28 de abril de 2018

Ojos verdes.



—Bájate, Luis —dijo Mercedes.
Aparté los ojos de su cara para mirar la fachada del local a través del parabrisas del carro. Abrí la boca y la cerré de nuevo. Era una ferretería. ¿Qué se supone que iba a hacer yo allí? Mercedes insistió. Le dije que mejor me pondría a leer mientras ella compraba lo que necesitaba. Vi su espalda desaparecer por la amplia puerta y estiré el brazo hacia el asiento trasero para agarrar mi bolso. La novela de Virginia Woolf me tenía muy entusiasmado. Conforme buscaba la página donde había parado la lectura, me quedé pensando en lo poco solidario de mi actitud. Papá era quien solía encargarse de estos asuntos, pero en su ausencia nos tocó a nosotros; a ella, mejor dicho, porque yo me estaba limitando a llevarla. La idea volvió a formarse dentro de mi cabeza: ¿qué podía encontrar en una ferretería que me resultara interesante? Pero cerré el libro, lo devolví al interior del bolso y me bajé con una profunda inspiración. Mercedes estaba acodada sobre uno de los mostradores, a mi derecha. Al otro lado, en el mostrador izquierdo, un hombre intentaba decidirse entre distintos tipos de algo que se asemejaba a papel de lija.
—¿Listo? —dije.
—Sí —dijo ella—, sólo falta pagar.
Giré la cabeza para buscar a alguien que la atendiera. Había una mujer canosa detrás de un escritorio pequeño. Hablaba por el teléfono. A la derecha de la mujer, unos ojos verdes se alzaron de pronto para tropezar con los míos casi al mismo tiempo. Sostuvimos nuestras miradas por un segundo o dos, creo; pero estoy seguro de que retuve la respiración un poco más que eso. Fue como un golpe inesperado. Una respuesta visceral. Una reacción involuntaria. Mi cuerpo actuando sin el freno de la conciencia. El hombre apartó los ojos antes de levantarse. Mercedes buscó dentro de su cartera la tarjeta de débito y la cédula de identidad para tramitar el pago. Yo todavía intentaba recuperarme de la impresión.
—¿Va a pagar con la tarjeta?
El hombre se había acercado al mostrador sin que me percatara de ello. Confieso que aún estaba intentando digerir su mirada fija sobre mi rostro. Mercedes le entregó la tarjeta y él colocó sobre el mostrador el aparato para hacer la transacción electrónica. Sólo nos separaba la madera del mostrador. El hombre a mi derecha, Mercedes a mi izquierda, y yo en medio, inmóvil, mudo, con los ojos atrapados en la piel de sus manos, sus uñas limpias, el tono grave de su voz, y la mirada que de vez en cuando se alzaba para seguir tropezando con la mía. Al fondo de mi mente, como un eco lejano, los chillidos estridentes de mi sentido común tratando de arrojar algo de cordura sobre las respuestas adolescentes de mi cuerpo. Me resultaba difícil apartar la mirada de su cara. Los ojos tan verdes, los labios delgados, el cabello castaño y, para mayor suplicio, el remolino de vellos que parecían querer escaparse por el borde su camisa, en la base del cuello. Eso me intranquilizó más de lo que ya estaba.
—La tarjeta —dijo él— no pasa por el monto completo. ¿Lo divido en dos partes?
