21 de mayo de 2018

Las cenizas del voto (o de cuántos palos aguanta una piñata sin caramelos).





                Miré el gesto lento de su mano al abandonar la taza sobre el platillo y luego apartarla a un lado. El tintineo agudo de la porcelana como una queja retrasada entre nosotros.
                    —Me siento tan mal —dijo—. Qué arrechera tan grande cargo. Voy a fumarme otro cigarro.
                La misma mano de antes extendió los dedos para sujetar el paquete de Belmont Switch, sacó un cigarrillo y lo encendió con rapidez. Hizo una profunda inhalación y después botó el humo azulado como si se tratara de una tóxica liberación, como si algún peso insoportable se convirtiera en algo vaporoso e intangible. Volvió a dar otra calada al cigarrillo antes de hablar.
                —Discúlpame que viniera a fastidiarte con esto. No sabía dónde más ir.
                —No te preocupes por eso —dije—. Tú sabes que yo entiendo. No es fácil.
           —¡Coño! —pareció agarrar energía de pronto—. Y mis primas que no pueden ser más atorrantes. ¡Verga! Me tienen arrecho con todos los mensajes que publican, que si votar es de traidores, que si el que vota no quiere a su mamá, que si de verdad quieres a Venezuela no deberías votar… ¡Claro! Qué sabroso es criticar desde lejos, con la nevera llena, sin las preocupaciones que uno tiene encima. ¡No me jodan! Te lo juro: he estado a punto de bloquearlas en el Facebook…
                —Yo sé, Negro… Pero recuerda que cada quien ve las cosas desde su punto de vista. Ellas tuvieron que mudarse y empezar desde cero, en otra ciudad, con otra gente…
               —¡No vengas tú a defenderlas! ¡Es el colmo!
              —No, chico; no se trata de eso. Es que a mí me gusta ver las cosas desde sus diferentes ángulos. Es una de mis debilidades. No todo es blanco y negro.
               Dio otra calada al cigarrillo y continuó:
               —Coño, vale, es que no se ponen en mi lugar. ¿Cómo hago, ah? ¿Cómo hago? Estoy solo con mi mamá. Eso es lo que nadie entiende. ¿Cómo hago para comprarle las medicinas? ¿La comida?
               Coloqué el brazo encima de la mesa, la mano extendida hacia él.
             —Negro, a mí no tienes que darme explicaciones. Yo te entiendo. Sé que desde que tu hermana se fue, no la has tenido fácil. Hay muchos matices de gris en todo esto.
              —¿Tú te imaginas que me boten? ¿Ah? ¿Cómo hago con mi mamá?
              Mi amigo rozaba la línea de la frustración, de la lástima, en la superficie, pero mucho más abajo hervía su cólera, una molestia demasiado grande para transformarla en ceniza con varias caladas de su cigarrillo.
          —Coño, mi mamá es una mujer enferma, chamo. Desde que mi papá se murió yo he tenido que encargarme de todo, y tú lo sabes, a ti te consta. Ya ni salgo. ¡Coño, ni siquiera tiro! ¿Con qué tiempo?
                Aparté la mano para beber un sorbo de café. Él sólo quería desahogarse, era evidente.
            —De quince que en teoría somos en la oficina, apenas quedamos cuatro. ¡Cuatro! Tengo el carro jodido. Ni te cuento lo que me dijo el mecánico. Pero igualito me voy todos los días en la mañana a abrir la puta oficina, a lidiar con mi trabajo, sin hora de salida. Tengo los pies escoñetados. Eso es lo peor: tan marico que soy con los pies. Tengo la piel muy sensible, y la caminadera me los terminó de joder. ¡Ah!, pero si no es por el pendejo que va y viene todos los días…
             —Yo sé, Negro; yo lo sé…
             —Yo sé que tú lo sabes, chico, pero estoy drenando… ¿No puedo drenar, coño?
             Ambos nos permitimos una débil sonrisa. La primera desde su llegada.
             —¿Quieres más café? —le pregunto.
             —Sí. ¿Tienes?
             —Aquí pueden faltar muchas vainas pero, ¿café?, nunca. Mientras haya café, aguanto la pela. Hay que tener…
               Él me interrumpió; o, mejor dicho, los dos lo dijimos al mismo tiempo:
               —¡Tolerancia!
