4 de enero de 2010

El país de las luciérnagas.

Desde la hamaca en que me encuentro, apenas separando la vista del cuaderno, me impresiona la tonalidad celeste del cielo, sin nubes, como un manto luminoso que, irónicamente, no desprende el calor habitual. Es como si el fresco de diciembre se hubiese colado entre las gradaciones, haciéndose espacio al lado del calor recurrente del prolongado verano. Tengo muchas anotaciones pendientes, ideas convulsas que necesito consignar, pero una y otra vez mis ojos buscan el firmamento ancho y limpio, haciéndome pensar en un abismo vertiginoso, sublime, que está a punto de engullirnos. Hoy pienso que el azul del cielo resulta voraz y en cualquier momento querrá echarnos una dentellada inesperada.

Me pregunto si es posible que semejantes pensamientos puedan coincidir en un mismo sitio; lo que pasa es que esta mañana tan diáfana me parece un poco sediciosa, como un pajarraco diabólicamente bello que está a punto de zurcir la piel con picotazos; también me hace pensar en el ángel de las Elegías de Rilke, tan hermoso, tan nefasto, tan singular. Pero los minutos avanzan, y pierdo tiempo.

Quizás tenga algo que ver con esta exquisita luminosidad, pero me quedé un rato pensando en mi reciente visita al país de las luciérnagas, esa ciudad que se desborda en puntos titilantes; un escape voluntario para interactuar con mentes fogosas, progresistas, tan estimulantes; y entonces decidí que debo deambular más a menudo, permitirme el placer de una sorpresa, un sitio desconocido, una emoción novedosa; es como atreverme a salir de la línea a mitad del dibujo, sonreír, vagar, redescubrir otras sensaciones postergadas.

Al principio descendimos una escalera, pasos breves hacia las profundidades de un estudio de pintura lleno de lienzos, pinceles, matices y claroscuros; allí estaban las luciérnagas esperando para iniciar la danza de luces que me dejó entusiasmado, hambriento y siempre queriendo más. En el fondo, sutil, las notas de un jazz intemporal, sugerente; en las paredes pálidas, la intermitencia del trabajo pictórico, la obra en progreso, el reducto privado y lleno de inspiración. Observé a la Luciérnaga Rebelde con su discurso radical, polisémico, lleno de imágenes; la Luciérnaga Intelectual dejando migajas conceptuales, conocimientos, contrapesos; también la Luciérnaga Fotógrafa desplegando armonía, detalles tibios, evocaciones y fantasías; luego la Luciérnaga Cronista abriendo posibilidades, cruzando informaciones, saboreando los secretos no revelados y sin publicar. Y yo allí, moviéndome en dos planos superpuestos, queriendo anotar todo, asir las inferencias, participar del debate; pero al mismo tiempo con el deseo a flor de piel de tomar distancia, alejarme, contemplar la escena desde una distancia privilegiada para descubrir los pliegues, el lenguaje sensorial, las implicaciones de la historia. Se trataba de una danza lumínica y vibrante, memorable y fugaz. Única.

Después la madrugada, la iridiscencia de colores, la temperatura, los planes para nuevas batallas fosforescentes; un trayecto evocativo que se desgranaba en visiones lejanas a pesar del poco tiempo transcurrido. Todo tan hermoso, tan luminoso como este cielo de enero que se deshace en posibilidades. Entonces trato de plasmar en mis hojas el recuerdo de ese fulgor nocturno, el brillo incandescente que me inspira de la misma forma en que el azul de enero sugiere otras tramas diferentes, esquivas. Así que sigo escribiendo.

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