Su mirada se detuvo un momento en Mercedes antes de volver a fijarse en mí. Asentí varias veces. De nuevo la voz al fondo de mi cabeza gritaba: “¡No es tu tarjeta, idiota! ¿Por qué asientes como si lo fuera?”. Mercedes dijo algo que provocó una sonrisa en el hombre. Entonces vi la línea perfecta de sus dientes blancos, un gesto simple convertido en un efecto luminoso; era como si al sonreír, ese gesto tan sencillo lo hiciera más atractivo de lo que ya me resultaba. Me sentí intoxicado. En ese momento, en el destello de un relámpago mental, comprendí que a pesar de todas las desilusiones, todas las decepciones, todas las oportunidades perdidas, todas las despedidas y todos los desencuentros, aún quedaba un amago de esperanza en mí. Porque los que me conocen bien saben de mi tendencia natural al idealismo, al romanticismo, a las películas mentales con un final feliz. Entendí en ese súbito fogonazo que todavía la amargura no estaba extendida bajo mis pies, que de vez en cuando surgen las sorpresas y los tropiezos que encienden las más elementales respuestas emocionales del ser humano. Supe (o más bien recordé) lo fácil que resultaba enamorarse de una mirada, una sonrisa, la inflexión de una voz.
—Ahora sí —dijo él.
Me miraba. Estiré la mano para recibir la tarjeta de débito y la cédula de identidad de Mercedes. Ella le preguntaba a otro hombre sobre los precios de ciertos artículos exhibidos debajo del mostrador. Aparté los ojos con el temor de decir alguna tontería de la que pudiera arrepentirme luego. Mercedes quiso saber algo relativo al servicio de fletes. Respiré profundo. Alcé la vista y nos tropezamos una vez más. Un segundo. Poco más que eso. Él se encargó de la factura. Mercedes la recibió y dio las gracias. El hombre volvió a sonreír.
—¿Listo? —dijo Mercedes volteando hacia mí—. ¿Nos vamos?
Asentí y carraspeé antes de devolverle sus documentos. Ella se dirigió hacia la salida y yo me retrasé otro par de segundos para decir:
—Gracias. Feliz día.
Él respondió:
—De nada…
Casi pude sentir el peso de los puntos suspensivos antes de que continuara, bajando la voz:
—…Oye, en caso de cualquier inconveniente, si quieres, anota mi número.
Me deshice en un amasijo de torpezas. Metí la mano dentro del bolso para buscar mi teléfono celular y nunca lo encontré. Ni siquiera se me ocurrió sacar la agenda y el bolígrafo porque su mirada me aplastaba entre la realidad y la fantasía. Él sonrió de nuevo, como si a través de la distensión de sus labios excusara mi nerviosismo. Buscó una hoja de papel y anotó un nombre y un número con bastante agilidad.
—Aquí tienes —dijo—. Cualquier cosa, puedes llamarme o escribirme.
Alargué la mano con la mayor naturalidad que pude, pero sentí que todo sucedía en cámara lenta. Sé que imité su sonrisa en el último momento. Aparté los ojos porque había recobrado algo de mi desaparecida lucidez y temí que en el proceso de enrumbar mis pasos hacia la salida pudiera tropezar y caer de bruces por no fijarme en algún tope o escalón inadvertido al entrar. Respiré profundo una vez más. De camino hacia la salida me asaltó la idea de la rapidez con la que la mayoría de la gente suele menospreciar o enturbiar estas situaciones inesperadas, estas sorpresas del destino, como si cualquier gesto sentimental pudiera estar teñido con una mancha de estupidez o incredulidad. Alcancé a Mercedes en el carro y nos montamos en silencio. Ella buscó algo dentro de su cartera, encendió el acondicionar de aire y luego dijo, como al descuido:
—¿Por qué era que no te querías bajar?

