3 de enero de 2011

Conos anaranjados.

Reza un dicho popular del llano venezolano: “Picado de culebra le tiene miedo a bejuco”. Viene a significar, de manera coloquial, ese temor residual que permanece luego de un tropiezo amargo o una experiencia desagradable. Algo parecido me sucedió ayer con una de esos puntos de seguridad en plena vía nacional. Uno ya está acostumbrado a leer sobre grupos de secuestro que se camuflan bajo un uniforme policial, extorsionadores, agentes que buscan redondear su quincena a través de la vulgarmente llamada matraca de carretera. Cuando observé la línea de conos anaranjados me concentré en apartar la vista y pensar en cosas bonitas. Pero no iba a resultar tan fácil. El coro de miradas hostiles pareció oler el miedo desde lejos; supongo que algo hay en ellos de esos salvajes depredadores que reconocen a su víctima apenas les ponen el ojo. Yo no corrí mejor suerte.

―A la derecha ―alzó la voz el último de los agentes.

Reconozco que creí haber escuchado mal, aunque temía lo peor. ¿Dijo “A la derecha”? ¿O mi paranoia acostumbrada malinterpretaba un sencillo “Siga derecho”? Vacilé durante un par de segundos. El agente volteó a verme cuando grité: “¿Perdón?”. Me miró con mayor hostilidad, si eso era posible, y movió la mano para indicarme el hombrillo de la vía. Hice una profunda inspiración y me preparé mentalmente para lo peor. No fui el único que vio trastocado su camino. A través del retrovisor pude ver que la hilera de vehículos se alargaba detrás del mío. Estiré la mano para buscar dentro de mi bolso y tener los documentos listos.

Mientras el agente caminaba hacia mí con paso lento (juraría que casi todos gozan con ese momentáneo poder sobre nosotros), sopesé la posibilidad de discutir con él. La mayoría (no es la primera vez que me sucede, de allí la renuencia a tropezar con “bejucos”) suele buscar pequeños detalles para justificar una multa. Una multa que no es más que su forma de negociar un acuerdo monetario bajo cuerda. Se trata de una danza verbal que tiene su coreografía específica. Él te increpa por tu falta de deber ciudadano, dice que no tiene otra opción más que sancionar la infracción, hace pausas significativas en el proceso, hasta que tú intuyes que es el momento ideal para preguntar si no existe otra opción, otra forma alternativa para evitar todo ese proceso.

El agente moverá la cabeza de un lado al otro, apretará los labios, comenzará a mirar hacia donde están sus compañeros, como si sopesara una respuesta que le muerde los labios; tú también hueles el amago de inseguridad, el “no sé… puede ser” que batalla dientes adentro. Entonces te zumbas, te lanzas en caída libre; digo esto porque se corre el riesgo de haber malinterpretado todas las señales, pero de diez casos, en nueve ocurre lo mismo: el policía, guardia nacional, soldado o fiscal de tránsito realizará un elaborado acto de prestidigitación para quitarte el dinero de las manos y separarse del vehículo con el ceño fruncido y elevando la voz para decir: “Está bien, puede continuar, ciudadano”.

Se trata de una práctica común del gentilicio venezolano. Todo tiene un precio, el asunto es calibrar el monto adecuado. El agente vacilará en algunos casos, pero casi todos terminan cayendo por el peso de su propia avaricia. En el fondo, hago el intento de no censurarlos: los pobres están muy mal pagados, deben pasar allí erguidos gran parte del día, bajo el sol, escudriñando la sabana para cazar a sus potenciales víctimas. Pero lo que calienta mi sangre es ese temor residual que permanece después del hecho. ¿Por qué existe ese ligero pánico ante un uniforme? ¿Por qué no podemos ser como en otros países donde estos agentes son servidores públicos y están allí sólo para ayudarte? ¿Por qué el debilitamiento en los tobillos ante una mirada marcial? Eso me molesta bastante.

Bueno, el asunto fue que el soldado (porque era un soldado) se acercó con calma hasta la ventana de mi carro. No quise verle la cara. Me limité a hurgar dentro del bolso para buscar los documentos necesarios y seguir mi camino lo más rápido posible. Tampoco quise mirarlo porque temí que descubriera lo molesto que me sentía. Me provocaba soltarle: “¿Cuál es el sentido de pararme a mí? ¿Por qué no se reúnen y allanan un barrio, coño? ¿Por qué no implementan medidas de seguridad ante la ingente ola de asaltos y secuestros en la frontera? ¿Por qué tenemos que pagar los pendejos mientras los delincuentes se salen con la suya? ¿Dónde estabas tú cuando los tres malvivientes se metieron en mi casa para robar? ¿Aquí, pidiendo cédulas y carnets de circulación? No me jodas.

―Buenas tardes, hermano ―dijo el soldado―. ¿Todo bien? Tienes tus papeles en regla, ¿verdad?

Asentí. Todavía mis manos se movían en una dirección y mis ojos en la otra, dentro del bolso; pero el tono de su voz consiguió abrirse camino entre las capas de ira que se iban acumulando. Me atreví a levantar la cara. Observé a un muchacho joven, curtido por el sol, sudado, con la mirada turbia de los que han pasado mucha necesidad. La molestia interna comenzó a deshacerse como la espuma.

―¿De dónde viene? ―dijo, sin alzar la voz. El tono era afable.

Le respondí de la misma forma, pero él no me dejó terminar:

―Mire, si no le importa colaborar con nosotros, con lo que pueda, si puede…

La reacción se tomó sus buenos dos segundos en hallar el camino hasta mi cara. Lo miré sin entender muy bien lo que decía, sin asimilarlo por completo. El soldado leyó bien mi expresión facial, incluso bajó más la voz.

―Sólo si puede, con algún sencillo. Es que, mire, a esta hora todavía no nos han traído el almuerzo. Usted disculpe… De verdad, sólo si no le importa. No es a juro…

Para ese momento, el resto de mi indignación se había evaporado junto al calor de la tarde. Comprobé en el reloj del tablero que faltaba un cuarto para las cuatro. No supe qué contestarle. Dejé el bolso a un lado y me agaché para recoger todo el sencillo que hubiera, todos los billetes sueltos, el cambio a mano para equis eventualidad. Prácticamente, le ofrecí todo el dinero en baja denominación que cargaba en el carro. Sé que todo esto suena ilógico después de haber escrito antes que me opongo a estas prácticas delincuenciales encubiertas, pero desearía poder transcribir aquí la expresión de aquel muchacho.

Pensé en su presidente, en las arengas televisadas, en el proyecto de combatir la corrupción, el hambre, la desidia; pero pudo más la mirada de hambre del soldado de turno. Una cosa es que me detengan con la idea de sacarme dinero a través de una jerga estúpida, con altanería, valiéndose de un uniforme; otra cosa muy distinta es comprobar la necesidad ajena, la humildad de atreverse a pedir sin nada que perder, la solidaridad bajo un sol que no da tregua. Todavía no sé si me contradigo al final de esta historia. El muchacho tomó el dinero con pulso inseguro y dejando caer un par de monedas dentro del carro. Él se permitió una sonrisa y yo lo imité. Agradecí en silencio por todo lo que tengo en casa, con mi familia, con la precaria paz mental que me deja un año turbulento y poco amable.

―Vaya, pues ―dijo el soldado―. Buen viaje. Gracias, hermano.

Me puse en marcha creyendo que había hecho mi acción de fin de año, una forma de devolver todo lo que el universo me ofrecía. Sigo sintiéndome incómodo ante la visión de unos conos anaranjados, pero ahora sé que la oveja no es tan mansa como se ve ni el león tan fiero como lo pintan. Hay gradaciones. Y eso es lo que cuenta en definitiva. No hay que juzgar al agente por su uniforme.

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