28 de enero de 2019

Marico inútil.




Estábamos sentados alrededor de la mesa con tope de mármol, junto a la piscina, bebiendo cervezas. Los niños jugaban salpicándose con agua y gritando, emocionados con el juego. Uno de ellos alcanzó la orilla, se sentó en el borde y se incorporó alternando la mirada entre nosotros tres. Sujetó la pelota de goma con las dos manos y se dirigió hacia mí.
—Tío Luigi —dijo mientras se acercaba—, ¿puedes inflarme la pelota?
La Negra entrecerró los ojos por encima del borde de la botella, dando un sorbo, y supe que lo hacía para disimular una sonrisa. La miré y luego observé el rostro de Patricia.
—No —dije—. ¿La mamá del niño?
Patricia bebió de su cerveza antes de llamar la atención de su hijo.
—Dame acá, papi. El tío Luigi no sabe inflar pelotas… No tiene fuerzas ya. Está viejo.
El niño me dirigió una mirada de asombro e incomprensión antes de entregarle el balón a su madre.
—Viejo está tu culo —dije—, y todavía levanta, pendeja.
Patricia se llevó la pelota a la boca e intercambió una mirada de complicidad con la Negra.
—¿Te acuerdas de lo que hablamos ayer?
Entonces las dos voltearon a verme y se les escapó la risa. El niño esperaba junto a la mesa, con las manos en la cintura, mojando las losas calientes del piso.
—Marico inútil —dijo la Negra, dándole otro sorbo a la botella.
Patricia llenó de aire la pelota y se la devolvió a su hijo y luego le acomodó el borde superior del traje de baño antes de mandarlo de vuelta a la piscina.
—¿Hace cuánto nos conocemos, Luigi? —preguntó—. ¿20 años? ¿25 ya?
—¿Y encima le vas a sacar la edad al marico? —dijo la Negra.
Ellas volvieron a intercambiar otra mirada y una sonrisa. Parecían dos niñas ya decididas a joder a una compañerita de la escuela, cómplices, juguetonas, rebeldes.
—Ayer le dije a la Negra… No sé ni por qué estábamos hablando de ti… “Coño, hay que ver que Luigi no nos aporta nada…”
—Era por el vestido de Amelia, el de la boda de Ricardo, ¿te acuerdas? Que se lo hizo Lino…
—¡Ah, sí! —siguió Patricia—, era por el diseñador, porque seguro que sus amigas se aprovechan de él para que les haga vestidos de pinga; pero tú, coño, ni eso…
La Negra dio otro sorbo a la botella de cerveza.
—Pero es que este marico no nos ayuda en nada… Un cero a la izquierda. Una nulidad.
Las dos se echaron a reír.
—¿Te acuerdas de aquel viaje a la playa, cuando le pedimos que cuidara la pasta para la cena?
Ellas volvieron a compartir la misma risa. Yo bebí otro trago de la cerveza. Ya estaba tibia.
—¡Ajá! —dijo Patricia—. ¡De pana! El marico ni supo mover los fideos para que no se pegaran.
Yo también reí al recordar lo nefasto que había resultado ese viaje desde el punto de vista gastronómico. Además, en mi vida había cocinado pasta. Esta vez reímos los tres juntos.
—Verga —siguió Patricia—, es que no aportas un coño, güevón… Qué marico tan raro eres tú. No secas pelo, no maquillas, no coses, no diseñas, no cocinas, no sabes de moda…
—No decora —agregó la Negra—, no le gusta cuidar niños, no limpia, de vaina como que lo que sabe es fregar, y porque la esponja saca la espuma…
—Par de pendejas —les dije y dejé la botella encima de la mesa—. Yo soy un escritor. Además, eso puede calificar como violencia de género. Las voy a denunciar.
—¡Coño! —dijo Patricia—, pero que seas escritor no nos sirve para nada…
—¡Yo no tengo la culpa de que ustedes sean unas incultas de mierda!
Las risas se repitieron alrededor de la mesa con tope de mármol, junto a la piscina. Los niños gritaron que querían beber Pepsi-cola y Patricia les dijo que dentro de un rato.
—Yo creo que nosotras salimos estafadas en la repartición de maricos, Paty —dijo la Negra.
—Verga, sí. Y la vaina es que uno no sabe dónde quejarse.
—Y ya es como tarde para devolverlo. ¿Qué vamos a hacer? Ya nos encariñamos con él. Tendremos que calarnos a nuestro marico inútil…
—Pendejas —les respondí—. Vayan a joder a otro…
Me levanté para buscar las botellas de Pepsi-cola en la cocina.
—¡Luigi! ¡Luigi! —gritó Patricia—. ¡No te vayas! ¡Nosotras te queremos así, todo defectuoso!
Las risas me siguieron mientras me alejaba de la piscina hacia la casa. Giré la cabeza para gritarles: “¡Par de pendejas incultas!” y disimulé una sonrisa.

22 de enero de 2019

Taxista.



Terminamos poco antes del mediodía; o terminó ella, mejor dicho, de hacerse todos los exámenes médicos pendientes para su operación de vesícula. Yo la estaba acompañando porque somos vecinos y porque sus hijos están fuera del país y porque me habría gustado que alguien más hubiese hecho lo mismo por mi vieja en caso de que yo no estuviese cerca. El dolor no era muy intenso y acababan de inyectarle una nueva dosis de analgésicos. Caminamos hasta la esquina más cercana a la clínica y decidimos tomar un taxi. Yo sólo cargaba las llaves de mi apartamento porque me he acostumbrado a cargar lo mínimo, apenas un libro bajo el brazo; pero ella dijo que no me preocupara porque cargaba suficiente dinero en efectivo. Se detuvo un carro que había visto mejores tiempos y nos subimos. El conductor era un hombre joven que nos dio poca conversación más allá de confirmar la dirección que le facilitamos. En el asiento trasero del carro nos entretuvimos en conversar sobre lo que quedaba pendiente antes de la operación, dos días después. Percibí su inquietud cuando registraba con afán en el interior de la cartera. Me miró con asombro en las pupilas y le echó una mirada subrepticia al conductor.

—Ay, hijo —dijo ella—, vamos a tener que bajarnos aquí… Es que no cargo el dinero completo.

El hombre nos miró a través del retrovisor.

—No se preocupe, mi doña —dijo—. Cuando lleguemos a su casa me lo completa. Tranquila.

Ella volvió a cruzar una mirada de alarma conmigo antes de responderle:

—Cónchale, es que en mi casa tampoco tengo más efectivo, porque no he tenido tiempo de ir al banco… Andaba ocupada haciéndome unos exámenes porque me opero pasado mañana… No, mejor nos bajamos aquí… Ay, qué pena contigo…

El hombre volvió a lanzarnos otra mirada por el retrovisor y encogió los hombros.

—No se preocupe —dijo—, pero… Mire… ¿Y no tendrá algo de comida que me dé?

Esta vez mi vecina y yo intercambiamos una mirada de incomprensión.

—¿Comida? —preguntó ella—. ¿Quieres que te dé comida?

—Si… Digo, si usted quiere, me puede pagar la carrera con comida… ¿No tiene un paquete de arroz que le sobre?

—Sí, hijo, claro… Faltaba más. ¿No te importa?

La mirada a través del retrovisor se convirtió en una sonrisa. Yo esperé con él mientras mi vecina subía hasta su apartamento; luego ella regresó no sólo con el paquete de arroz, sino también con un envase de mantequilla y una bolsa de leche en polvo, porque el hombre nos había contado sobre la difícil situación en su casa. La esposa era maestra y todavía no les habían pagado, por lo que ella se había sumado al grupo que todos los días se reunía para protestar con pancartas y banderas frente a la sede regional de la Zona Educativa. Comprendimos, sin que ninguno lo mencionara, que era una gota en un vasto océano de calamidades y desidias gubernamentales. Y eran los hijos de la pareja quienes llevaban la peor parte.

