Tendría alrededor de ocho o nueve años, creo; no lo
recuerdo con exactitud. Es un conjunto de imágenes y sensaciones que apenas
puedo reconstruir en retrospectiva. Se asemeja a las piezas de un rompecabezas
que he logrado ensamblar con lentitud y una pequeña sonrisa final. En algún
momento, antes de todo lo que ocurriría después, debo haber visto en alguna
parte la película The Wiz, con una jovencísima Diana Ross interpretando
a Dorothy y Michael Jackson haciendo de Espantapájaros, en una versión
alternativa de El mago de Oz con actores negros. Era un musical. Tal vez
fue el primer musical que yo viera en mi corta vida.
Recuerdo haber sentido mucha fascinación por los
zapatos de tacón que usaba Diana Ross en la película, y el vaporoso vestido que
bailaba alrededor de sus piernas. Eso permanece conmigo. En esa época escolar,
con mis padres trabajando, yo solía pasar las tardes entretenido en mis juegos
en solitario, pintando dibujos o coleccionando hormigas en el patio de la casa,
hasta que cualquier adulto llegaba después de las 5 pm. Era una rutina
invariable.
Esa tarde en particular, a mí me dio por probarme los
vestidos de mi madre y ponerme sus zapatos de tacón. Había muchos y de
distintos colores. Me los probé todos y todos me quedaban grandes, por
supuesto; pero yo igual caminaba y saltaba y bailoteaba con ellos por toda la
amplia sala de losas de granito pulido. Me sentí tan entusiasmado que me puse a
dar vueltas vertiginosas, muchas vueltas, hasta que me detuve en seco debido a
la figura de Eloísa, la muchacha que nos ayudaba con la limpieza, junto a la
puerta de la cocina. Puso los brazos en jarras y me dijo que fuera a quitarme
el vestido y los zapatos. Jamás había estado tan asustado y arrepentido como al
final de esa tarde.
Pensé que Eloísa me acusaría con mis padres, pero eso
nunca sucedió, se convirtió en un secreto entre nosotros. De todas formas, mis
ensayos y volteretas con los vestidos de mi madre se detuvieron con la misma
rapidez con la que habían comenzado. No tanto por el temor a que la muchacha revelara
mis bailes vespertinos, sino porque mi atención se centró en otra cosa. La infancia
y la adolescencia de la mayoría de los homosexuales se asemeja a un laberinto
enrevesado sin hilos de Ariadna que ayuden a descifrar el mejor recorrido. Ese episodio
quedó archivado en mi memoria, no obstante.
Hace poco volví a ver la película The Wiz. Me reencontré
con Diana Ross convertida en Dorothy y sus zapatos de tacón alto, brillantes y
atractivos. Sonreí, por supuesto; pero esta vez me fijé mejor en la trayectoria
del personaje: una muchacha insegura atravesando un territorio desconocido y
tratando de seguir el recorrido de un hermoso camino amarillo, acompañada por
varios personajes interesantes y llenos de debilidades, como ella. Supongo que
cada quien ve e interpreta a su manera. Yo me identifiqué casi de inmediato con
esas manifestaciones intangibles: la incertidumbre, la inseguridad, la
esperanza, el miedo y el coraje para seguir adelante. Y los zapatos de tacón
alto, por supuesto.
Pertenezco a esa rara clase de homosexual que detesta
el maquillaje, los vestidos y los zapatos de mujer. Lo que pocos entienden es
que uno vive en un mundo lleno de contradicciones, porque si bien es cierto que
soy muy afeminado, esas transformaciones en alguien más, esas metamorfosis, no
van conmigo. Eso sí: respeto y admiro bastante a quienes lo hacen y lo logran,
pero creo que soy muy flojo para tanto trabajo y dedicación. Me conformo con
ser, y allí ya tengo bastante confusión para encima agregarle ropa interior
femenina o zapatos de tacón alto. Pero esa es harina de otro costal.
Después de ver la película tropecé con mis Converse
rojos. Son los zapatos que me acompañaron en mi viaje de regreso desde Bogotá. Están
sucios y estropeados, magullados, pero todavía resisten. Son unos buenos
zapatos. Y rojos. En una extraña asociación de ideas, me dije que esos Converse
podrían ser mi versión de los zapatos de rubí. Mi sonrisa se ensanchó. Cuántas veces,
durante el largo recorrido de vuelta, hubiese querido cerrar los ojos, golpear
tres veces los talones y repetir: “No hay lugar como el hogar” para estar de
vuelta en casa; pero eso nunca sucedió, y es sólo ahora cuando hago esta
asociación de imágenes.
Volví a fijarme en los zapatos arrojados al fondo del clóset. Los saqué para desempolvarlos. Me quedé con la idea de que había sido yo quien llegó con esos zapatos, que eran un accesorio secundario, pero ahora pienso que fueron ellos los que me trajeron a mí de vuelta, porque tienen su magia particular. Quizás no me llame Dorothy ni atravesara caminando el país de Oz, pero me conformo con la certeza de que tengo mi propia versión de las zapatillas de rubí, y en lo sucesivo los usaré con mucho respeto. Y eso es suficiente.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario