Aparté los ojos de su cara para mirar la fachada del local a través del parabrisas del carro. Abrí la boca y la cerré de nuevo. Era una ferretería. ¿Qué se supone que iba a hacer yo allí? Mercedes insistió. Le dije que mejor me pondría a leer mientras ella compraba lo que necesitaba. Vi su espalda desaparecer por la amplia puerta y estiré el brazo hacia el asiento trasero para agarrar mi bolso. La novela de Virginia Woolf me tenía muy entusiasmado. Conforme buscaba la página donde había parado la lectura, me quedé pensando en lo poco solidario de mi actitud. Papá era quien solía encargarse de estos asuntos, pero en su ausencia nos tocó a nosotros; a ella, mejor dicho, porque yo me estaba limitando a llevarla. La idea volvió a formarse dentro de mi cabeza: ¿qué podía encontrar en una ferretería que me resultara interesante? Pero cerré el libro, lo devolví al interior del bolso y me bajé con una profunda inspiración. Mercedes estaba acodada sobre uno de los mostradores, a mi derecha. Al otro lado, en el mostrador izquierdo, un hombre intentaba decidirse entre distintos tipos de algo que se asemejaba a papel de lija.
—¿Listo? —dije.
—Sí —dijo ella—, sólo falta pagar.
Giré la cabeza para buscar a alguien que la atendiera. Había una mujer canosa detrás de un escritorio pequeño. Hablaba por el teléfono. A la derecha de la mujer, unos ojos verdes se alzaron de pronto para tropezar con los míos casi al mismo tiempo. Sostuvimos nuestras miradas por un segundo o dos, creo; pero estoy seguro de que retuve la respiración un poco más que eso. Fue como un golpe inesperado. Una respuesta visceral. Una reacción involuntaria. Mi cuerpo actuando sin el freno de la conciencia. El hombre apartó los ojos antes de levantarse. Mercedes buscó dentro de su cartera la tarjeta de débito y la cédula de identidad para tramitar el pago. Yo todavía intentaba recuperarme de la impresión.
—¿Va a pagar con la tarjeta?
El hombre se había acercado al mostrador sin que me percatara de ello. Confieso que aún estaba intentando digerir su mirada fija sobre mi rostro. Mercedes le entregó la tarjeta y él colocó sobre el mostrador el aparato para hacer la transacción electrónica. Sólo nos separaba la madera del mostrador. El hombre a mi derecha, Mercedes a mi izquierda, y yo en medio, inmóvil, mudo, con los ojos atrapados en la piel de sus manos, sus uñas limpias, el tono grave de su voz, y la mirada que de vez en cuando se alzaba para seguir tropezando con la mía. Al fondo de mi mente, como un eco lejano, los chillidos estridentes de mi sentido común tratando de arrojar algo de cordura sobre las respuestas adolescentes de mi cuerpo. Me resultaba difícil apartar la mirada de su cara. Los ojos tan verdes, los labios delgados, el cabello castaño y, para mayor suplicio, el remolino de vellos que parecían querer escaparse por el borde su camisa, en la base del cuello. Eso me intranquilizó más de lo que ya estaba.
—La tarjeta —dijo él— no pasa por el monto completo. ¿Lo divido en dos partes?
Su mirada se detuvo un momento en Mercedes antes de volver a fijarse en mí. Asentí varias veces. De nuevo la voz al fondo de mi cabeza gritaba: “¡No es tu tarjeta, idiota! ¿Por qué asientes como si lo fuera?”. Mercedes dijo algo que provocó una sonrisa en el hombre. Entonces vi la línea perfecta de sus dientes blancos, un gesto simple convertido en un efecto luminoso; era como si al sonreír, ese gesto tan sencillo lo hiciera más atractivo de lo que ya me resultaba. Me sentí intoxicado. En ese momento, en el destello de un relámpago mental, comprendí que a pesar de todas las desilusiones, todas las decepciones, todas las oportunidades perdidas, todas las despedidas y todos los desencuentros, aún quedaba un amago de esperanza en mí. Porque los que me conocen bien saben de mi tendencia natural al idealismo, al romanticismo, a las películas mentales con un final feliz. Entendí en ese súbito fogonazo que todavía la amargura no estaba extendida bajo mis pies, que de vez en cuando surgen las sorpresas y los tropiezos que encienden las más elementales respuestas emocionales del ser humano. Supe (o más bien recordé) lo fácil que resultaba enamorarse de una mirada, una sonrisa, la inflexión de una voz.
—Ahora sí —dijo él.
Me miraba. Estiré la mano para recibir la tarjeta de débito y la cédula de identidad de Mercedes. Ella le preguntaba a otro hombre sobre los precios de ciertos artículos exhibidos debajo del mostrador. Aparté los ojos con el temor de decir alguna tontería de la que pudiera arrepentirme luego. Mercedes quiso saber algo relativo al servicio de fletes. Respiré profundo. Alcé la vista y nos tropezamos una vez más. Un segundo. Poco más que eso. Él se encargó de la factura. Mercedes la recibió y dio las gracias. El hombre volvió a sonreír.
—¿Listo? —dijo Mercedes volteando hacia mí—. ¿Nos vamos?
Asentí y carraspeé antes de devolverle sus documentos. Ella se dirigió hacia la salida y yo me retrasé otro par de segundos para decir:
—Gracias. Feliz día.
Él respondió:
—De nada…
Casi pude sentir el peso de los puntos suspensivos antes de que continuara, bajando la voz:
—…Oye, en caso de cualquier inconveniente, si quieres, anota mi número.
Me deshice en un amasijo de torpezas. Metí la mano dentro del bolso para buscar mi teléfono celular y nunca lo encontré. Ni siquiera se me ocurrió sacar la agenda y el bolígrafo porque su mirada me aplastaba entre la realidad y la fantasía. Él sonrió de nuevo, como si a través de la distensión de sus labios excusara mi nerviosismo. Buscó una hoja de papel y anotó un nombre y un número con bastante agilidad.
—Aquí tienes —dijo—. Cualquier cosa, puedes llamarme o escribirme.
Alargué la mano con la mayor naturalidad que pude, pero sentí que todo sucedía en cámara lenta. Sé que imité su sonrisa en el último momento. Aparté los ojos porque había recobrado algo de mi desaparecida lucidez y temí que en el proceso de enrumbar mis pasos hacia la salida pudiera tropezar y caer de bruces por no fijarme en algún tope o escalón inadvertido al entrar. Respiré profundo una vez más. De camino hacia la salida me asaltó la idea de la rapidez con la que la mayoría de la gente suele menospreciar o enturbiar estas situaciones inesperadas, estas sorpresas del destino, como si cualquier gesto sentimental pudiera estar teñido con una mancha de estupidez o incredulidad. Alcancé a Mercedes en el carro y nos montamos en silencio. Ella buscó algo dentro de su cartera, encendió el acondicionar de aire y luego dijo, como al descuido:
—¿Por qué era que no te querías bajar?