Mirando a las personas que tengo a mi alrededor, he descubierto últimamente que no somos sino el cúmulo de decisiones que tomamos, nada más. Es algo muy parecido a internarse por un estrecho laberinto: cada cruce a derecha o izquierda nos va a conducir tarde o temprano a otra encrucijada existencial. Emocional. Sensorial. Incluso sentimental.
Los cambios en los rostros de los personajes que acompañan mi tránsito terrenal me ofrecen pistas sobre sus avances, retrocesos, inquietudes, desesperaciones, incertidumbres, triunfos o los temidos callejones sin salida. ¿Cómo no entienden que la mayoría de las soluciones reposan justo enfrente de sus narices? Allí, al alcance de la mano...
Conforme vamos avanzando, vamos coleccionando experiencias, trucos y puntos para poder acceder al siguiente nivel: ¡Es todo! A medio camino he descifrado que si ahora estoy aquí, es porque así lo decidí yo, nadie más lo hizo por mí. Desde ahora escojo no quejarme por las circunstancias, pues éstas no me determinan tanto como yo a ellas. De hecho, siento que debo sentirme agradecido hacia cada uno de esos fracasos que me condujeron hasta la mañana de hoy: sin cada uno de esos maestros mi senda hubiese sido distinta y menos brillante.
Así, pues, que tomo la disciplinada decisión de prestar atención consciente a las escogencias que se me presenten; me gustaría tener una diáfana idea de hacia dónde me dirijo. Puede ser la derecha, la izquierda, adelante... incluso unos cortos pasos hacia atrás, ¿por qué no? Todo con tal de corregir el rumbo.