21 de mayo de 2018

Las cenizas del voto (o de cuántos palos aguanta una piñata sin caramelos).





                Miré el gesto lento de su mano al abandonar la taza sobre el platillo y luego apartarla a un lado. El tintineo agudo de la porcelana como una queja retrasada entre nosotros.
                    —Me siento tan mal —dijo—. Qué arrechera tan grande cargo. Voy a fumarme otro cigarro.
                La misma mano de antes extendió los dedos para sujetar el paquete de Belmont Switch, sacó un cigarrillo y lo encendió con rapidez. Hizo una profunda inhalación y después botó el humo azulado como si se tratara de una tóxica liberación, como si algún peso insoportable se convirtiera en algo vaporoso e intangible. Volvió a dar otra calada al cigarrillo antes de hablar.
                —Discúlpame que viniera a fastidiarte con esto. No sabía dónde más ir.
                —No te preocupes por eso —dije—. Tú sabes que yo entiendo. No es fácil.
           —¡Coño! —pareció agarrar energía de pronto—. Y mis primas que no pueden ser más atorrantes. ¡Verga! Me tienen arrecho con todos los mensajes que publican, que si votar es de traidores, que si el que vota no quiere a su mamá, que si de verdad quieres a Venezuela no deberías votar… ¡Claro! Qué sabroso es criticar desde lejos, con la nevera llena, sin las preocupaciones que uno tiene encima. ¡No me jodan! Te lo juro: he estado a punto de bloquearlas en el Facebook…
                —Yo sé, Negro… Pero recuerda que cada quien ve las cosas desde su punto de vista. Ellas tuvieron que mudarse y empezar desde cero, en otra ciudad, con otra gente…
               —¡No vengas tú a defenderlas! ¡Es el colmo!
              —No, chico; no se trata de eso. Es que a mí me gusta ver las cosas desde sus diferentes ángulos. Es una de mis debilidades. No todo es blanco y negro.
               Dio otra calada al cigarrillo y continuó:
               —Coño, vale, es que no se ponen en mi lugar. ¿Cómo hago, ah? ¿Cómo hago? Estoy solo con mi mamá. Eso es lo que nadie entiende. ¿Cómo hago para comprarle las medicinas? ¿La comida?
               Coloqué el brazo encima de la mesa, la mano extendida hacia él.
             —Negro, a mí no tienes que darme explicaciones. Yo te entiendo. Sé que desde que tu hermana se fue, no la has tenido fácil. Hay muchos matices de gris en todo esto.
              —¿Tú te imaginas que me boten? ¿Ah? ¿Cómo hago con mi mamá?
              Mi amigo rozaba la línea de la frustración, de la lástima, en la superficie, pero mucho más abajo hervía su cólera, una molestia demasiado grande para transformarla en ceniza con varias caladas de su cigarrillo.
          —Coño, mi mamá es una mujer enferma, chamo. Desde que mi papá se murió yo he tenido que encargarme de todo, y tú lo sabes, a ti te consta. Ya ni salgo. ¡Coño, ni siquiera tiro! ¿Con qué tiempo?
                Aparté la mano para beber un sorbo de café. Él sólo quería desahogarse, era evidente.
            —De quince que en teoría somos en la oficina, apenas quedamos cuatro. ¡Cuatro! Tengo el carro jodido. Ni te cuento lo que me dijo el mecánico. Pero igualito me voy todos los días en la mañana a abrir la puta oficina, a lidiar con mi trabajo, sin hora de salida. Tengo los pies escoñetados. Eso es lo peor: tan marico que soy con los pies. Tengo la piel muy sensible, y la caminadera me los terminó de joder. ¡Ah!, pero si no es por el pendejo que va y viene todos los días…
             —Yo sé, Negro; yo lo sé…
             —Yo sé que tú lo sabes, chico, pero estoy drenando… ¿No puedo drenar, coño?
             Ambos nos permitimos una débil sonrisa. La primera desde su llegada.
             —¿Quieres más café? —le pregunto.
             —Sí. ¿Tienes?
             —Aquí pueden faltar muchas vainas pero, ¿café?, nunca. Mientras haya café, aguanto la pela. Hay que tener…
               Él me interrumpió; o, mejor dicho, los dos lo dijimos al mismo tiempo:
               —¡Tolerancia!