               —Tolerancia…
               —Sí —siguió el Negro—, con eso me vives jodiendo. Hoy tengo la puta tolerancia en cero.
            Me levanté para buscarle más café. Le pregunté qué pasaría a continuación mientras iba hasta la cocina para llenarle la taza.
                —Ahora a esperar los malditos resultados. Eso es todo. Pasé por el punto rojo y les entregué el carnet. Lo escanearon y otra de las carajas anotó los datos de la cédula. Pero igualito no van a hacer nada con eso. Las tipas del CNE tienen esa vaina arreglada quién sabe desde cuándo. Los pendejos son los que siguen creyendo en pajaritos preñados.
                Volví a ocupar mi puesto frente a él y dejé la taza llena entre nosotros.
                —Todavía está tibio, Negro. ¿O quieres que te lo caliente?
                —No, tranquilo. Yo me lo bebo así.
                —Pero tu mamá no votó.
                Lo dije como una afirmación, pero era más una pregunta que otra cosa.
              —¡No! —abrió mucho los ojos—. Le conseguí un reposo con el médico y la dejé en la casa con la vecina. ¿Tú te imaginas? Ahí sí es verdad que termina de morirse la vieja, si la llevo obligada para que vote. ¡Coño!
                —Yo sé que es tonto repetírtelo, pero hay que tener paciencia, Negro.
                —Yo lo sé, coño, ¡yo lo sé! Abajo, bien abajo, yo lo sé; pero ¿cómo se lo explico a mi yo de arriba? ¡Ah!, pero espérate: lo mejor vendrá mañana, ya tú vas a ver. La tiradera de piedras no va a ser normal. ¡Verrrrrrga!, eso es lo que más me arrecha, chamo… —y aplastó la colilla del cigarrillo con violencia, haciendo saltar pequeñas chispas anaranjadas alrededor.
                —Bébete el café, antes de que te dé una vaina.
                Detallé su rostro mientras él bajaba la mirada para sujetar la taza. Estaba sudado, los rasgos faciales parecían a punto de disolverse, como si un prolongado efecto de derretimiento estuviese ya en su fase final. Ya no era el mismo hombre obeso que había conocido en un principio y si seguía diciéndole “gordo” de vez en cuando, creo, era por cariño o por efecto de la costumbre. Respiré profundo porque no me hubiese gustado estar en sus zapatos, debajo de esa pesada carga existencial.
                —Lo siento, Negro —se me salió—. Lo siento mucho.
                —Nah… Qué más voy a hacer.
                Y dejó caer los hombros con la misma dejadez con la que abandonó la taza sobre la mesa.
                —¿Sabes algo? De repente es una pendejada, pero lo estaba pensando anoche: con todo y los peos que ellos tienen, las acusaciones y sanciones, si te pones a ver, parece que están más unidos que nosotros. Forman un solo bloque. Y nosotros, que tenemos años dándole palos a esta piñata, todavía seguimos peleándonos por el garrote. Y lo peor es que ya no quedan caramelos en esa verga. Hasta en eso fueron más inteligentes: en dividirnos hasta en lo más mínimo: los que se fueron, los que se quedaron, los que votan, los que no, los que critican a los que se fueron, los que critican a los que se quedaron y no hacen nada, los que cobran los bonos, los que estiran la quincena, los que se toman fotos, los que no. Es muy arrecho…
            —Es que son unos bichos, mi alma. Tú no tienes idea —dijo y movió la cabeza en un gesto negativo—. Lo que pasa es que tú no tienes que trabajar con ellos y batir el barro como lo hago yo todos los días. ¡No joda! Si yo te contara…
           —¿Por qué, Negro? —pero sentí de inmediato que mi pregunta tenía un acento de ingenuidad mal colocado.
              —¡No! —se sonrió—. ¡Estás como loco! Tú eres muy peligroso, no joda. Después sales y lo cuentas. Tú no te guardas nada. ¿Qué te crees? ¿Que no te he leído? El que se confiese contigo es porque se siente suicida en las redes sociales —y se echó a reír, aunque era una risa amarga.
