2 de mayo de 2018

Naufragio.



La mayoría de las mujeres llegó con abanicos. La junta de condominio había pautado una reunión para las 7 pm en el apartamento 1A y casi media hora después, estábamos sentados formando una U junto a los ventanales del balcón. Ni un soplo de brisa. El ruido de la calle fue amortiguándose hasta desaparecer al cabo de otra media hora. De vez en cuando sonaba la música que provenía de algún taxista errabundo o la bocina de alguien apresurado en el semáforo de la esquina. La charla dentro del apartamento se estimuló con la primera ronda de tazas de café, mientras se intercambiaban impresiones sobre el precio de la carne y los lugares recién descubiertos para conseguir huevos sin pagarlos en efectivo. El presidente de la junta de condominio repartió un grupo de hojas llenas de cuadros y números, y comenzó:
—Bueno, señores y señoras —dijo con su voz atronadora de militar retirado—, tenemos que tomar una decisión.
Hubo una pausa. Cierta porcelana indiscreta se quejó cuando la taza golpeó contra el plato y la cucharilla. Más abanicos se abrieron con un chasquido amortiguado. El hombre sentado a mi derecha en una amplia poltrona revisó las hojas impresas sin levantar la vista.
—Ustedes saben —siguió el presidente de la junta de condominio— que la conserje se va.
Otra pausa.
—Amanda está enferma y sus hijas prefieren llevársela a Ecuador. Allí no nos podemos meter. Es una decisión familiar que no nos compete.
La mirada del presidente de la junta de condominio se paseó por nosotros de ida y vuelta.
—Ellas dicen que allá las hermanas de Amanda la pueden atender mejor y eso tampoco lo podemos negar. Han tenido muchos problemas con las medicinas y es preferible que se vaya porque su salud está en riesgo. Eso lo sabemos todos.
Una de las señoras mencionó a su hijo en Perú. Otra le respondió. Una tercera dijo algo en voz baja sobre su hija en Colombia. La voz de trueno del presidente de la junta de condominio las redujo sin contemplaciones.
—Yo propongo que en lugar de conseguir otro conserje, se contraten los servicios de uno de esos equipos que trabajan tres veces a la semana. Vienen, limpian, arreglan y se van. Y así también reducimos costos. Vamos tomando notas.
Uno de los hombres bajó la vista para anotar algo en una hoja. La señora con el hijo en Perú preguntó qué se podía hacer. El presidente de la junta de condominio se lo repitió.
—Ajá —dijo él—. Preste atención, señora. No se distraiga. Al final votaremos por la mejor decisión que nos convenga a todos. Seguimos —e intercambió una mirada con el hombre que anotaba en una hoja blanca—: otro asunto importante es lo de los bombillos. Señores, no puede ser que se estén robando los bombillos de los pasillos. ¿Qué es esto?
Una de las señoras lo confirmó y el doctor del tercer piso intervino para recordarnos el precio de los diferentes bombillos. Otra mujer sugirió un puesto callejero donde ella había visto que reparaban los bombillos para reutilizarlos. Dijo que podía ser una opción. El presidente de la junta de condominio tronó que la mejor solución era no robarse los bombillos. Bajé la mirada para leer las hojas que tenía en el regazo. Todo estaba explicado allí. Una relación de gastos. Recordé mis viejas clases de contabilidad. Lo que entraba y lo que salía. Ingresos y egresos. Deudas acumuladas en los pagos de los recibos del condominio. Alcé la mirada, tropecé con los ojos de la dueña del apartamento y me preguntó con un gesto si quería más café. Respiré profundo y asentí. La reunión prometía alargarse bastante, pero había que tomar decisiones.
—Hay gente que sale en las mañanas —dijo el presidente de la junta de condominio— y no regresa sino hasta en la noche. Y no se preocupan por lo que sucede en el edificio. Aquí no vivo yo solamente, o mi mujer. Se supone que todos debemos estar pendientes si llegó el agua y se está botando en el estacionamiento, o si hay que comprar los bombillos, o las bolsas para la basura… ¿Ustedes saben cuánto está costando cada bolsa? ¿Ah? ¿Cada bolsa? Y lo que costó ayer no es lo mismo que va a costar la semana que viene.