21 de abril de 2018

Intimidad.



—El país de las luciérnagas —digo.
Extiendo la mirada ante la imagen silenciosa que tenemos al frente: las luces nocturnas de Caracas. Estamos sentados en el jardín de su casa, sobre un césped verde que desciende hasta un borde invisible y se pierde en uno de los precipicios traseros de algunas casas de la zona de Alto Prado. Imagino la sonrisa leve de Simón al escucharme, pero él se mantiene mudo. Luego miro por encima de mi hombro izquierdo, hacia la casa también callada detrás de nosotros. Amelia había dicho que quería ir al baño y, como si hubiesen estado de común acuerdo, el barman se levantó para acompañarla después de que Simón les ofreciera algunas indicaciones. Poco después, José Gregorio quiso saber dónde podía enchufar un cable para recargar la batería de su teléfono móvil, y Wilfredo mencionó un acoplador que había visto en la cocina, cuando buscaba más hielo. Los dos se alejaron hacia la casa con voces amortiguadas por las risas. Yo también sonrío sin decir nada y devuelvo la mirada hacia una ciudad adormecida.
—¿Te provoca otro trago? —dice Simón.
Lo veo. Me resulta un tanto increíble que esté allí con él. Hay una historia enrevesada que desconoce. Simón y yo habíamos estudiado en el mismo liceo hacía casi diez años. Lo que él ignora es que en esa época me sentí muy atraído por él, por su aspecto físico, porque se asemejaba bastante al muchacho con el que yo comenzara a salir durante mi adolescencia, mi primer amor juvenil. El parecido entre ellos era sorprendente. No se trataba de que parecieran gemelos, sino de algo elusivo en la actitud rebelde que desplegaban, los rasgos faciales, sus gustos musicales, la forma del cabello, el tono de sus voces. Eso lo recupero al escucharlo ofreciéndome otro trago. Me siento dubitativo.
—No lo sé —digo—. Creo que ya bebí suficiente.
Escucho la inspiración profunda que hace Simón. Luego dice:
—Otro trago y ya. Yo voy a servirme más vodka.
No puedo evitar una sonrisa. Su voz me hace sentir relajado.
—Está bien.
Agradezco en silencio que Simón se muestre tan comprensivo con las escapadas de mis amigos. Nos conocíamos de antes, por supuesto, pero que prestara su casa para la concreción de sus aventuras superaba mis expectativas. Amelia había estado flirteando con el barman durante gran parte de la noche, en la discoteca donde tropezáramos con José Gregorio y sus compañeros de la universidad. Y poco antes de que cerraran el local, ella logró salirse con la suya al invitar al barman a beber algo más en otra parte. Allí mismo, más temprano, José Gregorio había triunfado en convencer a uno de los muchachos que estudiaban con él para alargar la madrugada en otro lado. Por supuesto, mi amigo sospechaba de la oculta homosexualidad de su compañero de estudios y todo indicaba que no se había equivocado al respecto. Simón me entrega un vaso que se siente frío entre mis dedos. Mi pensamiento sigue concentrado en Amelia.
—Es el barman quien debería ocuparse de estos tragos —digo.
Simón ríe.
—¿Cómo se llama el barman?
Lo miro y alzo las cejas.
—Pues… —digo—. ¿Puedes creer que no lo sé? El barman, será.
Esta vez reímos los dos.