          —Eso no es así. No hables pendejadas. Cualquiera que te oye va y cree que yo tengo una gran audiencia, carajo. Ay, sí, Nelson Bocaranda y tal.
                —Bueno, no Nelson Bocaranda, pero igual te leen, mi alma.
                Alcé las cejas y solté una larga exhalación.
               —No puedo evitarlo, Negro. Cada quien hace lo que puede, desde donde puede. Yo tengo que escribir. Es lo que me apasiona. Ojalá pudiera hacerlo mejor. Pero es lo que aporto. Ése es mi grano de arena; contar, decir las cosas, describirlas, para que otros traten de entender lo que pasa aquí. Aunque no lo creas, a mí me molesta mucho cuando hablan paja, cuando opinan sin saber, cuando tiran piedras sin mirar dónde caen…
              —¡No joda! ¿Y me lo dices a mí? ¿Ya te conté de mis primas? —pero lo dijo de una forma irónica que nos hizo sonreír.
              —No son las únicas, Negro. Recuerda que ahora todo el mundo siente una compulsión violenta de opinar, de juzgar, de señalar los errores del otro. Es una bola que corre cuesta abajo y nadie la va a detener. De vez en cuando esa vaina me deprime, pero trato de no prestarle tanta atención. Me limito a contar mi pedacito del rompecabezas y ya. Cada quien que saque las conclusiones que quiera, ¿sabes?
                —Coño, pero es que si las vieras cómo critican y lanzan puyas. Ellas creen que no me doy cuenta, lo que pasa es que me hago el pendejo. Pero ¿por qué no se vienen a echarle bolas como yo? Ajá, qué de pinga: renuncio porque no estoy de acuerdo con este gobierno, porque me parece que lo que hacen está mal, chévere, yo renuncio, ajá… ¿Y después? ¿Qué coño hago después? ¿Qué como y qué medicinas le compro a mi mamá? ¿De qué vivimos? En eso no piensan esas coñosdemadre. Eso no importa. El Negro y la vieja que se jodan…
                Estiré la mano para agarrar mi taza, pero desistí a medio camino. Dije:
           —Y lo peor es que hay mucha gente como tú, Negro… Gente ignorante. Gente que no sabe. Lamentablemente hay que caer en ese lugar común: somos un país muy, muy ignorante. Nos falta mucha cultura política. Y nos acostumbramos a los bonos y a las bolsas de comida.
                —No, mi alma. Qué te cuento. Si es que antes de venirme para acá pasé por donde el árabe a comprar los cigarros. ¡No joda! Para comprar cigarros sí había cola; para votar, no, pero para comprar el vicio, sí, no joda. ¿Puedes creer que la cola llegaba a la esquina? ¡Sólo para comprar cigarros! Esa vaina se cuenta y no se cree. Así de jodidos estamos. ¡Es el rancho! ¡El rancho en la cabeza!
                Apreté los labios, indeciso si arriesgarme o no. El Negro puede ser muy radical cuando se lo propone.
                —Bueno, chico… —dije—. A ver… También hay gente que no sabe, gente que no entiende todo lo que hay en juego. Son mentes a corto plazo. No miran más allá de sus narices, y mientras puedan fumar o comerse una arepa o beberse una cerveza, pues, qué carajo…
                —Coño, tú sí eres arrecho…
             —Pero es la verdad, Negro… Tú mismo lo has visto antes. Llevamos 20 años en esto. Tú no puedes cambiar esa mentalidad de un día para el otro.
                Su torso de convulsionó en una pequeña carcajada.
           —Como quieras que lo pongas —dijo—, estamos jodidos. El último que apague la luz, no joda. Recojan los platos. Bueno…
                Y se incorporó de la silla. Abrió los labios para decir algo, pero no dijo nada.
                —¿Seguro no quieres más café? —le dije.
              —No. Ya tengo sobredosis de cafeína y de arrechera por el día de hoy. Además, la caminata es larga hasta la casa y el café me da muchas ganas de orinar. ¡Ah! Porque te cuento que ya vamos para dos semanas sin agua. Una puta llave que se rompió y que no la consiguen. Yo no puedo comprar más cisternas. Yo le dije a mi mamá que viera a ver cómo hace con los baños. Estamos usando el agua de los pipotes. Estoy ligando que arranque a llover, para llenarlos; pero ni eso.
