31 de enero de 2010

Plegarias matutinas.

Creo que fue el sonido del agua cayendo lo que la despertó. Se trataba de un ruido acuático, distante, pero persistente; se preguntó al principio si no sería parte de un sueño, un residuo auditivo de la experiencia onírica que pocas veces recordaba; pero no, distinguía claramente el gorgoteo del líquido que hacía eco dentro de las paredes de su habitación. Mi abuela se levantó con paso lento, creyendo que podía tratarse de una lluvia repentina, en mitad de la madrugada; la razón que la motivó a incorporarse ha quedado poco clara, porque lo lógico era que se volteara para seguir durmiendo, pero ella optó por sacar las piernas de la cama y buscar la fuente de aquel rumor hídrico. En el camino hacia la ventana echó una mirada a las agujas del reloj, que en la penumbra interpretó como un cuarto para las cinco.

Decidió quedarse levantada porque ya pronto amanecería y tenía diligencias que hacer; antes, aún curiosa, atisbó por las ventanas de la casa hasta que descubrió la procedencia del ruido que la había despertado. Supo que no era lluvia, sino el excedente de agua que se rebosaba en el tanque de su vecina; así supo que habían restablecido un servicio que se suponía debe ser regular, constante. De inmediato prendió las luces del corredor posterior y se decidió a salir, a pesar de que todavía estaba oscuro. Le importó más aprovechar la llegada del agua que enfrentarse a la posibilidad de ser asaltada antes del amanecer. Se dijo a sí misma que clarearía en apenas media hora y salió a ocuparse con la ropa sucia y los envases para almacenar el vital líquido.

Debido a la escasez y los irregulares planes gubernamentales, se hizo costumbre la necesidad de estar pendientes a cualquier signo en el grifo, cualquier gota que anticipara el borbotón que duraría pocas horas y debía ser aprovechado al máximo. Mi abuela es una mujer que detesta las quejas; ella prefiere fluir, ser dinámica, resolver, buscarle la vuelta al problema hasta encontrar una solución, así que se puso manos a la obra sin pensarlo mucho: llenó la lavadora al mismo tiempo que ponía unos trapos de la cocina a remojar en detergente, también sacó las ollas que tenía de la noche anterior y las fregó con entusiasmo, con la certeza de que podría sacar el sucio y el jabón con abundante rapidez. Aprovechó una pausa para regar los helechos del corredor, ya casi mustios debido al calor y a no ser regados con la constancia de antaño. “A donde hemos llegado”, se dijo en un murmullo, un poco incrédula, a la vez que alzaba el codo para dejar caer el agua entre las hojas secas y encogidas. Y fue el eco de esta frase lo que la acompañó mientras hacía otra ronda entre las matas y se decía que había sobrevivido a una dictadura para sentir el temor de que probablemente moriría en otra muy distinta.

En algún momento pensó si debía llamar a mi madre, pues ya pronto amanecería y no le importaba despertarla; se trataba de aprovechar la llegada del agua para que mi madre se fuera hasta su casa, lavara algo de ropa, llenara algunos envases y la acompañara un rato. Supongo que al mismo tiempo pensó que nos tocaba vivir tiempos irregulares: cuando no eran los cortes de luz, era la ausencia de agua, o sino las infalibles colas: para pagar (cada vez más), para cobrar (cada vez menos), para conseguir algunos productos (no siempre todos) y para cualquier cosa que ameritara un trámite en este país. Todo eso había pasado a formar parte de la realidad cotidiana que todos enfrentábamos; pero mi abuela no es amante de las quejas, ya lo he dicho. Ella prefiere levantarse antes del alba y aprovechar el poco tiempo que dure la restitución del servicio. Decidió al fin no llamar a mi madre.

Más adelante se valió de una tregua entre sus quehaceres para darse un baño. Se sentía un poco cansada por correr de un lado al otro y no perder un solo minuto. Dejó que la regadera la salpicara con una llovizna tibia, porque la inclemencia del sol calentaba tanto las tuberías que el agua no salía tan fría; cerró los ojos y pidió en voz baja para que no cortaran el agua tan rápido y pudiera restituir en el tanque todo lo que estaba utilizando. Después del baño, aún sin señales del alba, se robó un espacio de tiempo para hacer sus plegarias matutinas, incluyendo este inesperado regalo entre ellas. Sólo cuando terminó de rezar fue que sintió una gran curiosidad por el retraso del amanecer, cosa poco usual en el llano. Se puso los lentes y de nuevo buscó el reloj. Esta vez las diáfanas agujas le dijeron que eran apenas las 2:35 am. Se quitó los lentes con un movimiento pausado antes de hacer una profunda exhalación; entonces repitió lo que antes se había dicho: “Dios mío: a lo que hemos llegado”.

1 comentario:

Alejandro Pravia dijo...

Luis, qué deleite leerte, aún cuando la pereza (mala costumbre adquirida resientemente para leer) m e lo haga pensar dos veces.

Gracias por publicar.