—Me da mucha pena contigo —digo—. No sé qué estarás pensando de mis amigos, pero no suelen ser siempre así. Gracias por ser tan comprensivo. De verdad.
Me agrada la sonrisa de Simón. Hay un vestigio difuso de nuestra época juvenil entre sus labios. Pero él siempre ha sido un tipo comprensivo. Inteligente y comprensivo. Muy mujeriego mientras estuvimos en el liceo, con varias novias al mismo tiempo. Una sonrisa siempre ante cada conflicto. Nunca un comentario desagradable para juzgar a los demás. Parece ser el mismo Simón de antes. Pienso que resultó agradable encontrarnos con él en la arepera donde nos habíamos parado para comprar cigarrillos al salir de la discoteca. Nos saludamos con afecto y casi de inmediato nos invitó a seguir la fiesta en su casa. Confieso que dudé ante lo que parecía una imposición, pero Amelia me lanzó una mirada penetrante para que aceptara sin quejarme. Y allí estábamos, en el jardín posterior de su casa, con una botella de vodka menos, media caja de cigarrillos fumados y mis amigos perdidos en la penumbra de la casa. Me fijo en las luces nocturnas de Caracas que titilan como un telón de fondo.
—Gracias —digo.
Simón me mira y sonríe de nuevo.
—¿Por qué?
—Porque sí —digo antes de bajar la vista hasta el vaso lleno—. Por ser tan comprensivo.
—No, vale; no tienes nada que agradecerme. Tus amigos se ven buena nota, y parecía que estaban pasando un momento bien de pinga. ¿Quién soy yo para interrumpirlos? Era más que evidente que ya estaban emparejados y querían seguir la rumba. Además, no quería que te sintieras incómodo con ellos. Al final, ibas a terminar de lamparita. Y no tenía sueño.
—¿Y ahora sí?
—No, tampoco; prefiero estar aquí, hablando contigo. Es raro encontrarse con un pana del liceo estando tan lejos. Qué nota, ¿no?
—Sí. Te confieso que lo último que podía esperar era encontrarme contigo en la arepera.
—Y ya ves: las sorpresas del destino.
Bebo un sorbo de vodka.
—Bueno, en todo caso: gracias, Simón.
Hay una pausa que se alarga entre nosotros, pero no me inquieta. Las luces a lo lejos, el ruido de los insectos nocturnos, el sabor del vodka frío, los viejos sillones de mimbre, el recuerdo de nuestra época estudiantil, el eco de un primer amor ya adormecido por la distancia y el tiempo. Todo es casi perfecto. Uno de esos momentos que uno querría que durara para siempre. Intento asirlo con una respiración profunda, porque intuyo que en cualquier momento pueden reaparecer mis amigos con sus sonrisas torcidas y satisfechas y el olor agrio de un sexo apresurado. Simón me interrumpe:
—¿Te puedo hacer una pregunta personal?
—Sí, claro.
Él bebe un sorbo de su vodka antes de seguir. Mira las luces más allá del jardín.
—Cuando los invité a venir para acá… ¿Tú pensaste que tal vez…? Digo, nosotros… Que tú y yo, de repente también…
—No te entiendo —digo, pero es una mentira que suelto sin pensar.
—Bueno… No sé… Que si pensaste que nosotros también estaríamos juntos.
—Ah, no… —vuelvo a mentir—. No lo pensé. Yo te respeto mucho para pensar en eso, Simón Nosotros somos amigos. Además, yo sé que a ti no te gustan los hombres. Estoy claro con eso. Si acepté fue por ellos —hice un gesto con la barbilla hacia la casa—, por ser solidario… o pendejo, como te parezca mejor.