                —Estamos jodidos, Negro —dije, incorporándome también.
                —Por donde lo quieras ver, querido. Hoy, gane quien gane, perdemos todos. Así de sencillo.
                Sonreí y bajé la mirada. Asentí al digerir sus palabras.
                —Coño, sí: gane quien gane, salimos perdiendo todos.

14 de mayo de 2018

Colección DeBolsillo Contemporánea.



Creo que fue en la Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo. Había un mesón enorme donde estaban expuestos los diferentes volúmenes. Muchos volúmenes, de acuerdo a mi golosa memoria. Pero no logro recordar cuál era la editorial que estaba encargada de aquella muestra. Toda mi atención estaba puesta en el arte de las distintas portadas que diferenciaban a un autor del otro. Era la primera vez que me fijaba en la Colección Contemporánea de la editorial DeBolsillo. No voy a engañarlos ni a engañarme a mí mismo al inventar nombres para llenar ese lejano mesón en mi memoria, pero me atrajo la portada de uno de aquellos libros. Era de Philip Roth: Zuckerman encadenado. Varias teclas calcinadas de una máquina de escribir. Un rectángulo amarillo con el nombre del autor y el título de la novela. Y ese pequeño rectángulo se repetía en todas las portadas, algunas veces más arriba y otras un poco más abajo. Parecía el sello distintivo de la editorial. Me parece que a partir de ese momento busqué con una mirada entrenada ese pequeño rectángulo en las portadas o el doble color (amarillo y negro) de los lomos de la colección. Con el paso del tiempo aprendí a identificar con un rápido vistazo cualquier título de DeBolsillo en medio de una torre de libros. Algunos títulos llegaron con facilidad. Ciertos autores también. Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar parecía repetirse bastante, o Boquitas pintadas de Manuel Puig. Relatos de mar y tierra de Álvaro Mutis o Tratado de las pasiones del alma de António Lobo Antunes. El viejo y el mar de Ernest Hemingway fue otro de los volúmenes que encontré durante mis primeras búsquedas. Más adelante comprendí que cada autor tenía su arte particular para las portadas. Así, por ejemplo, los libros de Lobo Antunes presentaban distintas series de azulejos portugueses detrás del rectángulo acostumbrado. Los títulos de Alberto Moravia explotaban en tonos amarillos con una figura central en blanco y negro. Los de Salman Rushdie y V. S. Naipaul utilizaban coloridas ilustraciones hindúes. Todos los de J. M. Coetzee eran en blanco y negro. Y todos los de Franz Kafka mostraban diferentes retratos del autor austrohúngaro. Sobre la marcha también descubrí una particularidad adicional. No se trataba solamente de uno o dos volúmenes por autor, sino que algunos de ellos parecían gozar del raro privilegio de que publicaran muchas de sus obras dentro de la colección. Con el paso de los años se desarrolló en mí una ansiedad obsesiva por estos libros. Algunas veces me sentía como un niño que gastaba lo que tenía y lo que no tenía en sobres de barajitas para llenar su álbum. Supongo que los que pertenecen a las generaciones pre-digitales pueden comprenderme mejor.
Un vicio literario. No pude parar. Y es que la gente de la editorial parecía haber escogido un abanico de autores imprescindibles para la colección Contemporánea: Gore Vidal, Cormac McCarthy, W. Somerset Maugham, Katherine Mansfield, Toni Morrison, César Aira, Elfriede Jelinek, F. Scott Fitzgerald, D. H. Lawrence, Elias Canetti, Iris Murdoch, Christopher Isherwood, Saul Bellow, Amos Oz, Hermann Broch, Javier Marías, Truman Capote, Susan Sontag, Cees Nooteboom, W. B. Yeats, Ambrose Bierce, Doris Lessing, Simone de Beauvoir, Dylan Thomas, Dorothy Parker, Graham Greene, Gabriel García Márquez e incluso los 7 tomos separados de la gran novela de Marcel Proust: En busca del tiempo perdido. Ahora los reto a ponerse en mi lugar. Por favor, ¿cómo podía evitar entregarme en cuerpo y mente a esta búsqueda silenciosa y entusiasta?
