15 de abril de 2018

Diferencias irrenconciliables.



Nos conocimos en una posada de Puerto La Cruz. Él estaba con su novio, un muchacho alto y de mirada atenta. Yo iba con mis amigas, de camino hacia Porlamar. Ellos eran de Caracas. Se trataba de una posada para gente gay y bastante pronto congeniamos lo suficiente como para atrevernos a salir en grupo. todos juntos, en las noches y pasar el día en alguna playa cercana. Al final, intercambiamos números de teléfono y una vaga promesa de reunirnos de nuevo en Caracas. Ellos incluso acudieron a despedirnos en el puerto, antes de que subiéramos al ferry, y reíamos jugando a que nos embarcábamos en una larga travesía por mar en un transatlántico de lujo. Pensé en Oscar varias veces, pero no se lo mencioné a mis compañeras de viaje. Me había impresionado su sonrisa fácil y el tono pálido de su piel. Cuando nos saludábamos, él solía retener mi mano tal vez algunos segundos más de lo debido, pero parecía que ninguno le daba importancia. Me dije que él tenía novio, para aplacar la ebullición de mi deseo. Ya había superado esa etapa caótica en la que uno se enreda sin pensárselo mucho con otro hombre comprometido en una relación ajena. Oscar tenía novio y yo debía respetar eso. Me lo repetí cada vez que el recuerdo de su cara emergía en los momentos menos esperados. Nos quedamos en Porlamar durante dos semanas más, visitando a la hermana de una de mis amigas, y después hicimos la lenta travesía de vuelta, sin quedarnos en Puerto La Cruz, pero dejando que el recuerdo de la sonrisa de Oscar mordisqueara mi memoria al descender del ferry en el puerto.
Oscar me llamó al cabo de quince días. Eso me sorprendió bastante, aunque confieso el regocijo que erizó mi piel al reconocer el tono de su voz al otro lado del auricular. Conversamos por espacio de una media hora, con fluidez, con espontaneidad, entre risas; y sólo al colgar la llamada comprendí que en ningún momento le había preguntado por su novio. Pero casi enseguida asimilé que Oscar tampoco lo había mencionado. Eso me hizo sentir incómodo y entusiasmado al mismo tiempo. Fue una de esas abruptas experiencias que te obligan a retroceder hasta la ambivalencia típica de los años adolescentes. Así, las llamadas de Oscar se repitieron a lo largo de todo el mes, siempre líquidas, siempre relajadas, hasta que surgió la idea de vernos en Caracas en uno de mis acostumbrados viajes para comprar libros.
—Luis —dijo él—, ¿qué te parece si vamos al cine?
—¡Excelente!
—Voy a revisar qué películas hay en cartelera. ¿Te interesa alguna?
—Pues… Sí. Ya que lo mencionas, me interesa mucho ver Callas Forever. ¿La conoces?
—Hmmm… No. No la conozco. ¿Compro las entradas?
—No, mejor no. Espérate.
Yo ignoraba cuánto tiempo me llevaría recorrer las librerías que pensaba visitar. Es algo que suele extenderse sin que me fije en el paso de las horas. Terminé acodado en la baranda de un centro comercial y llamé a Oscar desde mi teléfono móvil. Me dijo que llegaría al cabo de media hora. Aproveché para tomarme un café sin apresuramientos y pensar en lo que estaba a punto de hacer. Él todavía evitaba mencionar a su novio, y yo lo imitaba sin vergüenza. Me pregunté si habrían roto su relación, si tal vez habían discutido o estaban separados temporalmente. Mirando el fondo de la taza me atreví a especular si estaría haciendo lo correcto, porque soy muy quisquilloso con estas cosas del amor. Lo cierto es que me sentía muy atraído por Oscar, por su sonrisa, la textura de sus manos, el color de sus ojos, la atención que prestaba a mis palabras, la charla tan fluida que lográbamos compartir, pero ¿era eso suficiente para dar un salto de fe? ¿O estaba malinterpretando todo lo que pasaba entre nosotros? Se me ocurrió que quizás Oscar me apreciaba como un amigo y nada más; aunque pronto deseché esta idea. Este tipo de impresiones suele ser fulminante: tú reconoces cuando otra persona se siente atraída por ti. Oscar llegó con un ligero retraso, pero no me importó porque la película aún no había comenzado.
—¿Quieres tomarte algo? —dijo.
