El mes de enero tiene la capacidad residual de guardarse obsequios bajo la manga. Descubrí esto por casualidad, en medio de una visita, poco antes de un almuerzo suculento. La anfitriona, madre de una de mis amigas, me llevó aparte mientras los otros invitados comenzaban a disfrutar del vino que eligiera para nosotros con tanto esmero. El asunto estaba contenido en tres cajas medianas. Sin rótulos. Sin marcas. Sin nombres. Me dijo que todo pertenecía a su marido, quien falleciera el año pasado después de una larga enfermedad. No supe qué pensar en ese primer momento. Intenté mostrarme agradecido, aunque lo que escondían las cajas eludiera mis pesquisas iniciales. Me arrodillé con media sonrisa y abrí caja por caja con bastante cuidado. Conforme mis dedos se movían a través de las carátulas, ella seguía:
―Tú sabes que Pancho leía mucho. Prefiero que pasen a tus manos y no que sigan en la biblioteca acumulando polvo. Da lástima. A ninguno de los muchachos le gusta leer. Hay demasiados libros. No te importa, ¿verdad?
No, no me importaba para nada. Sabía que Pancho adoraba la lectura porque en no pocas ocasiones, en otras comidas pretéritas, solíamos conversar sobre autores, temas y producciones literarias nacionales. Pancho era un gran lector. Llegó a comentarme que lo único que lamentaba era el poco gusto que sus hijos tenían hacia los libros, hacia las obras de arte, la historia y la cultura; se caracterizó por ser un hombre sibarita empeñado en reunir piezas para su colección particular, ya fuesen cuadros, esculturas o libros. El dinero se lo permitió, pero la familia prefería otras aficiones menos pasivas. Solíamos conversar sobre vinos, arquitectura, política; temas que desarrollábamos en torno a algunas botellas que se hacía mandar desde el extranjero. Pancho era un hombre muy sabio y reposado.
Mientras la viuda comentaba que las cajas contenían sólo una parte de la biblioteca, me entretuve en sacar los volúmenes con mucho cuidado. Se trataba de primeras ediciones y textos antiguos. Me sorprendió descubrir los títulos tan bien cuidados: La guerra del fin del mundo, La casa verde, Cuando quiero llorar no lloro, Casas muertas, El otoño del patriarca, Ifigenia; también compilaciones de antiguos autores griegos, modernos escritores europeos, narradores latinoamericanos, tentativas estadounidenses. Me llevó bastante tiempo poder abrir y revisar las tres cajas porque me detenía continuamente en cada uno de los tomos: Vargas Llosa, Benedetti, Borges, Steinbeck, Fallacci, Twain, Bioy Casares, García Márquez, Steiner, Lawrence, Puig, Hesse, Christie, Maugham, Faulkner, Hemingway, Camus, Dinesen. Ni siquiera conté cuántos libros había. Hice un esfuerzo por contener mi excitación, el temblor de mis dedos, las ganas de olvidarme del almuerzo y permanecer allí, entre esas viejas ediciones, sumergido entre las letras.
Tuve que volver al mundo real para tomar más vino, disfrutar con una comida rica y entretenerme con la charla de mis amistades; pero mi mente regresaba a las cajas, sin decir nada, anticipando el placer que obtendría esa misma noche cuando estuviera de regreso en casa. Alcé mi copa y la mirada, haciendo un brindis silencioso con el difunto, seguro de su sonrisa, allá, dondequiera que estuviese ahora. Se trataba de un regalo inesperado, feliz, un inicio de año literario y fecundo. A mitad del postre, la mamá de mi amiga volvió sobre el tema. Dijo que Pancho alguna vez comentó que sólo yo podría llegar a disfrutar de sus libros tanto como él. Una de mis compañeras de mesa bufó: «Qué aburrido», ante la idea de desviarnos por ese camino. La viuda recordó ese comentario mientras observaba la amplia biblioteca y decidía qué hacer con los libros. Pensó en mí gracias a las palabras de su difunto marido. Volví a alzar mi copa en silencio.
En medio de las despedidas, conforme esperábamos que uno de los empleados de la casa llevara las cajas hasta mi carro, la viuda mencionó que faltaban muchos libros por clasificar, que pretendía regalarme otras cajas, pero que también pensaba quedarse con otros volúmenes. «Eran los libros de Pancho», me dijo, «yo sé que tú los vas a cuidar y a leer, pero quiero quedarme con algunos. Él estaba muy encariñado con ciertas lecturas». Lo entendí perfectamente. Me ofrecí a ayudarla con lo que necesitara, y ella aceptó. No fijamos fecha, entre los besos y los abrazos, pero sé que en algún momento me llamará y otra sonrisa infantil se colará hasta mis labios. En el intermedio, me conformo con los obsequios póstumos de enero y me preparo para lecturas renovadas.