—Ay, hijo —dijo ella—, vamos a tener que bajarnos aquí… Es que no cargo el dinero completo.
El hombre nos miró a través del retrovisor.
—No se preocupe, mi doña —dijo—. Cuando lleguemos a su casa me lo completa. Tranquila.
Ella volvió a cruzar una mirada de alarma conmigo antes de responderle:
—Cónchale, es que en mi casa tampoco tengo más efectivo, porque no he tenido tiempo de ir al banco… Andaba ocupada haciéndome unos exámenes porque me opero pasado mañana… No, mejor nos bajamos aquí… Ay, qué pena contigo…
El hombre volvió a lanzarnos otra mirada por el retrovisor y encogió los hombros.
—No se preocupe —dijo—, pero… Mire… ¿Y no tendrá algo de comida que me dé?
Esta vez mi vecina y yo intercambiamos una mirada de incomprensión.
—¿Comida? —preguntó ella—. ¿Quieres que te dé comida?
—Si… Digo, si usted quiere, me puede pagar la carrera con comida… ¿No tiene un paquete de arroz que le sobre?
—Sí, hijo, claro… Faltaba más. ¿No te importa?
La mirada a través del retrovisor se convirtió en una sonrisa. Yo esperé con él mientras mi vecina subía hasta su apartamento; luego ella regresó no sólo con el paquete de arroz, sino también con un envase de mantequilla y una bolsa de leche en polvo, porque el hombre nos había contado sobre la difícil situación en su casa. La esposa era maestra y todavía no les habían pagado, por lo que ella se había sumado al grupo que todos los días se reunía para protestar con pancartas y banderas frente a la sede regional de la Zona Educativa. Comprendimos, sin que ninguno lo mencionara, que era una gota en un vasto océano de calamidades y desidias gubernamentales. Y eran los hijos de la pareja quienes llevaban la peor parte.
—Hoy, por lo menos, podremos dejar de comer yuca, gracias a usted. Será arroz con mantequilla.
Nos despedimos del hombre y regresamos al interior del edificio. Ya en el ascensor, dije:
—¿Quién se iba a imaginar que algún día llegaríamos a esto?
Ella me miró con mucha tristeza. Dijo que dentro de todo se sentía agradecida porque podría operarse juntando los dos seguros médicos que le quedaban. Ya luego se vería.
—Si te comunicas con los muchachos —agregó—, no les digas nada. ¿Para qué? Se van a preocupar y están muy lejos. Sería inquietarlos por gusto. Es mejor que no sepan nada. Después, cuando todo termine, yo misma se los cuento. —Se persignó con lentitud—. En nombre de Dios…
No hay comentarios.:
Publicar un comentario