               —Tolerancia…
               —Sí —siguió el Negro—, con eso me vives jodiendo. Hoy tengo la puta tolerancia en cero.
            Me levanté para buscarle más café. Le pregunté qué pasaría a continuación mientras iba hasta la cocina para llenarle la taza.
                —Ahora a esperar los malditos resultados. Eso es todo. Pasé por el punto rojo y les entregué el carnet. Lo escanearon y otra de las carajas anotó los datos de la cédula. Pero igualito no van a hacer nada con eso. Las tipas del CNE tienen esa vaina arreglada quién sabe desde cuándo. Los pendejos son los que siguen creyendo en pajaritos preñados.
                Volví a ocupar mi puesto frente a él y dejé la taza llena entre nosotros.
                —Todavía está tibio, Negro. ¿O quieres que te lo caliente?
                —No, tranquilo. Yo me lo bebo así.
                —Pero tu mamá no votó.
                Lo dije como una afirmación, pero era más una pregunta que otra cosa.
              —¡No! —abrió mucho los ojos—. Le conseguí un reposo con el médico y la dejé en la casa con la vecina. ¿Tú te imaginas? Ahí sí es verdad que termina de morirse la vieja, si la llevo obligada para que vote. ¡Coño!
                —Yo sé que es tonto repetírtelo, pero hay que tener paciencia, Negro.
                —Yo lo sé, coño, ¡yo lo sé! Abajo, bien abajo, yo lo sé; pero ¿cómo se lo explico a mi yo de arriba? ¡Ah!, pero espérate: lo mejor vendrá mañana, ya tú vas a ver. La tiradera de piedras no va a ser normal. ¡Verrrrrrga!, eso es lo que más me arrecha, chamo… —y aplastó la colilla del cigarrillo con violencia, haciendo saltar pequeñas chispas anaranjadas alrededor.
                —Bébete el café, antes de que te dé una vaina.
                Detallé su rostro mientras él bajaba la mirada para sujetar la taza. Estaba sudado, los rasgos faciales parecían a punto de disolverse, como si un prolongado efecto de derretimiento estuviese ya en su fase final. Ya no era el mismo hombre obeso que había conocido en un principio y si seguía diciéndole “gordo” de vez en cuando, creo, era por cariño o por efecto de la costumbre. Respiré profundo porque no me hubiese gustado estar en sus zapatos, debajo de esa pesada carga existencial.
                —Lo siento, Negro —se me salió—. Lo siento mucho.
                —Nah… Qué más voy a hacer.
                Y dejó caer los hombros con la misma dejadez con la que abandonó la taza sobre la mesa.
                —¿Sabes algo? De repente es una pendejada, pero lo estaba pensando anoche: con todo y los peos que ellos tienen, las acusaciones y sanciones, si te pones a ver, parece que están más unidos que nosotros. Forman un solo bloque. Y nosotros, que tenemos años dándole palos a esta piñata, todavía seguimos peleándonos por el garrote. Y lo peor es que ya no quedan caramelos en esa verga. Hasta en eso fueron más inteligentes: en dividirnos hasta en lo más mínimo: los que se fueron, los que se quedaron, los que votan, los que no, los que critican a los que se fueron, los que critican a los que se quedaron y no hacen nada, los que cobran los bonos, los que estiran la quincena, los que se toman fotos, los que no. Es muy arrecho…
            —Es que son unos bichos, mi alma. Tú no tienes idea —dijo y movió la cabeza en un gesto negativo—. Lo que pasa es que tú no tienes que trabajar con ellos y batir el barro como lo hago yo todos los días. ¡No joda! Si yo te contara…
           —¿Por qué, Negro? —pero sentí de inmediato que mi pregunta tenía un acento de ingenuidad mal colocado.
              —¡No! —se sonrió—. ¡Estás como loco! Tú eres muy peligroso, no joda. Después sales y lo cuentas. Tú no te guardas nada. ¿Qué te crees? ¿Que no te he leído? El que se confiese contigo es porque se siente suicida en las redes sociales —y se echó a reír, aunque era una risa amarga.
          —Eso no es así. No hables pendejadas. Cualquiera que te oye va y cree que yo tengo una gran audiencia, carajo. Ay, sí, Nelson Bocaranda y tal.
                —Bueno, no Nelson Bocaranda, pero igual te leen, mi alma.
                Alcé las cejas y solté una larga exhalación.
