10 de abril de 2018

Lectura callejera.



Hay una larga fila de gente para entrar al banco. Respiro profundo. Le pregunto al vigilante sobre el proceso de entrada, porque sólo haré un par de depósitos en cheques. Él me mira con expresión de hastío y dice que debo formarme con los demás. Obedezco de inmediato. Como tantas otras veces, saco de mi bolso el volumen que estoy leyendo para pasar el tiempo de espera. Es “Instrucciones para leer este libro”, de Fedosy Santaella. Poco a poco, las conversaciones a mi alrededor se apagan; me concentro en la lectura. Ciertas historias me sacan alguna carcajada involuntaria y espontánea. Reconozco que suelo disfrutar bastante con los relatos de Fedosy Santaella. Hay un humor corrosivo y solapado en ellos, como si se tratara de un chiste privado. Uno pasa de la sonrisa a la risa con facilidad. Mis vecinos en la fila me miran sin disimulo. Les devuelvo la mirada antes de explicarles que varias historias en el libro me resultan graciosas. La señora que está dos puestos más atrás pregunta quién es el autor. Se lo digo. El hombre que me precede quiere saber de qué va el libro. Intento explicárselo, pero a mitad de camino pienso que es mejor ofrecerles una muestra pequeña y leo en voz alta un par de textos que ocupan media página, a veces menos que eso. Todos sonríen. La anciana que está justo detrás de mí, y que se mantuviera callada hasta entonces, ríe con retraso. Nos dice que no lo había entendido al principio. Eso nos obliga a compartir otra amplia sonrisa a todos.
Animado por mis vecinos en la fila, que se han agrupado en torno a mí, sigo leyendo fragmentos en voz alta. Parece que a todos les gusta porque ninguno me interrumpe. Es una sensación muy peculiar leer para los otros, en plena calle, apoyado contra la pared de vidrio del banco, porque son caras desconocidas que tal vez no volveré a ver de nuevo; pero me resulta estimulante. La fila avanza con lentitud y al final logramos penetrar al banco. Nos separamos. Me lleva casi una hora hacer mis depósitos. Al terminar, de camino hacia la puerta, una mano me sujeta por el brazo. Es una señora sonreída que se disculpa por el atrevimiento, pero quiere anotar los datos del libro para ver si lo consigue. Le sonrío de vuelta antes de ofrecerle el ejemplar que tengo aún en la mano. Ella anota todo en una agenda pequeña, con letra diminuta. Intercambiamos otra sonrisa y salgo a la calle, con la certeza de que si nos propusiéramos compartir nuestras lecturas en las filas que nos agobian quizás, sólo quizás, las esperas no serían tan monótonas y belicosas. Sólo quizás.

No hay comentarios.: