Decidimos esperar veinte minutos
más, para ver si restituían la energía eléctrica, pero eso no sucedió. Entramos
en una habitación alargada y mal ventilada, al fondo del local de productos
naturistas; había una sola ventana y el sol de la tarde se aferraba con fuerza a
los barrotes de hierro. Cuatro muchachas, seis señoras mayores, el instructor
de yoga y yo. Las sesiones comenzaron hoy, y tal vez por eso la charla general
se expandió sobre lo que habíamos comido o dejado de comer en diciembre. Casi
ninguno aumentó de peso. El instructor alzó la voz y puso orden en el grupo.
Las mujeres intercambiaron una sonrisa conmigo, algunos asentimientos con la
cabeza, y luego, poco a poco, se ensanchó el silencio. El instructor sugirió
comenzar con algunos estiramientos, nada complicado, pero al cabo de unos
quince minutos el calor se hizo insoportable.
Quizás la sensación de estar
allí, encerrados, intensificó el calor; y la ausencia de electricidad mantenía los
ventiladores de pared tan inmóviles y mudos como las gárgolas de una vieja
iglesia francesa. Sentí la humedad encima de mi labio superior y en el borde
superior de la franela. Intenté concentrarme. Me dije que el calor era un
estado mental. Noté que casi todas las mujeres comenzaban a jadear y a
recogerse el cabello con movimientos lánguidos. El ambiente parecía impregnado
con una sustancia oleosa y pesada que nos obligaba a movernos con lentitud,
mucha lentitud. Creo que el instructor lo percibió, aunque hizo un esfuerzo
para restarle importancia y elevó un poco el tono de su voz.
—Por favor, junten las palmas de
las manos a la altura del pecho con una inspiración profunda… Luego alcen las
manos por encima de la cabeza…
Algunas mujeres se quejaron de
forma casi imperceptible. Respiraban con sonoridad. Se movían con más lentitud.
Pensé en los niños renuentes en un salón de clases, al principio del año
escolar. Casi ninguna parecía con ganas de trabajar. Una de las muchachas,
cerca del rincón, detuvo el gesto de alzar los brazos y le comentó algo en voz
baja a su compañera. Se miraron y luego observaron al instructor. La otra
muchacha hizo un movimiento negativo con la cabeza, y después ese mismo
movimiento se convirtió en algo dubitativo.
—Permiso… —dijo la primera
muchacha, llamando la atención del instructor—. ¿Puedo quitarme la franela?
¿Les importa si me quito la franela? —Paseó la mirada por nosotros y dejamos de
hacer lo que estábamos haciendo—. ¡Me estoy muriendo del calor! No lo aguanto.
Un murmullo serpenteó a través
del grupo y algunas de las señoras se rieron, mirándose unas a otras. El
instructor abrió la boca, pero no dijo nada. La chica se sacó la franela con un
rápido movimiento de los brazos y la dejó caer a un lado. Llevaba puesto un
sujetador de un indefinido color oscuro. Su amiga parecía querer decirle algo
con la mirada, pero ella se hizo la desentendida.
—Ay, total… —dijo alzando la
voz—, es como un traje de baño. De verdad que no aguanto el calor.
Las señoras mayores
intercambiaron más risas. Una de ellas, más cerca de las muchachas, dijo que
ella no se avergonzaba de nada porque era una cuestión de actitud. También se
sacó la franela y mostró su torso avejentado y los senos desinflados en un
viejo sujetador. De pronto pareció emancipada, liberada, contenta. Más risas
femeninas, aunque ninguna me miraba. Ni al instructor. Otra de las señoras dijo
que había confianza con José Gregorio, porque las había conducido desde mucho
tiempo atrás. El instructor se encogió de hombros y les pidió hacer lo que
mejor les pareciera. Se desprendieron de sus franelas. Otras, más osadas,
porque llevaban pantalones holgados de algodón, decidieron quedarse en
pantaletas. Algunas se palmeaban las caderas y bromeaban sobre la carne que les
colgaba, un chiste relacionado con persianas o algo por el estilo. Otras se
pellizcaban la piel y trataban de mostrar cuánto peso habían perdido.
La visión que me ofrecieron
estaba impregnada de feminidad, mucha feminidad, pero no se trataba de una
imagen desagradable. Estaba rodeado por un grupo de mujeres casi desnudas y
acaloradas que había decidido saltarse los convencionalismos y mostrarse tal
cual eran frente a mí, frente al instructor de yoga y frente a ellas mismas. La
energía opresiva y calurosa de aquella habitación alargada se aligeró con la
ropa que se quitaron, como si las paredes también hubiesen participado de aquella
emancipación vespertina. Poco importaba la piel fláccida o los músculos blandos
en algunas de las mujeres, en contraste con la carne dura y los senos alzados
que lucían las muchachas; lo que importaba era la camaradería alcanzada, las
risas compartidas, la inesperada complicidad que se había extendido como una
red inmensa para envolverlas a todas. Una de las últimas le susurró algo a la
mujer que tenía al lado. Alcancé a escuchar que la otra le respondía en voz
baja, mientras me veían de reojo:
—No, chica; él no es… Ay, ¿no
ves que es marico? Dale tranquila.
Pero la frase se escuchó
perfectamente porque en ese momento ninguna habló y la frase sonó como si lo
hubiese dicho a través de un megáfono. No me sentí ofendido y eso hizo que
soltara la risa. Me saqué la franela y me quité el pantalón que llevaba, un viejo
modelo blanco con el que solía asistir a prácticas de kárate en mi
adolescencia. Me quedé luciendo un pequeño bikini negro, sintiéndome tan alegre
como si hubiese retrocedido a la infancia. El instructor ni siquiera se inmutó
y también se sacó la franela. Todos hicimos una profunda inspiración. Todos nos
sentimos liberados. Todos nos tiramos de cabeza en una sesión de yoga
diferente, extrovertida y nudista. Al terminar, porque casi nadie pareció
prestar atención a nuestra desnudez, una de las señoras mayores dijo, con un
acento de picardía juvenil:
—A la próxima clase hay que
traerse los sostenes y las pantaletas más bonitas, por si acaso se vuelve a ir
la luz.
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