Quizás sea prudente aquí ponernos un poco en contexto. Crecí siendo el hijo único de una pareja de clase media acomodada y el sueldo de mis padres permitía el pago de una o dos señoras que nos ayudaran a limpiar en los diferentes sitios donde hemos vivido; aunque debo acotar que mi vieja no eran una mujer floja y siempre fue quisquillosa con la pulcritud. No era raro verla con la escoba después de que una de esas señoras se hubiese ido, porque ella prefería hacerlo a su modo y nunca se sentía satisfecha. El punto es que ya mi madre no está y aquella clase media acomodada a la que pertenecíamos, tampoco existe; así que me tocó armarme de paciencia y determinación para lavar el baño sin apresuramientos.
Fue mi primera vez. Perdí la virginidad de la limpieza doméstica arrodillado en el piso de la ducha, sin remordimientos y sin vergüenza. Sé de casos peores. El cabello recogido en el moño duró poco allí arriba y bastante pronto mis dedos comenzaron a quejarse; entonces se inició la etapa del monólogo dentro de mi cabeza, diciéndome que nunca es tarde para aprender, que es mejor practicar en mi propio baño en caso de que mañana me toque emigrar y termine lavando el piso de duchas ajenas, que yo no soy millonario ni tengo sirvientas, que quedará mucho más limpio si lo hago yo mismo, que acalle la molestia en los nudillos, que deje de mirarme los leves rasguños en mis delicadas manos de niño bien, que ese detergente no hace mucha espuma, que si mis amistades del country pudieran verme, que si me trajera el reproductor de música me entusiasmaría más…
También pensé en mi madre y en la sonrisa cómplice que hubiésemos compartido. Imaginé lo que podría haberme dicho, llamando mi atención hacia las esquinas o el movimiento circular encima de las baldosas inferiores. Sentí de pronto que la extrañaba mucho, que me hubiese gustado hablarlo con ella, hacerle algunas preguntas, pero eso ya no es posible. Recordé las frases que solía decir, su tono de voz, las repeticiones que decía y a las que prestaba poca atención, porque daba por sentado que siempre estaría conmigo; pero entendiendo que de alguna manera subliminal esos consejos y advertencias afloraban ahora, subían a la superficie, lentamente, porque parece que nuestras madres se las ingenian para dejarse caer sin prisas sobre nosotros, lentas y constantes, como las gotas de una estalactita en una cueva, y así van perfilando poco a poco nuestras futuras nostalgias. Me detuve durante un momento cuando asumí lo que estaba haciendo un sábado por la mañana y dije: “¡Coño! Oficialmente me he convertido en mi mamá”.
Ahora escribo esto con los dedos magullados y la espalda adolorida, pero la media sonrisa de satisfacción que se me escapa no me la empañará ninguna mancha maliciosa que haya quedado en el piso de la ducha. Sé que volveré a hacerlo y lo haré cada vez mejor, sabiendo que esa mirada materna y silenciosa me observará por encima del hombro. Al final de todo, cuando pude levantarme (porque el almanaque pesa, ustedes saben), abrí el grifo del agua fría y me metí debajo de la regadera. Me sentí cansado pero satisfecho, contento de haberlo hecho, seguro de que había superado otra prueba, aunque haya sido a empujones. Así que a partir de hoy no sólo soy un lector voraz y un escritor de páginas incoherentes, sino que asumo con orgullo mi sinuosa transición hacia los predios de la limpieza doméstica, con una escoba en la mano y un tobo en la otra. ¿Quién dijo miedo, pues?
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