               —No puedo evitarlo, Negro. Cada quien hace lo que puede, desde donde puede. Yo tengo que escribir. Es lo que me apasiona. Ojalá pudiera hacerlo mejor. Pero es lo que aporto. Ése es mi grano de arena; contar, decir las cosas, describirlas, para que otros traten de entender lo que pasa aquí. Aunque no lo creas, a mí me molesta mucho cuando hablan paja, cuando opinan sin saber, cuando tiran piedras sin mirar dónde caen…
              —¡No joda! ¿Y me lo dices a mí? ¿Ya te conté de mis primas? —pero lo dijo de una forma irónica que nos hizo sonreír.
              —No son las únicas, Negro. Recuerda que ahora todo el mundo siente una compulsión violenta de opinar, de juzgar, de señalar los errores del otro. Es una bola que corre cuesta abajo y nadie la va a detener. De vez en cuando esa vaina me deprime, pero trato de no prestarle tanta atención. Me limito a contar mi pedacito del rompecabezas y ya. Cada quien que saque las conclusiones que quiera, ¿sabes?
                —Coño, pero es que si las vieras cómo critican y lanzan puyas. Ellas creen que no me doy cuenta, lo que pasa es que me hago el pendejo. Pero ¿por qué no se vienen a echarle bolas como yo? Ajá, qué de pinga: renuncio porque no estoy de acuerdo con este gobierno, porque me parece que lo que hacen está mal, chévere, yo renuncio, ajá… ¿Y después? ¿Qué coño hago después? ¿Qué como y qué medicinas le compro a mi mamá? ¿De qué vivimos? En eso no piensan esas coñosdemadre. Eso no importa. El Negro y la vieja que se jodan…
                Estiré la mano para agarrar mi taza, pero desistí a medio camino. Dije:
           —Y lo peor es que hay mucha gente como tú, Negro… Gente ignorante. Gente que no sabe. Lamentablemente hay que caer en ese lugar común: somos un país muy, muy ignorante. Nos falta mucha cultura política. Y nos acostumbramos a los bonos y a las bolsas de comida.
                —No, mi alma. Qué te cuento. Si es que antes de venirme para acá pasé por donde el árabe a comprar los cigarros. ¡No joda! Para comprar cigarros sí había cola; para votar, no, pero para comprar el vicio, sí, no joda. ¿Puedes creer que la cola llegaba a la esquina? ¡Sólo para comprar cigarros! Esa vaina se cuenta y no se cree. Así de jodidos estamos. ¡Es el rancho! ¡El rancho en la cabeza!
                Apreté los labios, indeciso si arriesgarme o no. El Negro puede ser muy radical cuando se lo propone.
                —Bueno, chico… —dije—. A ver… También hay gente que no sabe, gente que no entiende todo lo que hay en juego. Son mentes a corto plazo. No miran más allá de sus narices, y mientras puedan fumar o comerse una arepa o beberse una cerveza, pues, qué carajo…
                —Coño, tú sí eres arrecho…
             —Pero es la verdad, Negro… Tú mismo lo has visto antes. Llevamos 20 años en esto. Tú no puedes cambiar esa mentalidad de un día para el otro.
                Su torso de convulsionó en una pequeña carcajada.
           —Como quieras que lo pongas —dijo—, estamos jodidos. El último que apague la luz, no joda. Recojan los platos. Bueno…
                Y se incorporó de la silla. Abrió los labios para decir algo, pero no dijo nada.
                —¿Seguro no quieres más café? —le dije.
              —No. Ya tengo sobredosis de cafeína y de arrechera por el día de hoy. Además, la caminata es larga hasta la casa y el café me da muchas ganas de orinar. ¡Ah! Porque te cuento que ya vamos para dos semanas sin agua. Una puta llave que se rompió y que no la consiguen. Yo no puedo comprar más cisternas. Yo le dije a mi mamá que viera a ver cómo hace con los baños. Estamos usando el agua de los pipotes. Estoy ligando que arranque a llover, para llenarlos; pero ni eso.
                —Estamos jodidos, Negro —dije, incorporándome también.
                —Por donde lo quieras ver, querido. Hoy, gane quien gane, perdemos todos. Así de sencillo.
                Sonreí y bajé la mirada. Asentí al digerir sus palabras.
                —Coño, sí: gane quien gane, salimos perdiendo todos.

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