Me llevo el vaso a los labios porque necesito una dosis fuerte de vodka. Simón sigue con la vista fija en el país de las luciérnagas.
—Además —sigo—, me siento demasiado bien aquí afuera. Lo disfruto mejor, ¿sabes? La noche, el silencio, las luces, el sabor del vodka, tu compañía; pero no tengo segundas intenciones contigo.
Bebo otro trago de vodka porque me siento envalentonado.
—No me creas tan básico, Simón —digo—. Pensé que me conocías mejor. Conozco bien tu debilidad por las vaginas…
Pero me quedo callado debido al peso de su mirada. La ciudad queda muy lejos.
—Yo también pensé —dice en voz baja— que me conocías mejor. A mí no me importaría, ¿sabes? Es algo que igual quedaría entre nosotros. Me siento bien contigo. De verdad, no tendría problema en hacerlo si tú quieres.
Los hielos tintinean cuando inclino el vaso para beber lo que queda de vodka. Paso la lengua por mis labios y aparto los ojos de su ofrecimiento. La visión periférica me permite ver su mano extendida. Respiro profundo. Ya no queda más vodka en el vaso. Giro la cabeza hacia él y bajo la mirada hacia sus dedos. Con un gesto tímido coloco mi mano sobre la suya. Simón aprieta los dedos.
—Me voy a copiar de ti —dice—. Yo tampoco soy tan básico, ¿sabes?
Me gusta la textura de su mano.
—El sexo —sigue— es mucho más que los genitales. Yo creo que tiene que ver con la piel, con la carne, con los aromas, el sabor de una respuesta. Hay mucho más que no sabemos.
En ese momento hubiese querido tener el vaso medio lleno. Beber algo.
—Yo nunca he estado con otro hombre. Tú sabes cómo soy con las mujeres. Pero tú eres diferente. No eres como los demás. Tienes algo distinto. Eres espectacular, ¿sabes? Eres un tipo muy atractivo. De verdad que no me importaría probarlo contigo, si quieres. Dicen que siempre hay una primera vez.
Me mantengo callado. Agradezco mucho su ofrecimiento, su permeabilidad, su disposición, la torpe oferta que me brinda; pero, no. Aunque por un breve instante sopeso lo que tengo al alcance de la mano, prefiero declinar la ventaja que me regala con los ojos abiertos. Significa tal vez complicar nuestra amistad, lo bien que nos hemos llevado desde que nos conocemos. Pero creo que ambos intuíamos la curiosidad, las ganas de explorar, de experimentar con otro cuerpo, el deseo de abrir una puerta cerrada hasta entonces; no obstante, por extraño que suene, me mantengo sensato. Escojo las mejores y más diplomáticas palabras para hacérselo saber; tampoco quiero herir su orgullo varonil. Simón se ha permitido mostrarse vulnerable conmigo, asequible. Otro en mi lugar quizás habría aprovechado la oportunidad, pero como bien lo ha expresado ya: no soy como los otros. Lo curioso es que al decirle que no, de una forma particular, me parece que termino ganándome parte de su respeto por ello.
—No —dice—, no te preocupes. Estamos bien. Sólo quería comentártelo. Que lo supieras.
Es la primera vez que levanto la vista hacia él desde que dejara de hablar. Dice:
—¿Sabes otra cosa? Ahora creo que te admiro más.
Aprieta mis dedos antes de soltarme la mano.
—Creo que ahora sí me provoca otro trago —digo.
—A mí también.
Ambos sonreímos e intercambiamos una mirada antes de que escuchemos la voz de Amelia, desde la casa:
—Chicos, ¿ustedes tienen hielo allá?