—Hoy, por lo menos, podremos dejar de comer yuca, gracias a usted. Será arroz con mantequilla.

Nos despedimos del hombre y regresamos al interior del edificio. Ya en el ascensor, dije:

—¿Quién se iba a imaginar que algún día llegaríamos a esto?

Ella me miró con mucha tristeza. Dijo que dentro de todo se sentía agradecida porque podría operarse juntando los dos seguros médicos que le quedaban. Ya luego se vería.

—Si te comunicas con los muchachos —agregó—, no les digas nada. ¿Para qué? Se van a preocupar y están muy lejos. Sería inquietarlos por gusto. Es mejor que no sepan nada. Después, cuando todo termine, yo misma se los cuento. —Se persignó con lentitud—. En nombre de Dios…

15 de enero de 2019

Hot Yoga.




Decidimos esperar veinte minutos más, para ver si restituían la energía eléctrica, pero eso no sucedió. Entramos en una habitación alargada y mal ventilada, al fondo del local de productos naturistas; había una sola ventana y el sol de la tarde se aferraba con fuerza a los barrotes de hierro. Cuatro muchachas, seis señoras mayores, el instructor de yoga y yo. Las sesiones comenzaron hoy, y tal vez por eso la charla general se expandió sobre lo que habíamos comido o dejado de comer en diciembre. Casi ninguno aumentó de peso. El instructor alzó la voz y puso orden en el grupo. Las mujeres intercambiaron una sonrisa conmigo, algunos asentimientos con la cabeza, y luego, poco a poco, se ensanchó el silencio. El instructor sugirió comenzar con algunos estiramientos, nada complicado, pero al cabo de unos quince minutos el calor se hizo insoportable.

Quizás la sensación de estar allí, encerrados, intensificó el calor; y la ausencia de electricidad mantenía los ventiladores de pared tan inmóviles y mudos como las gárgolas de una vieja iglesia francesa. Sentí la humedad encima de mi labio superior y en el borde superior de la franela. Intenté concentrarme. Me dije que el calor era un estado mental. Noté que casi todas las mujeres comenzaban a jadear y a recogerse el cabello con movimientos lánguidos. El ambiente parecía impregnado con una sustancia oleosa y pesada que nos obligaba a movernos con lentitud, mucha lentitud. Creo que el instructor lo percibió, aunque hizo un esfuerzo para restarle importancia y elevó un poco el tono de su voz.

—Por favor, junten las palmas de las manos a la altura del pecho con una inspiración profunda… Luego alcen las manos por encima de la cabeza…

Algunas mujeres se quejaron de forma casi imperceptible. Respiraban con sonoridad. Se movían con más lentitud. Pensé en los niños renuentes en un salón de clases, al principio del año escolar. Casi ninguna parecía con ganas de trabajar. Una de las muchachas, cerca del rincón, detuvo el gesto de alzar los brazos y le comentó algo en voz baja a su compañera. Se miraron y luego observaron al instructor. La otra muchacha hizo un movimiento negativo con la cabeza, y después ese mismo movimiento se convirtió en algo dubitativo.

—Permiso… —dijo la primera muchacha, llamando la atención del instructor—. ¿Puedo quitarme la franela? ¿Les importa si me quito la franela? —Paseó la mirada por nosotros y dejamos de hacer lo que estábamos haciendo—. ¡Me estoy muriendo del calor! No lo aguanto.

Un murmullo serpenteó a través del grupo y algunas de las señoras se rieron, mirándose unas a otras. El instructor abrió la boca, pero no dijo nada. La chica se sacó la franela con un rápido movimiento de los brazos y la dejó caer a un lado. Llevaba puesto un sujetador de un indefinido color oscuro. Su amiga parecía querer decirle algo con la mirada, pero ella se hizo la desentendida.