Visitar librerías, tiendas de libros de segunda mano, sitios web de venta de libros usados, asistir a cuanto cambalache de libros se atravesara, viajar en autobús a otras ciudades porque un amigo allá creyó haber encontrado una librería con muchos de “esos libros raros que tú buscas” (y estar en lo cierto y gastar incluso parte del pasaje de regreso porque era como haber encontrado la veta madre), prestar atención a las bibliotecas de los amistades literarias y rogar e insistir para que acepten algún intercambio o venta si poseen un título que yo no tuviera (me ha tocado mostrarme impertinente), fastidiar a mi padre porque viajaría a otro país y entregarle una lista con títulos y las direcciones de diferentes librerías; pero también las inesperadas sorpresas de que una amiga que vive en Nueva York te avise que vendrá al país y sin preámbulos te pregunte cuál título de la colección necesitas.
Debe ser por eso que me alegró muchísimo recibir el mensaje de mi querida amiga Olga Colmenares para avisar que estaría por poco tiempo en Caracas y para preguntarme (con foto de por medio) si tenía esos títulos en mi colección. Fue una sorpresa monumental porque a estas alturas ya tiendo a tirar la toalla. Lo que quiero decir es que dada la situación del país, el cierre de muchas librerías, la reedición de la colección en otro formato (porque la que me empeciné en reunir está descontinuada desde el 2007), y regresar con las manos vacías en cada intento, no ayuda mucho a mantener el entusiasmo burbujeante. Pero no me malinterpreten, sigo siendo un idealista empedernido y creyendo que una sorpresa se esconde detrás de cada esquina. Y la querida Olga me lo acaba de confirmar. Mi sonrisa fue mayúscula. De nuevo la sensación de sentirme como un niño en la mañana de Navidad. A ella se lo agradecí ya, pero aprovecho para reiterárselo por aquí, porque por más que insista, jamás podré agradecérselo lo suficiente. Es un hermoso gesto que ha significado mucho para mí, especialmente porque se relaciona de forma directa con mi colección DeBolsillo.
Yo supongo que a estas alturas, si han leído hasta aquí, entenderán mejor mi tornillo flojo en lo que se refiere a los títulos de la colección Contemporánea de la editorial DeBolsillo. Ahora, de vez en cuando, me siento frente a la pantalla de la laptop y busco en Google imágenes de las portadas de los libros que no tengo. Es como pararse frente a una vidriera de exhibición sin tener una moneda en el bolsillo. Sólo mirar y apoyar la frente contra el vidrio. La mayoría de los libros que veo están en oferta en otros países. Un amigo de Bogotá me comentó en una oportunidad que allá hay una librería vieja que se especializa en los títulos de esta colección, es decir, que sólo vende libros de DeBolsillo. Sentí que se me aguaron los ojos cuando me lo dijo. Pero yo insisto. Y aquí me tienen, echándoles un cuento enrevesado sobre un regalo literario que no esperaba y el desarrollo de una obsesión que se resiste a abandonarme a pesar de la crisis que me rodea. Como colofón de la historia, me animo a compartir con ustedes la dirección de una cuenta en Instagram que abrí para colgar las portadas de los libros que iba consiguiendo. Paré allí en 275, pero gracias a Olga alcanzo la cifra de 279 ejemplares. Y me parece que no es una cifra desdeñable. No, señor. Nada desdeñable.

2 de mayo de 2018

Naufragio.



La mayoría de las mujeres llegó con abanicos. La junta de condominio había pautado una reunión para las 7 pm en el apartamento 1A y casi media hora después, estábamos sentados formando una U junto a los ventanales del balcón. Ni un soplo de brisa. El ruido de la calle fue amortiguándose hasta desaparecer al cabo de otra media hora. De vez en cuando sonaba la música que provenía de algún taxista errabundo o la bocina de alguien apresurado en el semáforo de la esquina. La charla dentro del apartamento se estimuló con la primera ronda de tazas de café, mientras se intercambiaban impresiones sobre el precio de la carne y los lugares recién descubiertos para conseguir huevos sin pagarlos en efectivo. El presidente de la junta de condominio repartió un grupo de hojas llenas de cuadros y números, y comenzó:
—Bueno, señores y señoras —dijo con su voz atronadora de militar retirado—, tenemos que tomar una decisión.