Fotografía: Daniel López.

15 de abril de 2018

Diferencias irrenconciliables.



Nos conocimos en una posada de Puerto La Cruz. Él estaba con su novio, un muchacho alto y de mirada atenta. Yo iba con mis amigas, de camino hacia Porlamar. Ellos eran de Caracas. Se trataba de una posada para gente gay y bastante pronto congeniamos lo suficiente como para atrevernos a salir en grupo. todos juntos, en las noches y pasar el día en alguna playa cercana. Al final, intercambiamos números de teléfono y una vaga promesa de reunirnos de nuevo en Caracas. Ellos incluso acudieron a despedirnos en el puerto, antes de que subiéramos al ferry, y reíamos jugando a que nos embarcábamos en una larga travesía por mar en un transatlántico de lujo. Pensé en Oscar varias veces, pero no se lo mencioné a mis compañeras de viaje. Me había impresionado su sonrisa fácil y el tono pálido de su piel. Cuando nos saludábamos, él solía retener mi mano tal vez algunos segundos más de lo debido, pero parecía que ninguno le daba importancia. Me dije que él tenía novio, para aplacar la ebullición de mi deseo. Ya había superado esa etapa caótica en la que uno se enreda sin pensárselo mucho con otro hombre comprometido en una relación ajena. Oscar tenía novio y yo debía respetar eso. Me lo repetí cada vez que el recuerdo de su cara emergía en los momentos menos esperados. Nos quedamos en Porlamar durante dos semanas más, visitando a la hermana de una de mis amigas, y después hicimos la lenta travesía de vuelta, sin quedarnos en Puerto La Cruz, pero dejando que el recuerdo de la sonrisa de Oscar mordisqueara mi memoria al descender del ferry en el puerto.
Oscar me llamó al cabo de quince días. Eso me sorprendió bastante, aunque confieso el regocijo que erizó mi piel al reconocer el tono de su voz al otro lado del auricular. Conversamos por espacio de una media hora, con fluidez, con espontaneidad, entre risas; y sólo al colgar la llamada comprendí que en ningún momento le había preguntado por su novio. Pero casi enseguida asimilé que Oscar tampoco lo había mencionado. Eso me hizo sentir incómodo y entusiasmado al mismo tiempo. Fue una de esas abruptas experiencias que te obligan a retroceder hasta la ambivalencia típica de los años adolescentes. Así, las llamadas de Oscar se repitieron a lo largo de todo el mes, siempre líquidas, siempre relajadas, hasta que surgió la idea de vernos en Caracas en uno de mis acostumbrados viajes para comprar libros.
—Luis —dijo él—, ¿qué te parece si vamos al cine?
—¡Excelente!
—Voy a revisar qué películas hay en cartelera. ¿Te interesa alguna?
—Pues… Sí. Ya que lo mencionas, me interesa mucho ver Callas Forever. ¿La conoces?
—Hmmm… No. No la conozco. ¿Compro las entradas?
—No, mejor no. Espérate.
Yo ignoraba cuánto tiempo me llevaría recorrer las librerías que pensaba visitar. Es algo que suele extenderse sin que me fije en el paso de las horas. Terminé acodado en la baranda de un centro comercial y llamé a Oscar desde mi teléfono móvil. Me dijo que llegaría al cabo de media hora. Aproveché para tomarme un café sin apresuramientos y pensar en lo que estaba a punto de hacer. Él todavía evitaba mencionar a su novio, y yo lo imitaba sin vergüenza. Me pregunté si habrían roto su relación, si tal vez habían discutido o estaban separados temporalmente. Mirando el fondo de la taza me atreví a especular si estaría haciendo lo correcto, porque soy muy quisquilloso con estas cosas del amor. Lo cierto es que me sentía muy atraído por Oscar, por su sonrisa, la textura de sus manos, el color de sus ojos, la atención que prestaba a mis palabras, la charla tan fluida que lográbamos compartir, pero ¿era eso suficiente para dar un salto de fe? ¿O estaba malinterpretando todo lo que pasaba entre nosotros? Se me ocurrió que quizás Oscar me apreciaba como un amigo y nada más; aunque pronto deseché esta idea. Este tipo de impresiones suele ser fulminante: tú reconoces cuando otra persona se siente atraída por ti. Oscar llegó con un ligero retraso, pero no me importó porque la película aún no había comenzado.
—¿Quieres tomarte algo? —dijo.
