando ahorrar lo más posible sin malgastar en trivialidades. Mamá dejó de preocuparse por las flores del jardín y la grama adquirió un tono pardo, quebradizo. La mayoría de las plantas simplemente perecieron, se secaron, dejando el frente de la casa manchado con tonos terrosos y polvorientos. Las prioridades se alzaron como si estuviéramos en medio de un desastre repentino. No tuvimos otra opción.
Papá se las ingenió por aquí, Mamá habló con el esposo de una conocida, contraté al suegro de mi jefe; hicimos cada uno ciertas maniobras para que un camión nos trajera agua aunque fuera una vez a la semana. Estuvimos relativamente tranquilos hasta hace una semana atrás. Esa mañana esperábamos la cisterna con cierta inquietud, porque los disturbios se habían tornado muy violentos y ya no existía la seguridad de antaño. Nuestros temores se vieron confirmados cuando el camión intentó llegar hasta la casa: varios vecinos se colgaron del vehículo, pidiendo que se les llevara agua a ellos primero, porque tenían niños, porque la necesitaban, porque cada uno inventa y aduce las razones que sean a la hora de querer lo que no se tiene. La pequeña poblada rodeó el camión y el chofer se vio obligado a repartir el agua que traía en diferentes tanques. Ni siquiera protestamos. De alguna forma entendí que a eso habíamos llegado: los instintos primitivos estaban allí, agazapados bajo una tenue capa de civilidad, pero los tiempos que vivíamos los obligaban a salir, a despojarse de máscaras sociales y luchar cada uno por el bienestar propio y de su familia.
Otro camión pudo llegar hasta nosotros un par de días después, pero la esencia de lo ocurrido quedó suspendida en el ambiente como una nube oscura reacia a desaparecer. Supimos que estábamos cerca del final de la cuerda. Nos tocó ver el otro lado, un breve ensayo de anarquía, el fósforo que permanece muy cerca del polvorín. Todavía ningún ente gubernamental asegura la pronta solución del problema, sólo se aseguran de que el servicio no falte en la Gran Caracas, mientras nosotros nos ahogamos con el polvo seco en la garganta. No se trata de culpar a los habitantes de la capital, sino de entender que a nadie conviene contemplar estos despliegues irracionales en las barriadas populosas que sólo esperan una débil señal de conflicto. Entonces uno se pregunta adónde hemos llegado, qué nos espera cuando abril golpeé con toda el peso de su temperatura. Porque el problema de la electricidad está lejos de solucionarse, y sin energía eléctrica, las bombas no tienen fuerza para enviar agua por las tuberías. ¿Qué vendrá primero? ¿Hacia qué escenario nos conduce la desidia gubernamental? ¿Dónde se queja uno?
Y seguimos esperando por el siguiente camión-cisterna. No podemos hacer otra cosa. El almuerzo se enfría. No tengo hambre.
3 comentarios:
Mi querido amigo, me he estremecido con tu relato, amén de estar muy bien escrito, con mucho pulso, refleja una realidad que conozco...solo pido al universo que empiece a llover ya. Te quiero.
Yo sabía que esto estaba pasando en el interior porque lo está viviendo la familia de mi hermana también, es una gran tragedia. Lo pusiste con las palabras que son: ensayo de anarquía
Coño, sin discusión, lo mejor que he leído en los últimos meses, entre todos los blogs y la prensa escrita venezolana. Un relato descarnado, vivido, real.
Increíble.
Ya lo puse a rodar.
Saludos.
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