Hubo una pausa. Cierta porcelana indiscreta se quejó cuando la taza golpeó contra el plato y la cucharilla. Más abanicos se abrieron con un chasquido amortiguado. El hombre sentado a mi derecha en una amplia poltrona revisó las hojas impresas sin levantar la vista.
—Ustedes saben —siguió el presidente de la junta de condominio— que la conserje se va.
Otra pausa.
—Amanda está enferma y sus hijas prefieren llevársela a Ecuador. Allí no nos podemos meter. Es una decisión familiar que no nos compete.
La mirada del presidente de la junta de condominio se paseó por nosotros de ida y vuelta.
—Ellas dicen que allá las hermanas de Amanda la pueden atender mejor y eso tampoco lo podemos negar. Han tenido muchos problemas con las medicinas y es preferible que se vaya porque su salud está en riesgo. Eso lo sabemos todos.
Una de las señoras mencionó a su hijo en Perú. Otra le respondió. Una tercera dijo algo en voz baja sobre su hija en Colombia. La voz de trueno del presidente de la junta de condominio las redujo sin contemplaciones.
—Yo propongo que en lugar de conseguir otro conserje, se contraten los servicios de uno de esos equipos que trabajan tres veces a la semana. Vienen, limpian, arreglan y se van. Y así también reducimos costos. Vamos tomando notas.
Uno de los hombres bajó la vista para anotar algo en una hoja. La señora con el hijo en Perú preguntó qué se podía hacer. El presidente de la junta de condominio se lo repitió.
—Ajá —dijo él—. Preste atención, señora. No se distraiga. Al final votaremos por la mejor decisión que nos convenga a todos. Seguimos —e intercambió una mirada con el hombre que anotaba en una hoja blanca—: otro asunto importante es lo de los bombillos. Señores, no puede ser que se estén robando los bombillos de los pasillos. ¿Qué es esto?
Una de las señoras lo confirmó y el doctor del tercer piso intervino para recordarnos el precio de los diferentes bombillos. Otra mujer sugirió un puesto callejero donde ella había visto que reparaban los bombillos para reutilizarlos. Dijo que podía ser una opción. El presidente de la junta de condominio tronó que la mejor solución era no robarse los bombillos. Bajé la mirada para leer las hojas que tenía en el regazo. Todo estaba explicado allí. Una relación de gastos. Recordé mis viejas clases de contabilidad. Lo que entraba y lo que salía. Ingresos y egresos. Deudas acumuladas en los pagos de los recibos del condominio. Alcé la mirada, tropecé con los ojos de la dueña del apartamento y me preguntó con un gesto si quería más café. Respiré profundo y asentí. La reunión prometía alargarse bastante, pero había que tomar decisiones.
—Hay gente que sale en las mañanas —dijo el presidente de la junta de condominio— y no regresa sino hasta en la noche. Y no se preocupan por lo que sucede en el edificio. Aquí no vivo yo solamente, o mi mujer. Se supone que todos debemos estar pendientes si llegó el agua y se está botando en el estacionamiento, o si hay que comprar los bombillos, o las bolsas para la basura… ¿Ustedes saben cuánto está costando cada bolsa? ¿Ah? ¿Cada bolsa? Y lo que costó ayer no es lo mismo que va a costar la semana que viene.