—Ay, total… —dijo alzando la voz—, es como un traje de baño. De verdad que no aguanto el calor.

Las señoras mayores intercambiaron más risas. Una de ellas, más cerca de las muchachas, dijo que ella no se avergonzaba de nada porque era una cuestión de actitud. También se sacó la franela y mostró su torso avejentado y los senos desinflados en un viejo sujetador. De pronto pareció emancipada, liberada, contenta. Más risas femeninas, aunque ninguna me miraba. Ni al instructor. Otra de las señoras dijo que había confianza con José Gregorio, porque las había conducido desde mucho tiempo atrás. El instructor se encogió de hombros y les pidió hacer lo que mejor les pareciera. Se desprendieron de sus franelas. Otras, más osadas, porque llevaban pantalones holgados de algodón, decidieron quedarse en pantaletas. Algunas se palmeaban las caderas y bromeaban sobre la carne que les colgaba, un chiste relacionado con persianas o algo por el estilo. Otras se pellizcaban la piel y trataban de mostrar cuánto peso habían perdido.

La visión que me ofrecieron estaba impregnada de feminidad, mucha feminidad, pero no se trataba de una imagen desagradable. Estaba rodeado por un grupo de mujeres casi desnudas y acaloradas que había decidido saltarse los convencionalismos y mostrarse tal cual eran frente a mí, frente al instructor de yoga y frente a ellas mismas. La energía opresiva y calurosa de aquella habitación alargada se aligeró con la ropa que se quitaron, como si las paredes también hubiesen participado de aquella emancipación vespertina. Poco importaba la piel fláccida o los músculos blandos en algunas de las mujeres, en contraste con la carne dura y los senos alzados que lucían las muchachas; lo que importaba era la camaradería alcanzada, las risas compartidas, la inesperada complicidad que se había extendido como una red inmensa para envolverlas a todas. Una de las últimas le susurró algo a la mujer que tenía al lado. Alcancé a escuchar que la otra le respondía en voz baja, mientras me veían de reojo:

—No, chica; él no es… Ay, ¿no ves que es marico? Dale tranquila.

Pero la frase se escuchó perfectamente porque en ese momento ninguna habló y la frase sonó como si lo hubiese dicho a través de un megáfono. No me sentí ofendido y eso hizo que soltara la risa. Me saqué la franela y me quité el pantalón que llevaba, un viejo modelo blanco con el que solía asistir a prácticas de kárate en mi adolescencia. Me quedé luciendo un pequeño bikini negro, sintiéndome tan alegre como si hubiese retrocedido a la infancia. El instructor ni siquiera se inmutó y también se sacó la franela. Todos hicimos una profunda inspiración. Todos nos sentimos liberados. Todos nos tiramos de cabeza en una sesión de yoga diferente, extrovertida y nudista. Al terminar, porque casi nadie pareció prestar atención a nuestra desnudez, una de las señoras mayores dijo, con un acento de picardía juvenil:

—A la próxima clase hay que traerse los sostenes y las pantaletas más bonitas, por si acaso se vuelve a ir la luz.

6 de enero de 2019

Transición.



Apoyé el hombro en el marco de la puerta y di varios sorbos a la segunda taza de café. Mis ojos se quedaron fijos sobre las puertas corredizas de la ducha. Pensé en el mensaje de texto que había recibido de la señora que me ayuda con la limpieza, deseándome un feliz año y para decir que se quedaría unos días más con su familia, en Maracay, rodando nuestra cita para la próxima semana. No me gustaba que el baño estuviese tan sucio. Imaginé la mirada reprobadora de mi madre y eso lo decidió todo. Respiré profundo antes de buscar el escaso detergente que me quedaba y un cepillo pequeño, de cerdas duras, cuyo mango se ajustaba muy bien al ancho de mis cuatro dedos. Regresé al baño bastante decidido. Me recogí el cabello en un moño alto y me desnudé. Giré la llave del agua caliente y me metí en la ducha. Una voz interna me susurró: “Aquí vamos… Rodilla en tierra, camarada”. Y me acuclillé.