—No, gracias; ya me tomé un café. Además, tenemos el tiempo justo. Vamos.
Él compró las entradas y buscamos dos asientos en la penumbra del cine. Callas Forever era una película de Franco Zeffirelli sobre los últimos días de la cantante Maria Callas, interpretada por Fanny Ardant. Jeremy Irons interpretaba a un álter ego de Zeffirelli que buscaba a la Callas para grabar una versión fílmica de la ópera Carmen. Esto ocurría durante los años finales de la diva, cuando la tecnología musical permitía superponer las grabaciones de sus viejas óperas a las imágenes filmadas en la actualidad de 1977. Al principio, ya sentados, con las escenas iniciales en la pantalla, me atemoricé un poco por la proximidad de Oscar. Incluso sopesé la idea de cómo podía reaccionar si él decidía tomarme de la mano. Dentro de la sala no había mucha gente porque se trataba de una película artística, así que no me importó si el contacto físico sucedía. Pero no pasó mucho tiempo antes de que Oscar comenzara a mostrarse incómodo en su asiento. Cambiaba de posición, carraspeaba, miraba de reojo en mi dirección, se rascaba el brazo.
—¿Te sientes bien? —dije.
—Sí, sí —dijo él—. Tranquilo.
Pero no me tranquilicé. Resultó difícil que concentrara mi atención en la película cuando al mismo tiempo notaba la inquietud de Oscar. ¿Sería por mí? ¿Habría alcanzado el punto exacto de inconformidad allí a mi lado? ¿Tal vez hizo falta que nos metiéramos en un sitio oscuro y cerrado para que él comprendiera la tontería que estábamos a punto de hacer? ¿Estaba pensando en su novio? Oscar se removía en su puesto y permanecía silencioso. Al cabo de veinte minutos noté que se inclinaba hacia mí:
—Luis, disculpa, te espero afuera, ¿sí?
Lo miré atónito.
—¿Por qué? ¿Qué pasó? ¿Te sientes mal?
—No, nada de eso. Te espero afuera. Tranquilo.
—Pero…
Ya Oscar estaba en el borde de su silla, dispuesto a levantarse, y sentí que mi curiosidad era inútil en ese momento; pero quise insistir:
—¿Pasa algo malo?
Oscar se inclinó hacia mí y bajó la voz.
—No pasa nada —dijo—. Discúlpame. Es que la película no me gusta y me parece aburrida. Quédate aquí. Termina de verla. Yo te espero afuera. Voy a tomarme un café.
Se levantó de inmediato y me quedé con la boca abierta. Los engranajes de mi mente se pusieron en movimiento empujados por un aria de la Callas. ¿Cómo podía parecerle aburrida? ¿Cómo no podía gustarle? Maria Callas era, y es, una de mis artistas favoritas. A pesar de los que critican el filo rugoso de su voz, a mí me sigue conmoviendo como la primera vez. Además, la actuación de Fanny Ardant en la pantalla era deslumbrante. Me quedé allí sentado, incómodo, aturdido, sin entender bien lo que acababa de suceder. Cuando la película terminó, y salí, encontré a Oscar sentado frente a una mesa de un café cercan
Muchos años después, acostados en dos hamacas equidistantes en el corredor de su casa, mi amiga Rosamer pronunciaría unas palabras que sólo entonces me ayudaron a comprender lo sucedido con Oscar en Caracas. “Ay, amigo”, me dijo ella, “tienes que entenderlo: hay relaciones que nacen con fecha de caducidad. Algunas veces se transforman en abortos involuntarios. Nacen sin vida, pues”. Y yo me quedé callado, pensando en él, mirándonos de nuevo en aquella mesa del centro comercial, con el eco de la música todavía en mis oídos, compartiendo sendas sonrisas rotas y frases suplementarias para alargar el momento de la despedida. No volví a saber de él, por supuesto; y creo que los dos nos sentimos satisfechos de ese resultado. Quizás a él no le interesaba comenzar una relación con un gay que parecía una doña prematura aficionada a la ópera; pero lo cierto es que a mí tampoco me interesaba iniciar un romance con un tipo atractivo que despreciaba la voz más sublime que había cantado en todo el siglo XX.
—¿Soy muy exigente —le dije a Rosamer— por querer un novio que comparta mis gustos musicales?
—Sí, tal vez. Un poquito.
—Porque… Se supone que las diferencias enriquecen, ¿no?
—Ajá, querido —dijo ella—; pero en tu caso, parece que son diferencias irreconciliables.

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