Algunas mujeres lo confirmaron en un murmullo. La dueña del apartamento se acercó con la jarra del café y llenó mi taza. Se inclinó para decirme en un susurro que iba a preparar la cena y que si me provocaba luego comer con ellos. «Nada del otro mundo», dijo, «bollitos con mantequilla y queso, que es lo que les gusta a los muchachos. Y unos granos que quedaron del mediodía». La miré y asentí con discreción. Compartimos una sonrisa antes de que siguiera llenando otras tazas. El presidente de la junta de condominio nos dijo que la familia del piso 8 se iba y aún no se decidían sobre el apartamento: alquilarlo o venderlo, porque los hijos tenían opiniones divergentes. Él siguió hablando sobre la urgencia de que nos pusiéramos al día con las cuotas especiales del condominio para reparar el segundo ascensor y luego aparté los ojos de su voz ronca para mirar por las ventanas del balcón. En ese momento se me ocurrió por primera vez que nos enfrentábamos a un naufragio lento e irreversible, y que no había botes de salvamento para todos los pasajeros del barco. Tal vez los que habían saltado al agua, al principio, tuvieron mejor suerte; o los que abordaron esos botes con determinación mientras el resto insistía con que aún quedaba tiempo, que eran unos alarmistas, unos traidores y quién sabe qué otras pendejadas. Volví mi atención a lo que se decía.
—Allí tienen el estimado actualizado —y no pudo reprimir una sonrisita irónica— de la reparación del ascensor. Tenemos que resolverlo lo más pronto posible. Ustedes saben que para el mes que viene ese precio se puede duplicar.
—O más —acotó el doctor del tercer piso.
Otro sorbo de café. Un guarapo caliente y dulce, como a mí me gustaba. Regresé a las nubes anaranjadas del exterior. Ahora la conserje también se iba. Con sus hijas. Como la hija de la señora del sexto piso. O los hijos del presidente de la junta de condominio: uno en Estados Unidos y la otra en Costa Rica. Giré la cabeza para mirar a mis vecinos con discreción. El doctor del tercer piso acababa de despedir a su única hija, recién casada, con rumbo a Chile. Observé que estaba rodeado de muchas personas mayores, hombres y mujeres profesionales y con buena situación económica, pero renuentes a salir del país, aunque casi todos ya seguros de haber sacado a sus hijos a tiempo. ¿Quién se había ido primero? ¿Hace cuánto? Ya no vería la afable sonrisa de la conserje. Ellas subirían en el siguiente bote. Tenían puestos asignados. Podían respirar con cierta tranquilidad. Se iban. Abandonaban el naufragio. Quedábamos otros. Algunos estaban muy cerca de la banda que amenizaba el hundimiento con música de cámara, como en el Titanic, con canciones que hablaban de esperanza, de un futuro mejor, de resistencia, de perseverancia, de sacrificios necesarios; otros se amontonaban cerca de los botes restantes, peleando por un puesto, pagando por ellos con todo el dinero que habían podido recoger a bordo, lanzando la mirada hacia los miembros de su familia que saludaban desde el mar.
—Cada vez será peor —dijo el presidente de la junta de condominio—, y se pondrá mucho peor. Hay que ser realistas. Y mientras tanto, ¿qué hacemos? ¿Dejamos que se nos caiga el edificio encima? ¿Nos mudamos? ¿Adónde? ¿Ah?
Asentí con un movimiento lento y con pensamientos agridulces. Recordé que los hijos de mi prima deberían estar saliendo esa misma noche en un autobús rumbo a Quito, para después seguir hasta Buenos Aires. Más gente en los botes de salvamento. Pero al mismo tiempo menos botes de salvamento. ¿Qué pasaría cuando comenzaran a acabarse esas embarcaciones a través de negativas o filtros migratorios? ¿Adónde nos mudaríamos? ¿Adónde iríamos? Los que esperamos demasiado para abandonar el barco. Los que prefieren quedarse en el barco. Los que imaginan un futuro peor en alta mar y prefieren arriesgarse a bordo. Los que creen que algún buque milagroso nos alcanzará antes de que termine la madrugada. Los que nos miran desde una lejana orilla. Los que guardamos silencio y nos limitamos a ver a los demás. Los que aprietan los dientes y alzan el puño en medio de la desesperación. Los que lloran con lágrimas mudas porque saben algo que los otros ignoran. Los que han visto el fondo del mar con espanto en sus ojos. Los que se cruzan de brazos y piden a la orquesta que toque más canciones. Y los que miramos esos últimos botes alejarse con siluetas de mirada empañada y hombros temblorosos.
—Señores —dijo el presidente de la junta de condominio con su voz atronadora de militar retirado—, hay que arrimar el hombro, porque en este mar de la felicidad con que nos jodieron tenemos que remar todos juntos.