—No, gracias; ya me tomé un café. Además, tenemos el tiempo justo. Vamos.
Él compró las entradas y buscamos dos asientos en la penumbra del cine. Callas Forever era una película de Franco Zeffirelli sobre los últimos días de la cantante Maria Callas, interpretada por Fanny Ardant. Jeremy Irons interpretaba a un álter ego de Zeffirelli que buscaba a la Callas para grabar una versión fílmica de la ópera Carmen. Esto ocurría durante los años finales de la diva, cuando la tecnología musical permitía superponer las grabaciones de sus viejas óperas a las imágenes filmadas en la actualidad de 1977. Al principio, ya sentados, con las escenas iniciales en la pantalla, me atemoricé un poco por la proximidad de Oscar. Incluso sopesé la idea de cómo podía reaccionar si él decidía tomarme de la mano. Dentro de la sala no había mucha gente porque se trataba de una película artística, así que no me importó si el contacto físico sucedía. Pero no pasó mucho tiempo antes de que Oscar comenzara a mostrarse incómodo en su asiento. Cambiaba de posición, carraspeaba, miraba de reojo en mi dirección, se rascaba el brazo.
—¿Te sientes bien? —dije.
—Sí, sí —dijo él—. Tranquilo.
Pero no me tranquilicé. Resultó difícil que concentrara mi atención en la película cuando al mismo tiempo notaba la inquietud de Oscar. ¿Sería por mí? ¿Habría alcanzado el punto exacto de inconformidad allí a mi lado? ¿Tal vez hizo falta que nos metiéramos en un sitio oscuro y cerrado para que él comprendiera la tontería que estábamos a punto de hacer? ¿Estaba pensando en su novio? Oscar se removía en su puesto y permanecía silencioso. Al cabo de veinte minutos noté que se inclinaba hacia mí:
—Luis, disculpa, te espero afuera, ¿sí?
Lo miré atónito.
—¿Por qué? ¿Qué pasó? ¿Te sientes mal?
—No, nada de eso. Te espero afuera. Tranquilo.
—Pero…
Ya Oscar estaba en el borde de su silla, dispuesto a levantarse, y sentí que mi curiosidad era inútil en ese momento; pero quise insistir:
—¿Pasa algo malo?
Oscar se inclinó hacia mí y bajó la voz.
—No pasa nada —dijo—. Discúlpame. Es que la película no me gusta y me parece aburrida. Quédate aquí. Termina de verla. Yo te espero afuera. Voy a tomarme un café.
Se levantó de inmediato y me quedé con la boca abierta. Los engranajes de mi mente se pusieron en movimiento empujados por un aria de la Callas. ¿Cómo podía parecerle aburrida? ¿Cómo no podía gustarle? Maria Callas era, y es, una de mis artistas favoritas. A pesar de los que critican el filo rugoso de su voz, a mí me sigue conmoviendo como la primera vez. Además, la actuación de Fanny Ardant en la pantalla era deslumbrante. Me quedé allí sentado, incómodo, aturdido, sin entender bien lo que acababa de suceder. Cuando la película terminó, y salí, encontré a Oscar sentado frente a una mesa de un café cercan
Muchos años después, acostados en dos hamacas equidistantes en el corredor de su casa, mi amiga Rosamer pronunciaría unas palabras que sólo entonces me ayudaron a comprender lo sucedido con Oscar en Caracas. “Ay, amigo”, me dijo ella, “tienes que entenderlo: hay relaciones que nacen con fecha de caducidad. Algunas veces se transforman en abortos involuntarios. Nacen sin vida, pues”. Y yo me quedé callado, pensando en él, mirándonos de nuevo en aquella mesa del centro comercial, con el eco de la música todavía en mis oídos, compartiendo sendas sonrisas rotas y frases suplementarias para alargar el momento de la despedida. No volví a saber de él, por supuesto; y creo que los dos nos sentimos satisfechos de ese resultado. Quizás a él no le interesaba comenzar una relación con un gay que parecía una doña prematura aficionada a la ópera; pero lo cierto es que a mí tampoco me interesaba iniciar un romance con un tipo atractivo que despreciaba la voz más sublime que había cantado en todo el siglo XX.
—¿Soy muy exigente —le dije a Rosamer— por querer un novio que comparta mis gustos musicales?
—Sí, tal vez. Un poquito.
—Porque… Se supone que las diferencias enriquecen, ¿no?
—Ajá, querido —dijo ella—; pero en tu caso, parece que son diferencias irreconciliables.