Quizás sea prudente aquí ponernos un poco en contexto. Crecí siendo el hijo único de una pareja de clase media acomodada y el sueldo de mis padres permitía el pago de una o dos señoras que nos ayudaran a limpiar en los diferentes sitios donde hemos vivido; aunque debo acotar que mi vieja no eran una mujer floja y siempre fue quisquillosa con la pulcritud. No era raro verla con la escoba después de que una de esas señoras se hubiese ido, porque ella prefería hacerlo a su modo y nunca se sentía satisfecha. El punto es que ya mi madre no está y aquella clase media acomodada a la que pertenecíamos, tampoco existe; así que me tocó armarme de paciencia y determinación para lavar el baño sin apresuramientos.

Fue mi primera vez. Perdí la virginidad de la limpieza doméstica arrodillado en el piso de la ducha, sin remordimientos y sin vergüenza. Sé de casos peores. El cabello recogido en el moño duró poco allí arriba y bastante pronto mis dedos comenzaron a quejarse; entonces se inició la etapa del monólogo dentro de mi cabeza, diciéndome que nunca es tarde para aprender, que es mejor practicar en mi propio baño en caso de que mañana me toque emigrar y termine lavando el piso de duchas ajenas, que yo no soy millonario ni tengo sirvientas, que quedará mucho más limpio si lo hago yo mismo, que acalle la molestia en los nudillos, que deje de mirarme los leves rasguños en mis delicadas manos de niño bien, que ese detergente no hace mucha espuma, que si mis amistades del country pudieran verme, que si me trajera el reproductor de música me entusiasmaría más…

También pensé en mi madre y en la sonrisa cómplice que hubiésemos compartido. Imaginé lo que podría haberme dicho, llamando mi atención hacia las esquinas o el movimiento circular encima de las baldosas inferiores. Sentí de pronto que la extrañaba mucho, que me hubiese gustado hablarlo con ella, hacerle algunas preguntas, pero eso ya no es posible. Recordé las frases que solía decir, su tono de voz, las repeticiones que decía y a las que prestaba poca atención, porque daba por sentado que siempre estaría conmigo; pero entendiendo que de alguna manera subliminal esos consejos y advertencias afloraban ahora, subían a la superficie, lentamente, porque parece que nuestras madres se las ingenian para dejarse caer sin prisas sobre nosotros, lentas y constantes, como las gotas de una estalactita en una cueva, y así van perfilando poco a poco nuestras futuras nostalgias. Me detuve durante un momento cuando asumí lo que estaba haciendo un sábado por la mañana y dije: “¡Coño! Oficialmente me he convertido en mi mamá”.

Ahora escribo esto con los dedos magullados y la espalda adolorida, pero la media sonrisa de satisfacción que se me escapa no me la empañará ninguna mancha maliciosa que haya quedado en el piso de la ducha. Sé que volveré a hacerlo y lo haré cada vez mejor, sabiendo que esa mirada materna y silenciosa me observará por encima del hombro. Al final de todo, cuando pude levantarme (porque el almanaque pesa, ustedes saben), abrí el grifo del agua fría y me metí debajo de la regadera. Me sentí cansado pero satisfecho, contento de haberlo hecho, seguro de que había superado otra prueba, aunque haya sido a empujones. Así que a partir de hoy no sólo soy un lector voraz y un escritor de páginas incoherentes, sino que asumo con orgullo mi sinuosa transición hacia los predios de la limpieza doméstica, con una escoba en la mano y un tobo en la otra. ¿Quién dijo miedo, pues?