22 de noviembre de 2018

Close Up.



Algunos amigos me piden participar en un cortometraje que grabarán para cierta asignatura de su carrera de Comunicación Social. Yo digo que sí de inmediato, sin preguntar mucho. El día acordado, hoy, nos reunimos en una plaza cerca del edificio donde vivo. Ellos se muestran muy entusiasmados por el proyecto, por la idea que desarrollarán, por la llegada del camarógrafo, por el sol vespertino, por la asistencia de todos los rostros anónimos a quienes pidieron ayuda, por la sonrisa colectiva. A cada uno de nosotros le toca interpretar una acción. Por supuesto, a mí me toca hacer de “lector”; es decir, me grabarán haciendo una lectura, una escena espontánea, natural, en un sitio público. Se trata de algo que durará muy poco, me aseguran, representaré un personaje en medio de la tarde, del bullicio, de otros muchos rostros desconocidos que cruzan por el lugar; y luego, durante la edición, ensancharán mi parte para ensamblarla junto a otros personajes y rostros en un interesante rompecabezas audiovisual.

Poco antes de las 4 pm, una de las chicas se acerca para arreglar mi cabello y eliminar el brillo de mi cara. Yo me dejo hacer, sentirme mimado, jugar a participar en algo fuera de lo corriente, mi inspiración literaria inflamándose de inmediato. Luego el camarógrafo y el director me sugieren un par de posturas en un banco de la plaza. El murmullo de la gente, el rumor de las palomas, la brisa de la tarde, la luz oblicua del sol, el libro abierto sobre mis piernas, la incomodidad de la cámara frente a mi rostro, la voz baja del muchacho que dirige mientras ajusta instrucciones con su ayudante. Luego eleva el tono para pedir silencio a las personas que nos rodean. Me mira. Se concentra en mí. Sostengo su mirada. Pregunta si estoy cómodo, si me siento bien. Asiento con rapidez, enmudecido, asustado por la novedad.

—Bien —dice él—. Hagamos silencio, gente… ¡Grabando!

Bajo la vista hacia el libro para intentar concentrarme en una lectura ficticia, pero en mi mente se enciende un relámpago. Por extraño que suene, lo único que visualizo es el rostro de Gloria Swanson transformada en Norma Desmond, en la película Sunset Boulevard, en aquellas escenas finales, mientras baja por la enorme escalera de su mansión y es grabada por las cámaras de los estudios de televisión para sus noticieros de la noche. Aquella actriz del cine mudo que no supo hacer la transición al cine sonoro. Y William Holden. Y Cecil B. DeMille. Toda mi imaginación desbocada.

—Está bien —dice el muchacho que dirige—. Vamos a filmar con otro ángulo.

La misma chica de antes se acerca para arreglar algunos mechones de mi cabello que se han desordenado con el viento. Intercambiamos una sonrisa. El muchacho que dirige quiere saber si estoy bien, si prefiero cambiar de postura. Niego con un movimiento de la cabeza.

—¿Seguro? —dice—. Te ves un poco tenso… Relájate. No estamos en Hollywood.

Se me escapa una sonrisa y él la imita. Hago una profunda inspiración.

—Dime algo: ¿te gusta el café?

Mi sonrisa se ensancha de inmediato, de forma involuntaria.

—A mí también —dice él—. Te propongo algo: hagamos otro par de tomas y luego te invito a un café… ¿Qué me dices? ¿Un café?

Asiento con otro movimiento rápido de la cabeza, sin perder la sonrisa.

—Perfecto. Todo está saliendo bien, relájate. Piensa en ese café que nos tomaremos… ¿Cómo te gusta? No, no me lo digas… Imagínatelo. ¿Listo?

—Sí. Listo.

—Okey… Silencio… ¡Grabando!

En lugar del café, mi imaginación divaga de nuevo hacia la actuación de Gloria Swanson, hacia la magia del cine, hacia el desdoblamiento que hacen los actores en las películas, hacia el juego de atreverse a ser otro en cada escena; también pienso que algo similar hago yo con los personajes sobre los que escribo en el silencio de mi estudio; pero allí me salva la separación que tiene el grosor de cada página, como un biombo inmaculado, una máscara de papel, una tenue brecha de frases y palabras que me protege de cada conversión literaria. La impostura. La ficción. El riesgo de meterse bajo la piel de los demás, aunque no sean más que personajes cobrando vida en una página de papel en blanco. Hasta que esa voz me devuelve a la realidad.

—¡Listo! —Su mirada fija sobre mí cuando levanto los ojos—. ¿Entonces? ¿Nos tomamos ese café?

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