10 de abril de 2018

Lectura callejera.



Hay una larga fila de gente para entrar al banco. Respiro profundo. Le pregunto al vigilante sobre el proceso de entrada, porque sólo haré un par de depósitos en cheques. Él me mira con expresión de hastío y dice que debo formarme con los demás. Obedezco de inmediato. Como tantas otras veces, saco de mi bolso el volumen que estoy leyendo para pasar el tiempo de espera. Es “Instrucciones para leer este libro”, de Fedosy Santaella. Poco a poco, las conversaciones a mi alrededor se apagan; me concentro en la lectura. Ciertas historias me sacan alguna carcajada involuntaria y espontánea. Reconozco que suelo disfrutar bastante con los relatos de Fedosy Santaella. Hay un humor corrosivo y solapado en ellos, como si se tratara de un chiste privado. Uno pasa de la sonrisa a la risa con facilidad. Mis vecinos en la fila me miran sin disimulo. Les devuelvo la mirada antes de explicarles que varias historias en el libro me resultan graciosas. La señora que está dos puestos más atrás pregunta quién es el autor. Se lo digo. El hombre que me precede quiere saber de qué va el libro. Intento explicárselo, pero a mitad de camino pienso que es mejor ofrecerles una muestra pequeña y leo en voz alta un par de textos que ocupan media página, a veces menos que eso. Todos sonríen. La anciana que está justo detrás de mí, y que se mantuviera callada hasta entonces, ríe con retraso. Nos dice que no lo había entendido al principio. Eso nos obliga a compartir otra amplia sonrisa a todos.
Animado por mis vecinos en la fila, que se han agrupado en torno a mí, sigo leyendo fragmentos en voz alta. Parece que a todos les gusta porque ninguno me interrumpe. Es una sensación muy peculiar leer para los otros, en plena calle, apoyado contra la pared de vidrio del banco, porque son caras desconocidas que tal vez no volveré a ver de nuevo; pero me resulta estimulante. La fila avanza con lentitud y al final logramos penetrar al banco. Nos separamos. Me lleva casi una hora hacer mis depósitos. Al terminar, de camino hacia la puerta, una mano me sujeta por el brazo. Es una señora sonreída que se disculpa por el atrevimiento, pero quiere anotar los datos del libro para ver si lo consigue. Le sonrío de vuelta antes de ofrecerle el ejemplar que tengo aún en la mano. Ella anota todo en una agenda pequeña, con letra diminuta. Intercambiamos otra sonrisa y salgo a la calle, con la certeza de que si nos propusiéramos compartir nuestras lecturas en las filas que nos agobian quizás, sólo quizás, las esperas no serían tan monótonas y belicosas. Sólo quizás.

5 de abril de 2018

Ascensor.



Las puertas del ascensor se abrieron en el piso 5. Adentro, junto a la hilera vertical de números, el presidente de la junta de condominio. En el rincón opuesto, una señora de largos cabellos negros que me costaba identificar. Saludé antes de unirme a ellos en el trayecto descendente.
—¿Cómo estás, Luisito? —saludó él—. ¿Cómo está tu papá?
Sonreí.
—Bien, bien —dije—; anoche vinieron a visitarme.
—¿Ajá? Deben estar muy contentos, por lo de Costa Rica.
—¡Sí! Bastante. Casi tiraron serpentinas.
—Pero —siguió mi vecino— él es un muchacho. Tiene, ¿qué?, ¿38 años?
—No lo sé. No estoy seguro. Pero es preferible eso a la alternativa. Mi hermana y su esposo estaban asustadísimos. ¿Tú te imaginas? ¿Quién aguanta a un evangélico homofóbico en el gobierno?
Mi vecino apartó la mirada de los números que cambiaban con lentitud encima de las puertas del ascensor y la fijó en mí. Encontré curiosa su forma de mirarme. Tal vez quiso decir algo más, pero no se atrevió delante de la mujer que descendía con nosotros. Hubo una pausa bastante peculiar, como si nos hubiésemos detenido antes de tiempo. Él dejó caer la vista al piso y carraspeó. Llegamos a la planta baja y me aparté para dejar salir a la mujer del rincón. Siempre he tratado de ser lo más amable y respetuoso que puedo con las mujeres. Ella dijo:
—Gracias.
Y salió del ascensor. Justo en ese momento busqué los ojos de mi vecino para despedirme y me agarró del brazo:
—¿Tú eres loco?
Lo miré asombrado.
—¿Por qué? —dije—. ¿Qué pasó?
—Coño, ¿no te diste cuenta de quién era la señora?
Lo miré con un asombro acentuado.
—No. ¿Quién es? Sé que la he visto antes, pero no recuerdo de dónde…
—Coño, chico; ésa es la esposa del pastor evangélico que vive en el piso 9.
Fuck!