Algunas mujeres lo confirmaron en un murmullo. La dueña del apartamento se acercó con la jarra del café y llenó mi taza. Se inclinó para decirme en un susurro que iba a preparar la cena y que si me provocaba luego comer con ellos. «Nada del otro mundo», dijo, «bollitos con mantequilla y queso, que es lo que les gusta a los muchachos. Y unos granos que quedaron del mediodía». La miré y asentí con discreción. Compartimos una sonrisa antes de que siguiera llenando otras tazas. El presidente de la junta de condominio nos dijo que la familia del piso 8 se iba y aún no se decidían sobre el apartamento: alquilarlo o venderlo, porque los hijos tenían opiniones divergentes. Él siguió hablando sobre la urgencia de que nos pusiéramos al día con las cuotas especiales del condominio para reparar el segundo ascensor y luego aparté los ojos de su voz ronca para mirar por las ventanas del balcón. En ese momento se me ocurrió por primera vez que nos enfrentábamos a un naufragio lento e irreversible, y que no había botes de salvamento para todos los pasajeros del barco. Tal vez los que habían saltado al agua, al principio, tuvieron mejor suerte; o los que abordaron esos botes con determinación mientras el resto insistía con que aún quedaba tiempo, que eran unos alarmistas, unos traidores y quién sabe qué otras pendejadas. Volví mi atención a lo que se decía.
—Allí tienen el estimado actualizado —y no pudo reprimir una sonrisita irónica— de la reparación del ascensor. Tenemos que resolverlo lo más pronto posible. Ustedes saben que para el mes que viene ese precio se puede duplicar.
—O más —acotó el doctor del tercer piso.
Otro sorbo de café. Un guarapo caliente y dulce, como a mí me gustaba. Regresé a las nubes anaranjadas del exterior. Ahora la conserje también se iba. Con sus hijas. Como la hija de la señora del sexto piso. O los hijos del presidente de la junta de condominio: uno en Estados Unidos y la otra en Costa Rica. Giré la cabeza para mirar a mis vecinos con discreción. El doctor del tercer piso acababa de despedir a su única hija, recién casada, con rumbo a Chile. Observé que estaba rodeado de muchas personas mayores, hombres y mujeres profesionales y con buena situación económica, pero renuentes a salir del país, aunque casi todos ya seguros de haber sacado a sus hijos a tiempo. ¿Quién se había ido primero? ¿Hace cuánto? Ya no vería la afable sonrisa de la conserje. Ellas subirían en el siguiente bote. Tenían puestos asignados. Podían respirar con cierta tranquilidad. Se iban. Abandonaban el naufragio. Quedábamos otros. Algunos estaban muy cerca de la banda que amenizaba el hundimiento con música de cámara, como en el Titanic, con canciones que hablaban de esperanza, de un futuro mejor, de resistencia, de perseverancia, de sacrificios necesarios; otros se amontonaban cerca de los botes restantes, peleando por un puesto, pagando por ellos con todo el dinero que habían podido recoger a bordo, lanzando la mirada hacia los miembros de su familia que saludaban desde el mar.
—Cada vez será peor —dijo el presidente de la junta de condominio—, y se pondrá mucho peor. Hay que ser realistas. Y mientras tanto, ¿qué hacemos? ¿Dejamos que se nos caiga el edificio encima? ¿Nos mudamos? ¿Adónde? ¿Ah?
Asentí con un movimiento lento y con pensamientos agridulces. Recordé que los hijos de mi prima deberían estar saliendo esa misma noche en un autobús rumbo a Quito, para después seguir hasta Buenos Aires. Más gente en los botes de salvamento. Pero al mismo tiempo menos botes de salvamento. ¿Qué pasaría cuando comenzaran a acabarse esas embarcaciones a través de negativas o filtros migratorios? ¿Adónde nos mudaríamos? ¿Adónde iríamos? Los que esperamos demasiado para abandonar el barco. Los que prefieren quedarse en el barco. Los que imaginan un futuro peor en alta mar y prefieren arriesgarse a bordo. Los que creen que algún buque milagroso nos alcanzará antes de que termine la madrugada. Los que nos miran desde una lejana orilla. Los que guardamos silencio y nos limitamos a ver a los demás. Los que aprietan los dientes y alzan el puño en medio de la desesperación. Los que lloran con lágrimas mudas porque saben algo que los otros ignoran. Los que han visto el fondo del mar con espanto en sus ojos. Los que se cruzan de brazos y piden a la orquesta que toque más canciones. Y los que miramos esos últimos botes alejarse con siluetas de mirada empañada y hombros temblorosos.
—Señores —dijo el presidente de la junta de condominio con su voz atronadora de militar retirado—, hay que arrimar el hombro, porque en este mar de la felicidad con que nos jodieron tenemos que remar todos juntos.

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